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Lawrence Block: Cuando el antro sagrado cierra

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Lawrence Block Cuando el antro sagrado cierra

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Matt Scudder fue policía de Nueva York. Ahora es un detective sin licencia que saca las castañas del fuego a sus amigos. Se divorció de su mujer, y ahora vive en un modesto hotel del West Side. Pero su verdadero hogar se encuentra en cualquiera de los bares de su zona, la clientela habitual forma su familia. Corre el verano de 1975, y Matt anda comprometido con varios favores a amigos. En primer lugar, debe salvar de sospechas a Tommie Tillary, un hombre de negocios de ropas estridentes cuya mujer ha sido asesinada. Matt Scudder no dejará de beber ni un instante, pero se mantendrá lo suficientemente lúcido como para encontrar la solución, hallando la inspiración en el fondo de la botella.

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En esa misma calle había dos restaurantes franceses, uno junto al otro. Uno de ellos, el Mont-St-Michel solía estar más bien vacío. Llevé allí a varias mujeres a cenar durante varios años y me pasaba solo de vez en cuando para tomar algo en el bar. El establecimiento de la puerta de al lado gozaba de buena reputación y funcionaba mejor, pero creo que nunca llegué a entrar.

Había un sitio en la Décima Avenida llamado Slate. Por allí paraban muchos policías del distrito de Midtown North y de la Escuela John Jay, y yo iba cuando mi humor me permitía juntarme con esa clase de clientela. Allí ponían buenos bistecs y el ambiente era agradable. Había un Martin's Bar en el cruce de Broadway con la Sesenta. Las copas eran baratas, y la ternera y el jamón en conserva que servían estaban buenos. Tenían una pantalla grande de televisión en color encima de la barra y no era un mal sitio para ver algún que otro partido.

Al otro lado del Lincoln Centre estaba el O'Neals Baloon. Una antigua ley que seguía vigente en aquel año prohibía llamarle saloon a un local y los dueños no lo sabían cuando encargaron el letrero, así que lo solucionaron cambiando la primera letra. Había entrado algunas tardes, pero por la noche el ambiente era demasiado moderno para mi gusto. También estaba el Antares and Spiro's, un griego, en la esquina de la Novena con la Cincuenta y Siete. La verdad es que no era la clase de sitio que a mí me gusta; demasiados tíos con bigotes espesos bebiendo ouzo, pero todas las noches pasaba por delante al volver a casa y en alguna ocasión me paré a tomarme la última.

En la esquina de la Octava con la Cincuenta y Siete había un quiosco de periódicos que estaba abierto toda la noche. Solía comprar el periódico allí, a menos que se lo comprara a la vagabunda que los vendía a gritos delante del 400 Deli. Los compraba por quince centavos cada uno en el quiosco (creo que ese año todos costaban quince centavos, o tal vez el News costaba veinte) y los vendía por el mismo precio, lo cual era un modo bastante complicado de ganarse la vida. Algunas veces le daba un dólar y le decía que se quedara con el cambio. Se llamaba Mary Alice Redfield, pero eso no lo supe hasta unos años después, cuando alguien la mató a puñaladas.

Había una cafetería llamada Red Flame y luego estaba el 400 Deli. Había un par de puestos de pizza y un sitio que vendía palitos de queso al que nunca volvía nadie después de haberlos probado una vez.

Había un italiano llamado Ralph's, un par de restaurantes chinos y un tailandés que volvía loco a Skip Devoe. Y también estaba el Joel Farrell's en la calle Cincuenta y Ocho; acababan de abrir el invierno anterior. Y había… ¡Joder! ¡Había muchos bares!

Pero por encima de todos ellos estaba el Armstrong's.

¡Jesús! Podía decirse que yo vivía allí. Tenía mi habitación para dormir, y tenía bares y restaurantes adonde ir, pero durante algunos años el Jimmy Armstrong's fue como mi hogar. Si alguien me buscaba, sabía que primero tenía que mirar allí y, en muchas ocasiones, llamaban al Armstrong's incluso antes de llamarme al hotel. Abría sobre las once, con un chaval filipino llamado Dennos. Billie Keegan llegaba sobre las siete y cerraba a las dos, a las tres o a las cuatro, dependiendo de la clientela y de cómo se encontrara él. Eso era lo que ocurría durante la semana, pero los fines de semana los camareros eran otros y el personal se renovaba con bastante frecuencia.

