Lawrence Block - Cuando el antro sagrado cierra

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Matt Scudder fue policía de Nueva York. Ahora es un detective sin licencia que saca las castañas del fuego a sus amigos. Se divorció de su mujer, y ahora vive en un modesto hotel del West Side. Pero su verdadero hogar se encuentra en cualquiera de los bares de su zona, la clientela habitual forma su familia. Corre el verano de 1975, y Matt anda comprometido con varios favores a amigos. En primer lugar, debe salvar de sospechas a Tommie Tillary, un hombre de negocios de ropas estridentes cuya mujer ha sido asesinada. Matt Scudder no dejará de beber ni un instante, pero se mantendrá lo suficientemente lúcido como para encontrar la solución, hallando la inspiración en el fondo de la botella.

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Por supuesto, él no sabía nada del robo en el Morrissey's. Es más, ni siquiera sabía lo que era el Morrissey's; ningún gay tenía que salir del Village para encontrar un lugar donde tomarse una copa después de cerrar. Pero los atracadores perfectamente podrían haber sido gais. O a lo mejor no. De cualquier modo, podrían estar gastándose el botín en los garitos de los alrededores de Christopher Street. Además, así era como se investigaba: olfateabas por todas partes, contactabas con todas tus fuentes, hacías correr la voz y esperabas a ver si te devolvían algún tipo de información.

Pero, ¿por qué lo estaba haciendo? ¿Por qué estaba malgastando mi tiempo?

No sé qué habría pasado, no sé si habría seguido dándole vueltas, o habría abandonado el asunto; si habría llegado a alguna parte o me habría alejado de las pistas. No parecía estar llegando a ningún lado, pero eso suele pasar, te vas moviendo sin ver ningún progreso hasta que de pronto tienes suerte. A lo mejor algo así habría sucedido. O a lo mejor no.

Sin embargo, sucedieron otras cosas que me hicieron olvidarme de Tim Pat Morrissey y de sus deseos de venganza.

Para empezar, alguien mató a la mujer de Tommy Tillary.

4

El martes por la noche, llevé a Fran a cenar al tailandés que tanto le gustaba a Skip Devoe. Después la acompañé a su casa y, de camino, paramos a tomar una copa en el Joel Farrell's. Delante de su edificio volvió a justificarse diciendo que tenía que madrugar; la dejé allí y me dirigí al Armstrong's, con una o dos paraditas de camino. No estaba de buen humor, y el tener el estómago lleno de comida extraña tampoco ayudaba mucho. Creo que le di al burbon un poco más de lo habitual y salí del bar sobre la una o las dos. Me puse de camino a casa, compré el Daily News y, vestido únicamente con mi ropa interior, me senté en el borde de la cama y ojeé un par de noticias.

En una de las páginas interiores leí que a una mujer de Brooklyn la habían asesinado en un robo. Estaba cansado, había bebido mucho, y el nombre de esa mujer no me resultó familiar.

Pero a la mañana siguiente, cuando me desperté, no podía sacarme una cosa de la cabeza; era mitad sueño, mitad recuerdo. Me senté, cogí el periódico y busqué la noticia.

Margaret Tillary, de cuarenta y siete años, había sido apuñalada hasta morir en el dormitorio situado en la planta de arriba de su casa en Colonial Road, en la zona de Bay Ridge, en Brooklyn, después de haber despertado mientras se estaba produciendo el robo. Su marido, el vendedor de valores Thomas J. Tillary, había empezado a preocuparse cuando su mujer no había respondido al teléfono el martes por la tarde. Llamó a un familiar que vivía cerca y que entró en la casa, donde lo encontró todo revuelto y a la mujer muerta.

«Este es un buen barrio», había declarado un vecino. «Aquí no pasan esta clase de cosas.» Sin embargo, una fuente policial mencionaba que se había producido un notable aumento de robos en la zona en los últimos meses y otro vecino dejó caer que en el barrio existía la presencia de un «elemento negativo».

No es un nombre común. Hay una calle Tillary en Brooklyn, no lejos de la entrada al puente, pero no tengo ni idea de en honor a qué héroe de guerra o a qué esbirro le pusieron el nombre, como tampoco sé si sería pariente de Tommy. En el listín telefónico de Manhattan aparecen varios Tillery, con «e». Thomas Tillary, vendedor de valores, Brooklyn… Parecía que no podía ser otro más que Tommy Tel é fono.

