P. James - La muerte llega a Pemberley
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Los Darcy recibieron a un sir Selwyn extrañamente afable, que aceptó incluso tomar un refrigerio antes de proceder a interrogar a los miembros de la familia. Estos, junto con Henry Alveston y el coronel, responderían a las preguntas en la biblioteca, todos juntos. Solo el relato de las actividades del coronel suscitó algún interés. Este empezó por disculparse ante los Darcy por el silencio que había mantenido hasta el momento. La noche anterior había acudido al King’s Arms de Lambton a instancias de una dama que requería de su consejo y ayuda en relación con un asunto delicado que afectaba a su hermano, un oficial que en el pasado había estado bajo su mando. Ella había estaba visitando a un familiar en la localidad, y él le había sugerido que un encuentro en la posada resultaría más discreto que si este tenía lugar en su despacho de Londres. Si no había hablado antes de él era porque esperaba a que la dama en cuestión pudiera abandonar Lambton antes de que su estancia en la posada fuera del dominio público y se convirtiera en objeto de curiosidad por parte de los lugareños. Podía facilitar su nombre y su dirección de Londres si precisaban verificar sus afirmaciones. Con todo, estaba convencido de que las pruebas aportadas por el posadero y los clientes que se encontraban bebiendo en el lugar entre el momento de su llegada y el de su partida confirmarían su coartada.
Con satisfacción mal disimulada, Hardcastle anunció:
– No hará falta, lord Hartlep. Me ha parecido conveniente detenerme en el King’s Arms de camino a Pemberley, esta mañana, para comprobar si en la noche del jueves había pernoctado allí algún desconocido, y se me ha informado de la presencia de la dama. Su amiga ha causado sensación en la posada. Viajaba en una carroza bastante vistosa, e iba acompañada de su propia doncella y de un criado. Supongo que habrá gastado generosamente en el establecimiento y que el posadero habrá lamentado su partida.
A continuación pasó a interrogar al personal de servicio, reunido, como antes, en su sala. La única ausencia fue la de la señora Donovan, que no tenía la menor intención de desatender a los niños. Como la culpa suelen sentirla más los inocentes que los culpables, el ambiente allí era menos de expectación que de nerviosismo. Hardcastle había decidido que su discurso fuera lo más tranquilizador y lo más breve posible, intención parcialmente alterada por sus severas advertencias de rigor sobre las terribles consecuencias que se abatían sobre quienes se negaban a cooperar con la policía o quienes no revelaban información. Con voz algo más amable, prosiguió:
– No me cabe duda de que todos ustedes, la noche anterior al baile de lady Anne, tenían cosas mejores que hacer que aventurarse hasta un bosque en plena noche, y en medio de una tormenta, con el propósito de asesinar a un perfecto desconocido. Con todo, ahora les pido que, si alguno dispone de alguna información que facilitar, o si alguno ha salido de Pemberley entre las siete de la tarde de ayer y las siete de la mañana de hoy, levante la mano.
Solo se alzó una.
– Es Betsy Collard, señor -susurró la señora Reynolds-, una de las doncellas.
Hardcastle le pidió que se pusiera en pie, y Betsy obedeció al momento, sin mostrarse, en apariencia, intimidada. Se trataba de una joven corpulenta, y se expresó con claridad.
– Yo estaba con Joan Miller, señor, en el bosque el pasado miércoles, y vimos el fantasma de la vieja señora Reilly tan claramente como lo estoy viendo a usted. Estaba allí, oculta entre los árboles, cubierta con una capa negra y una capucha, pero su rostro se distinguía muy bien a la luz de la luna. Joan y yo nos asustamos y salimos corriendo del bosque, y ella no nos persiguió. Pero la vimos, señor, y lo que le digo es tan cierto como que hay Dios.
Joan Miller fue conminada a ponerse en pie y, con el terror dibujado en el rostro, la joven balbució tímidamente, corroborando el relato de Betsy. Hardcastle sentía que se adentraba en un terreno femenino e incierto. Miró a la señora Reynolds, y ella asumió el control.
– Betsy y Joan, sabéis muy bien que no os está permitido abandonar Pemberley sin compañía después del anochecer, y es poco cristiano, además de estúpido, creer que los muertos caminan sobre la tierra. Qué vergüenza que hayáis permitido que esas imaginaciones entraran en vuestra mente. Quiero veros a solas en mi saloncito tan pronto como sir Selwyn Hardcastle haya terminado con sus preguntas.
Al magistrado no le cabía duda de que aquella perspectiva las intimidaba más que cualquier pregunta que pudiera formularles él.
