Lawrence Block - Cuando el antro sagrado cierra

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Matt Scudder fue policía de Nueva York. Ahora es un detective sin licencia que saca las castañas del fuego a sus amigos. Se divorció de su mujer, y ahora vive en un modesto hotel del West Side. Pero su verdadero hogar se encuentra en cualquiera de los bares de su zona, la clientela habitual forma su familia. Corre el verano de 1975, y Matt anda comprometido con varios favores a amigos. En primer lugar, debe salvar de sospechas a Tommie Tillary, un hombre de negocios de ropas estridentes cuya mujer ha sido asesinada. Matt Scudder no dejará de beber ni un instante, pero se mantendrá lo suficientemente lúcido como para encontrar la solución, hallando la inspiración en el fondo de la botella.

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– No. Yo no les he dicho nada porque Kaplan no me ha dejado. No me han podido hacer nada porque aún no me han acusado, pero según Kaplan van a intentarlo. Me dijeron que no saliera de la ciudad. ¿Te lo puedes creer? Mi mujer está muerta, el titular del Post dice: «Marido interrogado por el robo con homicidio». ¿Qué creen que voy a hacer? ¿Irme a pescar unas jodidas truchas a Montana? «No salga de la ciudad.» Cuando ves esa mierda en televisión, te crees que nadie puede hablar así en la vida real. Aunque seguro que es precisamente de la tele de donde se sacan esas frasecitas.

Esperé a que me dijera lo que quería de mí. Y no tuve que esperar mucho.

– Te he llamado porque -me explicó- Kaplan cree que deberíamos contratar a un detective. Él cree que a lo mejor estos tipos comentaron algo en su vecindario, que tal vez estuvieron jactándose del crimen delante de sus amigos y que puede que haya algún modo de demostrar que ellos cometieron el asesinato. Dice que la poli no se parará a investigar eso si ahora quieren volcarse en involucrarme a mí.

Le expliqué que yo no tenía ningún tipo de permiso oficial, que no tenía licencia y que no podía rellenar informes.

– No hay problema -insistió-. Le he dicho a Kaplan que lo que quiero es alguien en quien pueda confiar. Matt, no creo que puedan acusarme porque tengo coartada y no podría haber estado donde tendría que haber estado si hubiera hecho lo que ellos dicen que hice. Pero cuanto más se alargue todo este proceso, peor será para mí. Quiero que se aclare, quiero ver en los periódicos que esos cabrones hispanos fueron los autores de todo y que yo no tuve nada que ver. Quiero ver eso escrito y lo quiero por mí, pero también por la gente con la que hago negocios, por mis familiares y por los de Peg y por todas las maravillosas personas que me han votado. ¿Recuerdas aquel concurso, Amateur Tour? «Quiero dar las gracias a mamá, a papá, a la tía Edith y a mi profesora de piano, la señorita Pelton y a todas las maravillosas personas que me han votado.» Escucha, nos reuniremos con Kaplan en su oficina, escucharás lo que el hombre tiene que decir, me harás un favor grandísimo y además te llevarás unos dólares. ¿Qué me dices, Matt?

Él quería alguien en quien poder confiar. ¿Le habría contado Carolyn de Carolina lo mucho que se podía confiar en mí?

¿Cuál fue mi respuesta? Dije que sí.

7

Tomé el tren hasta Brooklyn. Fue solamente una parada. Me reuní con Tommy Tillary en la oficina de Drew Kaplan en Court Street, a unas calles del Ayuntamiento de Brooklyn. Al lado había un restaurante libanés. En la esquina, una tienda especializada en artículos de Oriente Medio lindaba con un anticuario repleto de mobiliario de madera de roble lavada, de lámparas de bronce y de camas. Delante del edificio de Kaplan había un hombre negro sin piernas sobre una plataforma de ruedas. Junto a él tenía una caja de puros abierta que contenía un par de billetes de un dólar y muchas monedas. Llevaba unas gafas de sol con montura de carey y delante de él había un letrero escrito a mano que decía: «Que no os engañen las gafas de sol. Solamente me faltan las piernas, no estoy ciego».

La oficina de Kaplan estaba revestida de madera y tenía sillas de piel y archivadores de roble que bien podrían haber salido de la tienda de la esquina. Su nombre y los nombres de dos socios estaban pintados sobre el cristal de la puerta de la entrada con un estilo de letra antiguo en dorado y negro. Los diplomas enmarcados que colgaban de la pared de su despacho mostraban que había conseguido su licenciatura en Adelphi y su especialidad en la Facultad de Derecho de Brooklyn. Sobre la mesa victoriana de roble había fotografías de su esposa y de sus hijos pequeños. Un clavo de ferrocarril de bronce servía como pisapapeles. Y de la pared que había junto al escritorio colgaba un reloj de péndulo que iba marcando la tarde. Con su traje fino de raya diplomática gris y su corbata amarilla de lunares, se le veía a la moda, aunque guardando un toque conservador. Debía de tener treinta y pocos años y las fechas de sus diplomas parecían confirmarlo. Era más bajo que yo y, por supuesto, mucho más bajo que Tommy. Era esbelto, estaba cuidadosamente afeitado, tenía el pelo y los ojos oscuros y una sonrisa ligeramente torcida. Su apretón de manos era medianamente firme y su mirada directa, aunque calculadora.