Las camareras entraban y salían. Les salían trabajos como actrices, rompían con sus novios o se echaban novios nuevos; se mudaban a Los Angeles o regresaban a su hogar en Sioux Falls; discutían con el chico dominicano de la cocina, las despedían por robar o simplemente se marchaban sin decir más o por haberse quedado embarazadas. Jimmy no estuvo mucho por allí ese verano. Creo que fue el año en que estaba buscando una tierra para comprar en Carolina del Norte.

¿Qué puedo deciros sobre ese sitio? Una larga barra a tu derecha según entrabas y mesas a tu izquierda. Manteles a cuadros azules. Paredes revestidas de madera oscura. Cuadros y anuncios de revistas antiguas enmarcados. De la pared del fondo colgaba la cabeza de un ciervo, que desentonaba claramente con el resto de la decoración. Mi mesa favorita estaba justo debajo de aquella cosa, así que, de ese modo, me ahorraba tener que verla.

La clientela era variopinta. Médicos y enfermeras del hospital Roosevelt que se encontraba en la calle de enfrente. Profesores y alumnos de la Universidad de Fordham. Gente de los estudios de televisión: la CBS estaba a una calle y la ABC a un rato caminando. También lo frecuentaba la gente que vivía o que tenía comercios en el vecindario. Una pareja de músicos que interpretaba música clásica, un escritor, dos hermanos libaneses que acababan de abrir una zapatería…

No había muchos jóvenes. Cuando me mudé al barrio, el Armstrong's tenía una máquina de discos con una bonita selección de jazz y de country, pero Jimmy la quitó enseguida y la sustituyó por un equipo de estéreo en el que ponía cintas de música clásica. Eso evitaba que entraran los chavales, para alegría de las camareras que los odiaban porque se quedaban hasta tarde, consumían poco y rara vez dejaban propina. Además, esa música ambiental propiciaba un consumo moderado de alcohol.

Que era para lo que yo iba allí. Quería beber, pero sin llegar a emborracharme, exceptuando alguna que otra ocasión. Normalmente mezclaba burbon con café para luego, al final de la noche, acabar bebiendo directamente alcohol. Podía leer el periódico allí y tomarme una hamburguesa o una buena comida, y conversar mucho o poco, según me apeteciera. No siempre estaba allí metido día y noche, pero era raro el día en que no me pasara al menos una vez y luego había días en los que llegaba después de que Dennos hubiera acabado de abrir y me marchaba cuando Billie estaba a punto de cerrar. En algún sitio tenía que estar.

Amigos del bar.

Conocí a Tommy Tillary en el Armstrong's. Era uno de los habituales; iba unas tres o cuatro noches a la semana. No recuerdo la primera vez que me fijé en él, pero era difícil estar en la misma habitación que él sin notar su presencia. Era enorme y tenía un tono de voz potente. No era un tipo escandaloso, pero después de unas cuantas copas, su voz llenaba el bar.

Su rostro evidenciaba la mucha ternera que comía y el mucho Chivas Regal que bebía. Debía de tener unos 45. Tenía papada, y las mejillas hinchadas y cubiertas de venitas rotas.

Nunca supe por qué lo llamaban Tommy el Implacable. A lo mejor Skip tenía razón y el apodo se empleaba en tono irónico. Lo llamaban Tommy Teléfono porque se dedicaba a vender inversiones por teléfono desde una agencia de bolsa fraudulenta situada en la zona de Wall Street. Sé que en ese campo laboral la gente cambia mucho de trabajo. La capacidad de sacar dinero a extraños por teléfono es todo un don y aquellos que lo poseen pueden permitirse el lujo de cambiar de jefe a su antojo.

Aquel verano, Tommy estaba trabajando para una empresa llamada Tannahill & Company y vendía sociedades limitadas en inmobiliarias. Imagino que tenía beneficios fiscales, además de la posibilidad de llevarse comisiones. De esto me enteré por casualidad porque Tommy nunca nos contaba nada al respecto, ni a mí ni a nadie del bar. Yo estaba allí una vez en la que un tocólogo residente del Roosevelt intentó preguntarle qué podía ofrecerle. Tommy se lo quitó de encima con un chiste:

– No, lo digo en serio -insistió el doctor-. Por fin estoy ganando dinero y ya tengo que empezar a pensar en esas cosas.

Tommy se encogió de hombros.

– ¿Tienes tarjeta de contacto?

El médico no la tenía.

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