Lawrence Block - Cuando el antro sagrado cierra

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Matt Scudder fue policía de Nueva York. Ahora es un detective sin licencia que saca las castañas del fuego a sus amigos. Se divorció de su mujer, y ahora vive en un modesto hotel del West Side. Pero su verdadero hogar se encuentra en cualquiera de los bares de su zona, la clientela habitual forma su familia. Corre el verano de 1975, y Matt anda comprometido con varios favores a amigos. En primer lugar, debe salvar de sospechas a Tommie Tillary, un hombre de negocios de ropas estridentes cuya mujer ha sido asesinada. Matt Scudder no dejará de beber ni un instante, pero se mantendrá lo suficientemente lúcido como para encontrar la solución, hallando la inspiración en el fondo de la botella.

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El barrio donde Miguelito Cruz había vivido con su abuela era tal y como Neumann lo había descrito. Había varios solares libres, uno de ellos estaba protegido con vallas de alambre y los otros estaban abiertos y llenos de escombros. En uno había unos niños jugando en el esqueleto quemado de un Volkswagen Escarabajo. Cuatro edificios de tres plantas con fachadas de ladrillo festoneado formaban una fila en la zona norte del vecindario, más cerca de la Segunda Avenida que de la Tercera. Los edificios que los rodeaban a ambos lados habían sido derribados y los nuevos flancos de ladrillo estaban cubiertos de grafitis por la parte de abajo.

Cruz había vivido en el edificio más cercano a la Segunda Avenida, el más cercano al río. En el vestíbulo, los azulejos que no habían desaparecido estaban partidos y la pintura se caía a cachos. En una pared había empotrados seis buzones de correo cuyas cerraduras se habían roto y arreglado una y otra vez. No había timbres a los que llamar, ni tampoco había cerrojo en la puerta principal. La abrí y subí dos tramos de escaleras. El hueco de la escalera encerraba aroma a comida, olor a roedor y un ligero hedor a orina. Todos los viejos edificios que alojaban a los pobres olían así. Las ratas morían junto a las paredes, los niños y los borrachos se meaban. El edificio de Cruz no era peor que otros miles.

La abuela vivía en el piso de arriba en un apartamento perfectamente arreglado y lleno de estampas de santos y de pequeños santuarios iluminados por velas diminutas. Si hablaba algo de inglés, no me dio la oportunidad de saberlo.

Nadie respondió cuando llamé a la puerta del apartamento que se encontraba al final del pasillo.

Al bajar hacia la calle, pasé por un apartamento de la segunda planta. Se encontraba justo debajo del de los Cruz y estaba ocupado por una mujer hispana de piel muy oscura y lo que parecían cinco niños de menos de seis años. La televisión y la radio estaban encendidas en el salón y había otra radio en la cocina. Los niños no paraban de moverse y al menos dos de ellos estaban llorando o gritando. La mujer me ayudó todo lo que pudo, pero no sabía mucho inglés y resultaba imposible concentrarse en nada en aquel lugar.

En una puerta al otro lado del pasillo nadie respondió a mi llamada. Podía oír la televisión encendida y seguí llamando. Finalmente, la puerta se abrió. Un hombre gordísimo en ropa interior abrió la puerta y volvió a entrar sin decir una palabra, evidentemente asumiendo lo que vendría a continuación. Tras él, pasé por delante de varias habitaciones repletas de viejos periódicos y de latas vacías de Pabst Blue Ribbon, hasta llegar al salón, donde se sentó en un sillón de muelles para seguir viendo un concurso. El color de la televisión estaba distorsionado y hacía que las caras de los concursantes cambiaran de un modo muy curioso, pasando del rojo al verde en un momento.

Era blanco, con un pelo lacio que antes habría sido rubio, pero que ya se había vuelto casi completamente gris. El gran peso con el que cargaba hacía difícil calcular su edad, pero tendría entre cuarenta y sesenta. No se había afeitado en varios días y no debía de haberse bañado ni cambiado las sábanas de su cama en meses. Apestaba, su piso apestaba, pero a pesar de ello, yo me quedé allí e hice preguntas. Cuando entré, le quedaban tres cervezas de un paquete de seis; se las bebió una tras otra y atravesó el piso descalzo para regresar al salón con otras seis cervezas recién sacadas de la nevera.

