Lawrence Block - Cuando el antro sagrado cierra

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Matt Scudder fue policía de Nueva York. Ahora es un detective sin licencia que saca las castañas del fuego a sus amigos. Se divorció de su mujer, y ahora vive en un modesto hotel del West Side. Pero su verdadero hogar se encuentra en cualquiera de los bares de su zona, la clientela habitual forma su familia. Corre el verano de 1975, y Matt anda comprometido con varios favores a amigos. En primer lugar, debe salvar de sospechas a Tommie Tillary, un hombre de negocios de ropas estridentes cuya mujer ha sido asesinada. Matt Scudder no dejará de beber ni un instante, pero se mantendrá lo suficientemente lúcido como para encontrar la solución, hallando la inspiración en el fondo de la botella.

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Por supuesto, había oído lo del robo en el Morrissey's. Había oído todo tipo de cifras y, según él, la correcta era una cantidad que rondaba entre los cincuenta y los cien mil dólares.

– Quienquiera que se lo llevara -dijo él- no se lo está gastando en bares. A mí me da que es un asunto entre irlandeses, Matthew. Pero entre irlandeses irlandeses. No me imagino a los Westies metiéndose con Tim Pat.

Los Westies son una banda organizada de matones, la mayoría de ellos irlandeses, y han estado operando en Hell's Kitchen desde comienzos de siglo. A lo mejor desde antes, tal vez desde la Hambruna de la Patata.

– No sé -dije-. Con todo ese dinero de por medio…

– Si fueran los Westies, si fuera alguien del vecindario, se habría sabido en menos de ocho horas. Todo el mundo en la Décima Avenida lo sabría.

– Tienes razón.

– Esto es entre irlandeses. Estoy seguro. Estuviste allí, ¿las máscaras eran rojas?

– Eran pañuelos rojos.

– ¡Vaya! Si hubieran sido verdes o naranjas habría estado claro que estaban haciendo algún tipo de declaración política. Sé que los hermanos están ofreciendo una recompensa generosa. ¿Por eso estás aquí, Matthew?

– Oh, no -dije-. Claro que no.

– ¿Entonces no estás investigándolo?

– Claro que no -respondí.

El viernes por la tarde estaba bebiendo en el Armstrong's y entablé conversación con dos enfermeras de la mesa de al lado. Tenían entradas para una obra de teatro para esa misma noche. Dolores no podía ir y Fran tenía muchas ganas, pero no estaba segura de que le apeteciera ir sola. Además, de cualquier forma, les seguía sobrando una entrada.

Y por supuesto el espectáculo resultó ser El hombre del amanecer. Fue pura coincidencia que la obra se representara justo debajo del after hours y no había sido idea mía, pero al final acabé allí. Me senté en una endeble silla plegable de madera, vi la obra de Behan, que trataba de unos criminales encarcelados en Dublín, y, mientras, me pregunté qué coño estaba haciendo yo entre el público.

Cuando terminó, Fran y yo nos fuimos al Miss Kitty's con un grupo en el que se encontraban dos de los actores. Uno de ellos, una chica delgada y pelirroja con unos enormes ojos verdes era Mary Margaret, amiga de Fran y la razón por la que esta última había tenido tantas ganas de asistir a la función. Esa era la razón de Fran, pero, ¿cuál era la mía?

En la mesa se estuvo hablando del robo. Yo no saqué el tema ni aporté mucho a la conversación, pero tampoco pude mantenerme completamente al margen porque Fran le dijo al grupo que yo era un ex detective y me preguntaron mi opinión sobre el asunto desde un punto de vista profesional. Me mostré un poco evasivo al responder y evité mencionar que había presenciado el atraco.

Skip estaba allí, tan ocupado detrás de la barra con el local abarrotado al ser viernes por la noche, que no me molesté más que en saludarlo con la mano. El lugar estaba a reventar y había mucho ruido, como siempre ocurría los fines de semana, pero todo el mundo había querido ir allí, así que no tuve más remedio que aceptar.

Fran vivía en la Sesenta y Ocho, entre Columbus y Ámsterdam. La acompañé a casa y al llegar a la puerta, ella me dijo:

– Matt, has sido un encanto al acompañarme. La obra ha estado bien, ¿verdad?

– Ha estado bien.

– Y creo que Mary Margaret también. Matt, ¿te importaría mucho que no te invite a subir? Estoy rendida y mañana tengo que levantarme pronto.