– Sí, señora Reynolds -murmuraron las dos, antes de sentarse.
Hardcastle, impresionado por el efecto inmediato de las palabras del ama de llaves, pensó que resultaría adecuado que dejara clara su postura mediante una admonición final.
– Me sorprende -dijo- que una joven que goza del privilegio de trabajar en Pemberley pueda entregarse a la ignorancia y a la superstición. ¿Acaso no habéis estudiado el catecismo?
Por toda respuesta obtuvo un «sí, señor» murmurado.
Hardcastle regresó a la zona noble de la casa y se reunió con Darcy y Elizabeth, visiblemente aliviados al saber que la única tarea pendiente, más sencilla, era la de llevarse a Wickham de allí. Al prisionero, ya esposado, le ahorraron la humillación de abandonar la casa observado por un grupo de personas, y solo a Darcy le pareció que era su deber estar presente para desearle lo mejor y para presenciar el momento en que el jefe de distrito Brownrigg y el agente Mason lo subían al furgón de la penitenciaría. Entonces, Hardcastle se montó en su carruaje, y antes de que el cochero hiciera chasquear las riendas, sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó a Darcy:
– En el catecismo se insta a no caer en la idolatría y la superstición, ¿no es cierto?
Darcy recordaba que su madre le había enseñado el catecismo, pero solo un mandamiento se había fijado en su mente, aquel que decía que debía tener las manos quietas y no robar nada, mandamiento que regresaba a su memoria con embarazosa frecuencia cuando, de niño, George Wickham y él se acercaban en poni hasta Lambton, y los manzanos de sir Selwyn, cargados de frutas, alargaban sus ramas hasta el otro lado del muro.
Y respondió, muy serio:
– Creo, sir Selwyn, que podemos afirmar que el catecismo no contiene nada que sea contrario a los postulados y las prácticas de la Iglesia anglicana.
– Claro que sí, claro que sí. Lo que yo creía. Qué muchachas tan necias.
Entonces, sir Selwyn, satisfecho con el desarrollo de su visita, dio una orden, y el carruaje, seguido por el furgón de la penitenciaría, se alejó lentamente por el camino. Darcy permaneció en su lugar, observándolo, hasta que desapareció. Pensó que ver partir y llegar a los visitantes empezaba a convertirse en una costumbre, aunque la marcha del furgón de la penitenciaría que trasladaba a Wickham levantaría sin duda el manto de horror y zozobra que había cubierto Pemberley. También esperaba no tener que ver más a sir Selwyn Hardcastle hasta que comenzara la investigación formal.
LIBRO IV
1
En la familia y en la parroquia, todos dieron por seguro que el señor y la señora Darcy, junto con el servicio, acudirían a la iglesia de Santa María a las once de la mañana del domingo. La noticia del asesinato del capitán Denny se había propagado con extraordinaria rapidez, y no hacer acto de presencia habría equivalido a admitir algún tipo de implicación en el crimen o a divulgar su convicción de que el señor Wickham era culpable. Suele aceptarse que los servicios religiosos ofrecen una ocasión legítima para que la congregación valore no solo la apariencia, el porte, la elegancia y la posible riqueza de los recién llegados a la parroquia, sino la conducta de cualquier vecino que pase por una situación interesante, ya sea esta un embarazo, ya sea su ruina económica. Un asesinato brutal cometido en la finca propia por un hermano político con el que, según es sabido, uno se halla enemistado dará lugar a una importante afluencia al servicio religioso, que en esa ocasión no se perderán siquiera personas impedidas, a las que su estado de salud ha privado durante muchos años de oír misa en la iglesia. Y aunque sea tan descortés como para mostrar abiertamente su curiosidad, es mucho lo que puede deducirse gracias a una hábil separación de los dedos en el momento en que las manos se unen para rezar, o mediante una simple mirada protegida por la visera de un gorrito durante el canto de un himno. El reverendo Percival Oliphant, que antes del servicio ya había realizado una visita privada a Pemberley para transmitir sus condolencias y mostrar su comprensión, hizo todo lo que pudo por evitar molestias a la familia, pronunciando primero un sermón más largo que de costumbre y prácticamente incomprensible sobre la conversión de san Pablo, y reteniendo después al señor y la señora Darcy cuando abandonaban la iglesia, con los que entabló una conversación tan prolongada que las personas que esperaban en ordenada fila, cada vez más impacientes por dar cuenta de su almuerzo a base de fiambres, se conformaron con dedicarles una reverencia o una inclinación de cabeza, antes de dirigirse a sus carrozas y sus birlochos.
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