Tommy llevaba su bléiser color burdeos, pantalones de franela grises y unos mocasines blancos. La tensión se apreciaba en el contorno de sus ojos azules y de su boca. Su tez se veía cetrina, como si el nerviosismo hubiera hecho que la sangre no le llegara a la piel.

– Lo que queremos que hagas -dijo Drew Kaplan- es que encuentres una llave en uno de los bolsillos de sus pantalones, en los de Herrera o en los de Cruz. Esa llave pertenece a una de las consignas que hay en Penn Station donde se encuentra un cuchillo de treinta centímetros con las huellas de los dos y la sangre de ella.

– ¿De eso se trata?

Él sonrió.

– Digamos que no hay nada que perder. La situación no es tan mala. Lo que ellos tienen es un testimonio dudoso de un par de latinos que han estado metiéndose en líos desde que salieron de su país. Aunque también tienen lo que ellos creen que es un buen motivo por parte de Tommy.

– ¿Y eso es?

Estaba mirando a Tommy cuando pregunté. Apartó la mirada.

Kaplan dijo:

– Un triángulo marital y un fuerte motivo económico. Margaret Tillary recibió algo de dinero la primavera pasada tras la muerte de su tía. Aún no se ha designado albacea, pero la cuantía sobrepasa el medio millón de dólares.

– Pero se quedará en menos cuando estos le metan mano -dijo Tommy-. En mucho menos.

– Y además está el seguro. Tommy y su mujer tenían cada uno un seguro de vida y se habían nombrado beneficiarios el uno al otro. Ambos tenían cláusulas de doble indemnización por un valor de… -Consultó un papel que tenía sobre la mesa-. Ciento cincuenta mil dólares que, al duplicarse por muerte accidental, se convierten en trescientos mil dólares. En este punto tenemos unos siete u ochocientos mil motivos para cometer un asesinato.

– Así se habla -dijo Tommy.

– Y, además, Tommy anda un poco mal de dinero. Este año no le ha ido bien en las apuestas y están empezando a presionarlo un poco.

– Pero eso no significa nada -terció Tommy.

– Estoy exponiendo lo que diría la poli, ¿de acuerdo? Debe dinero por la ciudad, tiene dos pagos atrasados del Buick. Y por si fuera poco se está tirando a esa chica de la oficina, va de bar en bar con ella y muchas noches no vuelve a casa…

– Rara vez, Drew. Casi siempre volvía a dormir a casa y si no me daba lugar a meterme en la cama, al menos pasaba para darme una ducha y desayunar con Peg.

– ¿Y qué desayunabas? ¿Dexamyl? [10]

– Pues a veces sí. Tenía una oficina a la que ir, un trabajo que hacer.

Kaplan se sentó en el borde de su escritorio y cruzó las piernas por encima del tobillo.

– Para ellos todo esto servirá como motivo -dijo-. Pero se les pasan un par de detalles. Uno es que él amaba a su esposa y ¿cuántos maridos engañan? ¿Qué es lo que dicen? El noventa y nueve por ciento admiten que engañan y, ¿el uno por ciento miente? Y dos, tiene deudas pendientes, pero no es ningún muerto de hambre. Es un tío que gana mucha pasta a lo largo del año, pero que despilfarra y que durante años ha estado un mes forrado y corto de dinero al siguiente.

– Acabas acostumbrándote -dijo Tommy.

– Además, las cifras parecen una fortuna, pero son bastante comunes. Medio millón es sustancioso, pero como Tommy ha dicho, después de que le apliquen impuestos se reducirá bastante y parte de ello es el título de propiedad de la casa que ha estado ocupando durante años. Un seguro de ciento cincuenta mil dólares para un cabeza de familia no es tan elevado y es bastante común que el de la esposa tenga la misma cobertura. Hay un montón de compañías de seguros que redactan pólizas de ese tipo. Hacen que parezca bastante lógico y por eso no te fijas en el hecho de que tú realmente no necesitas recibir tanta cobertura de una persona de la que no dependes económicamente. -Extendió las manos-. De todos modos, las pólizas se firmaron hace unos diez años. No se trata de un seguro que haya firmado la semana pasada.

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