Me di una ducha, me afeité y salí a desayunar. Pensé en lo que había leído e intenté comprender cómo me sentía por la noticia. No me parecía real. A él no lo conocía bien, y a ella no la conocía en absoluto; nunca antes había oído su nombre, lo único que había sabido era que existía y que vivía en alguna parte de Brooklyn.

Me miré la mano izquierda, miré mi dedo anular. No había anillo, ni tampoco señal. Había llevado una alianza de boda durante años, y me la había quitado cuando me marché de Syosset para mudarme a Manhattan. Durante meses había habido una marca ahí, donde antes había estado el anillo, pero entonces, un buen día, me di cuenta de que esa marca ya no estaba.

Tommy llevaba una alianza. Un anillo de oro, tal vez de menos de un dedo de ancho. Y también llevaba un anillo en la mano derecha, en el dedo meñique, como esos que llevan los adolescentes. Eso lo recordé mientras tomaba café en el Red Flame. Un anillo con una piedra azul en el meñique de su mano derecha, una alianza de oro amarillo en el anular de la izquierda.

No sabría decir cómo me sentí.

Esa misma tarde fui a la iglesia de San Pablo y encendí una vela por Margaret Tillary. Había descubierto las iglesias al dejar el servicio y, aunque no rezaba ni asistía a misa, entraba en ellas de vez en cuando y me sentaba en la silenciosa oscuridad. A veces encendía velas por la gente que acababa de morir, o por aquellos que ya lo habían hecho y que seguían en mi memoria. No sé por qué pensaba que era algo que tenía que hacer, como tampoco sé por qué me sentía obligado a echar una décima parte de cualquier dinero que recibiera en el cepillo de las limosnas de cualquier iglesia que visitaba.

Me senté en un banco de la última fila y medité sobre la muerte inesperada. Cuando salí de la iglesia, estaba cayendo una lluvia muy fina. Crucé la Novena Avenida y entré en el Armstrong's. Dennis estaba detrás de la barra. Pedí un burbon, me lo bebí de un trago, indiqué con un gesto que me sirvieran otro y dije que lo tomaría con café.

Mientras echaba el burbon en el café, me preguntó si había oído lo de Tillary. Le dije que había leído la noticia en el News.

– También dicen algo en el Post de esta tarde. Más de lo mismo. Ocurrió anteanoche. Eso es lo que se cree. Él no fue a casa a dormir, se fue directo al trabajo a la mañana siguiente y cuando llamó varias veces para disculparse y vio que no podía contactar con ella, se preocupó.

– ¿Eso pone en el periódico?

– Más o menos. Fue anteanoche. Cuando vino, yo no estaba aquí. ¿Tú lo viste?

Intenté recordar.

– Creo que sí. Anteanoche… sí. Creo que estuvo aquí con Carolyn.

– ¿La belleza sureña?

– La misma.

– Me pregunto cómo debe de estar sintiéndose ahora. -Utilizó el pulgar y el índice para peinarse las puntas de su ralo bigote-. Seguro que culpable porque su sueño se ha hecho realidad.

– ¿Crees que la quería ver muerta?

– No lo sé. ¿No es la fantasía de toda chica que está liada con un casado? Mira, no estoy casado, ¡yo qué sé!

La historia desapareció de los periódicos durante los días siguientes. En el News del jueves pusieron una esquela: «Margaret Wayland Tillary, amada esposa de Thomas, madre del difunto James Alan Tillary, tía del señor Richard Paulsen». Esa noche fue el velatorio y el funeral se celebró la tarde del día siguiente en Walter B. Cooke's, entre la Cuarta y la Avenida Bay Ridge, en Brooklyn.

Esa noche Billie Keegan dijo:

– No he visto a Tillary desde que ocurrió. No estoy seguro de que vayamos a volverlo a ver.

Se sirvió una copa de JJ &S, el Jameson de doce años que nunca había pedido nadie.

– Y puedes dar por seguro que ya no lo volveremos a ver con ella -añadió.

– ¿Con la novia?

El asintió.

– No debe de írseles de la cabeza que él estaba con ella mientras a su mujer la estaban apuñalando hasta morir en Brooklyn. Y que si él hubiera estado en casa, que era donde debería haber estado, tal vez ella no habría muerto. Cuando estás por ahí de juerga y te apetece echar un polvo y reírte un poco, lo último que necesitas es que alguien te recuerde que a tu mujer la mataron mientras que tú estabas por ahí con otra.

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