– No pasa nada -dije-. Además, ahora que lo dices, yo también tengo que madrugar.

– ¿Te toca hacer de detective?

Negué con la cabeza.

– De padre.

A la mañana siguiente, Anita subió a los niños al tren de Long Island y yo los recogí en la estación de Corona. Los llevé al Shea y vimos cómo los Mets perdían ante los Astros. Los niños se marcharían al campamento durante cuatro semanas en agosto y estaban muy ilusionados. Comimos perritos calientes, cacahuetes y palomitas. Se tomaron unas Coca-Colas y yo un par de cervezas. Ese día había una oferta especial o algo así y a los chicos les regalaron gorras o unos banderines…, no me acuerdo.

Después, volvimos a la ciudad en metro y los llevé a ver una película. Tomamos una pizza en Broadway, después de ver la película, y cogimos un taxi para volver a mi hotel, donde había alquilado una habitación doble para ellos en una planta más abajo que la mía. Una hora más tarde fui a ver cómo estaban. Dormían. Volví a cerrarles la puerta con llave y me fui al Armstrong's. No me quedé mucho tiempo, tal vez una hora. Después regresé a mi hotel, comprobé una vez más cómo estaban los chicos y subí a mi habitación para meterme en la cama.

Por la mañana fuimos a tomar un buen desayuno: tortitas, beicon y salchichas. Los llevé al museo de los Indios Americanos en Washington Heights. Fue en esa zona donde unos años antes me había estado tomando unas copas al terminar mi turno cuando entraron dos tipos, atracaron el bar y mataron al camarero al huir.

Corrí tras ellos. Hay muchas cuestas en Washington Heights. Tuve que disparar mientras corría cuesta abajo. Los abatí a los dos, pero una de las balas rebotó y mató a una niña llamada Estrellita Rivera.

Esas cosas ocurren. Hubo una vista, siempre la hay cuando matas a alguien, y se concluyó que yo había actuado correctamente y que mis disparos habían estado justificados.

Un poco después, dejé el departamento.

No puedo decir que una cosa propiciara la otra. Lo único que puedo decir es que una cosa llevó a otra. Yo había sido el instrumento involuntario de la muerte de una niña y, después de aquello, algo cambió para mí. La vida que había vivido sin quejarme me dejó de gustar. Y supongo que ya había dejado de gustarme tiempo atrás. Supongo que la muerte de la niña precipitó un cambio en mi vida que debía haber ocurrido mucho antes. De todos modos, no puedo decirlo con seguridad. Solo sé que una cosa llevó a la otra.

Tomamos el tren hasta Penn Station. Les dije a los niños lo maravilloso que había sido pasar algo de tiempo con ellos, y ellos me dijeron lo bien que se lo habían pasado. Los subí al tren, llamé por teléfono y le dije su madre en qué tren regresarían. Me dijo que los recogería, y luego, vacilante, mencionó que le vendría bien que les mandara dinero pronto. «Pronto», le aseguré.

Colgué y pensé en los diez mil dólares que Tim Pat estaba ofreciendo. Sacudí la cabeza, me imaginaba lo que sería tener ese dinero.

Aquella noche me impacienté y bajé al Village, donde fui parando de bar en bar y me tomé una copa en cada uno. Cogí el tren hasta West Fourth Street y empecé mi ruta en el McBell's. De ahí, continué hacia el este con Jimmy Day's, el 55, el Lion's Head, George Hertz's y el Corner Bistro. Me dije que únicamente estaba tomando unas copas, liberándome después de la presión de haber pasado un fin de semana con mis hijos, calmándome después de haber despertado viejos recuerdos con una visita a Washington Heights.

Pero me engañé a mí mismo. Porque lo que estaba haciendo era dar comienzo a una torpe investigación; estaba intentado toparme con una pista que me llevara hasta esos dos que habían atracado el Morrissey's.

Paré en un bar gay llamado Sinthia's. Kenny, el propietario, se ocupaba del local. Estaba sirviendo copas a hombres vestidos con Levi's y camisetas de canal é sin mangas. Kenny era delgado, esbelto, con el pelo teñido de rubio y una cara operada para hacerle parecer no mayor de veintiocho, que era, más o menos, la mitad de años que hacía que había pisado este mundo.

– ¡Matthew! -gritó-. Ya os podéis relajar, chicas. La ley y el orden acaban de llegar a Grove Street.

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