– Eso es verdad -dijo Tommy Tillary-. Matt, sé que puedo contar contigo y eso vale mucho.
Yo quise decirle que con lo único que podía contar era con los dedos de su mano, pero ¿por qué iba a hacer eso y quedarme sin mis honorarios? Su dinero era tan bueno como el de cualquier otro. No estaba seguro de si me gustaba esa persona, pero en el fondo me alegraba que no me gustaran las personas para las que trabajaba. De ese modo no me sentía tan mal si no les daba demasiada importancia.
Y lo cierto era que no entendía cómo iba a darle importancia al asunto de Tommy. La acusación contra él parecía no tener demasiado fundamento y se desmoronaría incluso sin mi ayuda. Me preguntaba si Kaplan únicamente quería darle algo de movimiento al tema para justificar un aumento de sus honorarios por si acaso su trabajo se daba por concluido en cuestión de una semana. Era posible, pero de todos modos, no era problema mío.
Dije que me alegraría poder ayudar. Dije que esperaba poder encontrar algo útil.
Tommy dijo que estaba seguro de que podía hacerlo.
Drew Kaplan dijo:
– Ahora querrás que te demos una cantidad fija para mantener tus servicios. Supongo que eso servirá como un anticipo, junto a pluses por gastos diarios. O, ¿es que cobras por horas? ¿Por qué estás negando con la cabeza?
– No tengo licencia -dije.
– Eso no es ningún problema. Podemos registrarte en nuestros libros de cuentas como asesor.
– Pero es que no quiero quedar reflejado en los libros. No llevo la cuenta ni del tiempo invertido ni de los gastos. Eso lo pago de mi propio bolsillo. Yo cobro en metálico.
– Y, ¿cómo fijas tus tarifas?
– Pienso una cifra. Si cuando he terminado mi trabajo, creo que debería cobrar algo más, lo digo. Si no estáis de acuerdo, no tenéis que pagarme. No voy a llevar a nadie a los tribunales.
– Parece una forma poco coherente de hacer negocios -dijo Kaplan.
– No es un negocio. Yo hago favores para amigos.
– Y recibes dinero de ellos.
– ¿Hay algo malo en recibir dinero a cambio de un favor?
– No lo creo. -Se quedó pensativo-. ¿Y cuánto esperas por este favor?
– No sé cuánto va a suponer este trabajo -dije-. Digamos que hoy os pido mil quinientos dólares. Si la cosa se alarga y considero que merezco más, os lo diré.
– Mil quinientos. Y, por supuesto, Tommy no sabe exactamente lo que él va a recibir a cambio.
– No -dije-. Y yo tampoco.
Kaplan entrecerró los ojos.
– Es una tarifa bastante alta para empezar. Había pensado que, en un principio, la tercera parte de esa cantidad sería suficiente.
Pensé en mi amigo, el que se dedicaba a la compraventa de antigüedades. ¿Sabía yo regatear? Evidentemente, Kaplan sí.
– No es tanto -dije-. Es un porcentaje del dinero del seguro y esa es una de las razones por las que queréis contratar a un detective, ¿no? La compañía no entregará el dinero hasta que Tommy no esté libre de acusaciones.
Kaplan parecía ligeramente perplejo.
– Eso es verdad -admitió-, pero no sé si esa es la razón por la que te contratamos. La compañía pagará tarde o temprano. No creo que tu tarifa sea tan alta, es solo que me parecía una suma desproporcionada para pagarla por adelantado y…
– No discutas la tarifa -interpuso Tommy-. A mí me parece bien, Matt. Pero ahora ando un poco corto y además solamente llevo quince centavos en metálico…
– A lo mejor tu abogado te los puede dar -sugerí.
Kaplan pensó que eso estaba algo fuera de lugar. Salí del despacho mientras ellos hablaban. La recepcionista estaba leyendo la revista Fate. Un par de grabados tintados a mano y rodeados de marcos antiguos representaban imágenes del centro de Brooklyn en el siglo XIX. Estaba mirándolos cuando la puerta de Kaplan se abrió y él me hizo una señal para que entrara.
