Lawrence Block - Cuando el antro sagrado cierra

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Matt Scudder fue policía de Nueva York. Ahora es un detective sin licencia que saca las castañas del fuego a sus amigos. Se divorció de su mujer, y ahora vive en un modesto hotel del West Side. Pero su verdadero hogar se encuentra en cualquiera de los bares de su zona, la clientela habitual forma su familia. Corre el verano de 1975, y Matt anda comprometido con varios favores a amigos. En primer lugar, debe salvar de sospechas a Tommie Tillary, un hombre de negocios de ropas estridentes cuya mujer ha sido asesinada. Matt Scudder no dejará de beber ni un instante, pero se mantendrá lo suficientemente lúcido como para encontrar la solución, hallando la inspiración en el fondo de la botella.

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– ¿Está cargada?

– No serviría de mucho si no lo estuviera, ¿no? No puedo apuntar a un ladrón y gritar ¡ bang! -dijo-. La cargó antes de dármela.

– ¿Te la dio Tommy?

– Ajá. -Extendió el brazo y sostuvo el arma mientras miraba a su alrededor buscando a un ladrón imaginario-. Bang -dijo-. No me dejó balas, solamente el arma cargada. Así que si disparara a un ladrón, tendría que pedirle más balas al día siguiente.

– ¿Y por qué te la dio?

– Está claro que no para que fuera a cazar patos. -Se rió-. Para protegerme. Le dije que a veces me ponía muy nerviosa, ya sabes, soy una chica que vive sola en esta ciudad y un día me la trajo. Me dijo que la había comprado para ella, para que se protegiera, pero que ella ni se atrevería a cogerla. -Estalló en una carcajada.

– ¿Qué te hace tanta gracia?

– Es que eso es lo que dicen todos: «Mi mujer nunca cogería un arma». Como puedes ver, tengo una mente muy sucia, Matthew.

– No hay nada de malo en eso.

– Te dije que el burbon era una mierda. Saca lo peor de una persona. Podrías besarme.

– Podrías apartar esa pistola.

– ¿Tienes algo en contra de besar a una mujer que tenga un arma en la mano? -Giró sobre el sofá hacia su izquierda, metió el revólver en el cajón y lo cerró-. Lo guardo en la mesilla de noche -explicó-. Así lo tengo a mano en caso de emergencia. Esto se convierte en cama.

– No te creo.

– ¿Ah, no? ¿Quieres que te lo demuestre?

– Deberías…

Y así, acabamos haciendo lo que hacen dos adultos cuando se quedan solos. El sofá se convirtió en una cama de tamaño bastante aceptable y nos echamos sobre ella, con las luces apagadas y la habitación únicamente iluminada por dos velas metidas en dos botellas de vino forradas de paja. La música sonaba desde la FM. Su cuerpo era dulce, su boca se mostraba sedienta, su piel era perfecta. Produjo gran cantidad de sonidos ardientes y algún que otro habilidoso movimiento hasta que por fin gimió.

Después, hablamos y tomamos más burbon y al rato ella se quedó dormida. La cubrí con la sábana y con una manta de algodón. Yo también podría haberme dormido, pero decidí vestirme y marcharme a casa. Porque, ¿qué mujer en su sano juicio querría amanecer al lado de Matt Scudder?

De camino a casa, me detuve en el pequeño establecimiento sirio y le pedí al camarero que abriera dos botellas de Molson Ale.

Fui a mi habitación, me senté en la cama con los pies apoyados en el alféizar de la ventana y bebí de una de las botellas.

Pensé en Tillary. ¿Dónde estaría? ¿En la casa donde ella había muerto? ¿Se estaría quedando en casa de algún amigo o de algún familiar?

Me lo imaginé en las barras de los bares o en la cama de Carolyn mientras un ladrón estaba asesinando a su mujer y me pregunté qué pensaría él al respecto… Si es que acaso pensaba en ello.

Y de repente mis pensamientos se centraron en Anita, sola en Syosset con los niños. Temí por ella, la vi amenazada, aterrorizada ante el peligro. Sentí que se trataba de un miedo irracional y, tras un momento, pude comprender que esa sensación era algo que me había traído de casa de Carolyn Cheatham prendido de su aroma. Me la había traído conmigo y estaba cargando con la culpa de Tommy Tillary.

¡Al demonio con todo! No necesitaba el sentimiento de culpa de Tommy. Ya tenía suficiente con el mío propio.