Se llamaba Illing, dijo, Paul Illing y había oído hablar de Cruz por televisión; le parecía horrible, pero no le sorprendía. No le sorprendió en absoluto. Me dijo que había vivido allí toda su vida y que antes había sido un barrio agradable, con gente decente que se respetaban a sí mismos y a sus vecinos. Pero ahora existía ese elemento negativo y, ¿qué se podía esperar?

– Viven como animales -me dijo-. No te lo puedes imaginar.

La pensión en la que vivía Ángel Herrera era un edificio de ladrillo rojo de cuatro plantas y la planta de abajo estaba ocupada por una lavandería con lavadoras que funcionaban con monedas. Un par de hombres de veintitantos años estaban tirados en la entrada, bebiendo cerveza de unas latas metidas en bolsas de papel marrón. Pregunté por la habitación de Herrera. Se dieron cuenta de que era un poli; lo pude apreciar en sus caras y en la tensión que se marcó en sus hombros. Uno de ellos me dijo que probara en la cuarta planta.

Por encima del resto de olores que flotaban en el vestíbulo, destacaba el olor a marihuana. Una mujer diminuta, con el pelo negro y los ojos brillantes, estaba de pie en el rellano de la tercera planta. Llevaba un delantal y sostenía un periódico doblado, El Diario, uno de los periódicos redactados en español. Le pregunté por la habitación de Herrera.

– Veintidós -dijo y señaló hacia las escaleras que llevaban hacia arriba-. Pero no está. -Fijó su mirada en la mía-. ¿Sabes dónde está?

– Sí.

– Entonces sabes que no está aquí. Su puerta está cerrada.

– ¿Tienes la llave?

Me miró con aspereza.

– ¿Eres poli?

– Ya no.

Su risa resultó brusca, inesperada.

– ¿Es que te echaron? ¿No tienen trabajo para los polis porque todos los sinvergüenzas están encerrados? Si quieres entrar en la habitación de Ángel, venga, te abro.

Un candado barato protegía la puerta de la habitación 22. Probó con tres llaves antes de dar con la correcta, abrió la puerta y entró delante de mí. Un cordón colgaba de una bombilla del techo y caía sobre el estrecho cabecero de hierro de la cama. Ella tiró del cordón y levantó una persiana para iluminar la habitación un poco más.

Miré por la ventana, caminé por la habitación, examiné el contenido del armario y de la pequeña cómoda. Había varias fotografías en marcos cutres sobre el pequeño mueble y media docena de instantáneas sueltas. Dos mujeres distintas y varios niños. En una de ellas, un hombre y una mujer vestidos en traje de baño miraban a la cámara con los ojos entrecerrados por el sol, con el oleaje de fondo. Le mostré la fotografía a la mujer e identificó al hombre como Herrera. Yo había visto su foto en el periódico, junto a Cruz y a los dos oficiales de policía que los acompañaban, pero en la primera instantánea parecía un hombre completamente distinto.

La mujer era la novia de Herrera. La mujer que aparecía en otras fotos con los niños era la mujer de Herrera en Puerto Rico. Era un buen chico. Herrera era un buen chico. Eso fue lo que la mujer me aseguró. Era educado, mantenía limpio su cuarto, no bebía demasiado ni ponía la radio alta por la noche. Y adoraba a sus hijos. Siempre que tenía dinero, lo enviaba a Puerto Rico.

La Cuarta Avenida tenía una iglesia de media por barrio: la Metodista noruega, la Luterana alemana, la del Séptimo Día de Adviento española y una llamada el Tabernáculo de Salem. Todas estaban cerradas y, para cuando quise llegar, la de San Miguel también lo estuvo. Era lo suficientemente ecuménico a la hora de dar mi diezmo, pero los católicos se llevaban la mayor parte de mi dinero porque estaban abiertos más horas. Sin embargo, para cuando salí del hostal de Herrera y me paré a tomar una rápida en un bar de la esquina, San Miguel ya estaba cerrada a cal y canto, al igual que la de sus vecinos protestantes.

A dos manzanas de allí, entre una bodega [14] y un salón de apuestas, un cristo demacrado se retorcía de dolor sobre una cruz en el ventanal de la fachada de una iglesia. Había un par de bancos sin respaldo dentro, delante de un pequeño altar y en uno de ellos dos mujeres sin forma vestidas de negro estaban acurrucadas la una junto a la otra en silencio y sin moverse.

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