– Tommy va a solicitar un crédito a la espera del dinero del seguro y del patrimonio de su esposa -dijo-. Mientras tanto, yo puedo darte los mil quinientos. Espero que no tengas inconveniente en firmar un recibo.
– Ninguno -respondí. Conté los billetes, doce de cien y seis de cincuenta. Todo el mundo parece tener dinero en metálico, incluso los abogados.
Redactó un recibo y lo firmé. Se disculpó por el modo en que se había comportado al tratar el asunto de la tarifa.
– A los abogados se nos enseña a ser unos seres humanos muy ortodoxos -dijo-. A veces me cuesta reaccionar cuando me encuentro frente a una situación que se sale del procedimiento habitual. Espero no haberte ofendido.
– Para nada.
– Me alegro. No espero informes escritos ni que me tengas al corriente de todos y cada uno de tus movimientos, pero ¿me llamarás para contarme cómo vas progresando y si has encontrado algo? Y por favor, prefiero que me digas demasiado a que me digas demasiado poco. Cuesta diferenciar qué resultará más útil.
– Lo sé.
– Seguro que sí. -Me acompañó a la puerta-. Y por cierto, tu tarifa es únicamente un uno y medio por ciento del dinero del seguro. Creo que mencioné que la póliza tenía una cláusula de indemnización doble y el asesinato se considera muerte accidental.
– Lo sé -dije-. Siempre me he preguntado por qué.
El Distrito 68 se encuentra en la calle Sesenta y Cinco, entre la Tercera y la Cuarta Avenida, extendiéndose hacia el límite de Bay Ridge y Sunset Park. En el lado sur de la calle emergía un complejo de viviendas subvencionadas; al otro lado, la comisaría parecía sacada del período cubista de Picasso; cubos salientes y zonas empotradas. La estructura me recordaba a un edificio del East Harlem y más tarde supe que los había diseñado el mismo arquitecto.
El edificio tenía seis años por aquel entonces, según indicaba la placa de la entrada, donde también aparecían los nombres del arquitecto, del jefe de policía, del alcalde y de algunos otros personajes ilustres en un intento de plasmar una inmortalidad municipal. Me quedé allí y leí la placa como si guardara un mensaje especial para mí. Después me dirigí al mostrador de recepción y dije que quería ver al detective Calvin Neumann. El oficial hizo una llamada y me indicó que entrara en la sala de reunión de la brigada.
El interior del edificio era limpio, espacioso y bien iluminado. Aunque ya llevaba demasiados años abierto como para empezar a aparentar lo que realmente era.
La sala en la que entré contenía una hilera de archivadores de metal gris, una fila de consignas de metal y filas dobles de escritorios de acero de metro y medio. Junto al dispensador de agua, un hombre trajeado hablaba con otro hombre en camisa. En el calabozo había un borracho que cantaba algo carente de melodía, en español.
Reconocí a uno de los detectives que estaban sentados, pero no podía recordar su nombre. El no levantó la vista. Al otro lado de la sala, otro hombre me resultaba familiar. Me dirigí hacia un hombre al que no conocía y él me señaló a Neumann, que se encontraba dos escritorios hacia el otro lado.
Estaba rellenando un informe y me quedé allí hasta que terminó lo que estaba mecanografiando. Alzó la mirada y dijo:
– ¿Scudder? -Me indicó que me sentara. Se giró sobre su silla para mirarme a la cara y señaló hacia la máquina de escribir.
»Esto no te lo dicen. No te dicen las horas que te tienes que tirar pasando a máquina semejante cantidad de estupideces. Nadie se da cuenta de que gran parte de este trabajo consiste en labores de oficina.
– Esa parte es la que cuesta menos echar de menos.
– Yo no creo que la echara nada de menos. -Bostezó exageradamente-. Eddie Koehler te dio unas calificaciones muy altas. Lo llamé, como me sugeriste. Me dijo que eres bueno.
– ¿Conoces a Eddie?
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