6

Fue un fin de semana tranquilo. Hablé con mis hijos, aunque no vinieron. El sábado por la tarde me gané cien dólares por acompañar a uno de los chicos del anticuario desde el Armstrong's. Fuimos juntos en taxi hasta la calle Setenta y Cuatro Este, donde recogimos ropa y otras posesiones del apartamento de su ex amante. El ex novio tenía entre diez y veinte kilos de más, parecía estar amargado y tener muy mala leche.

– No me creo esto, Gerald -dijo él-. ¿De verdad has traído un guardaespaldas o es este tío mi sustituto para el verano? De cualquier modo, no sé si sentirme halagado o insultado.

– Seguro que te haces una idea -le dijo Gerald.

En el taxi de vuelta al West Side, Gerald dijo:

– La verdad es que sí que quiero a ese hijo de puta, Matthew, y que me jodan si puedo averiguar el porqué. Gracias por esto, Matthew. Podría haber alquilado a un matón por cinco dólares la hora, pero tu presencia ha sido importantísima. ¿Has visto lo dispuesto que estaba para recordar que la lámpara Handel era suya? ¡Y una mierda suya! Cuando lo conocí ni siquiera sabía quién era Handel; no sabía nada de las lámparas ni tampoco del compositor. Lo único que sabe hacer es negociar con la pasta, [9]ya sabes, siempre está regateando. Es como si yo ahora intentara pagarte cincuenta dólares en lugar de los cien que habíamos acordado. Es broma, querido. No tengo ningún problema en pagarte los cien, es más, creo que te mereces cada centavo.

El domingo por la noche Bobby Ruslander me encontró en el Armstrong's. Me dijo que Skip me estaba buscando. Que estaba en el Miss Kitty's y, que si tenía un minuto, me pasara por allí. En aquel momento me venía bien y Bobby me acompañó.

Hacía un poco más de fresco; lo peor de la ola de calor había azotado durante el sábado y había caído un poco de lluvia que había refrescado las calles. Un camión de bomberos pasó por delante de nosotros mientras esperábamos a que cambiara el semáforo. Cuando el sonido de la sirena cesó, Bobby dijo:

– Menudo follón.

– ¿Sí?

– Ya te contará.

Cuando cruzamos la calle, añadió:

– Jamás lo he visto así, ¿me entiendes? Arthur nunca pierde los nervios.

– Nadie más lo llama Arthur.

– Nadie lo ha llamado nunca así. Ni siquiera cuando éramos niños. Todo el mundo lo llama Skip, pero yo soy su mejor amigo y lo llamo por su verdadero nombre.

Cuando llegamos allí, Skip le lanzó a Bobby un paño y le pidió que ocupara su puesto.

– Como camarero da pena, pero al menos no roba mucho -comentó él.

– Eso es lo que tú te crees -le respondió Bobby.

Entramos en una habitación que había en la parte trasera y Skip cerró la puerta. Había un par de viejos escritorios, dos sillas giratorias y una silla con el respaldo recto; un perchero, un archivador y vieja caja fuerte Mosler, grande, más alta que yo.

– Ahí es donde deberían estar los libros -dijo él, señalando hacia la caja fuerte-. Pero John y yo somos demasiado listos como para haberlos guardado ahí. Si realizan una inspección, es el primer lugar donde van a mirar, ¿verdad? Así que ahí lo único que hay son cien dólares en metálico, algunos papeles sin importancia, el contrato de alquiler del local, el acuerdo de sociedad que firmamos los dos, sus papeles del divorcio y cosas así. Es genial. Hemos salvado toda esa mierda y hemos permitido que alguien se llevara lo que realmente importaba.

Encendió un cigarrillo.

– La caja fuerte ya estaba aquí cuando alquilamos el local -siguió diciendo- y nos salía más caro deshacernos de ella, así que la heredamos. Aquí podrías meter un cadáver, si tuvieras alguno rondando por ahí. Así nadie lo robaría. Ha llamado… ese cabrón que robó los libros.

– ¿Sí?

El asintió.

– Pide un rescate: «Tengo algo vuestro y podéis recuperarlo».

– ¿Puso algún precio?

– No. Ha dicho que volverá a llamar.

– ¿Reconociste la voz?

– Parecía fingida.

– ¿Qué quieres decir?

– Como si no fuera su voz real. De todos modos, no la reconocí. -Entrelazó las manos y estiró los brazos para hacer crujir sus nudillos-. Se supone que tengo que sentarme y esperar a que llame.

– ¿Cuándo te llamó?

– Hace unas horas. Estaba trabajando, me llamó aquí. Menudo comienzo de noche.

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