– No en este caso, no tras veintisiete años de abusos sexuales y dos vidas destrozadas, la muerte de sus sueños. Aquí no hay comprensión ni perdón que valgan. De ninguna manera.
Se levantó del reclinatorio y se alejó.
A sus espaldas, una voz trémula y angustiada rezaba:
– No te inquietes a causa de los malhechores… como hierba rápidamente se marchitarán… confía en el Señor… Él satisfará los deseos de tu corazón… los malhechores serán sesgados.
Sintiendo que le faltaba el aire, Lynley abrió la puerta de la iglesia y aspiró hondo el frescor de la noche.
Lady Helen se apoyaba en el borde de un sarcófago cubierto de liquen, observando a Gillian, que estaba junto a la pequeña tumba bajo los cipreses, la rubia cabeza inclinada, en meditación o plegaria. Oyó los pasos de Lynley pero no se movió, ni siquiera cuando él llegó a su lado y notó la firme presión de su brazo.
– Vi a Deborah -le dijo por fin.
– Ah. -Siguió mirando la esbelta figura de Gillian-. Pensé que podrías verla, Tommy. Confiaba en que no llegaras a encontrarla, pero pensaba que era probable.
– Sabías que estaban en Keldale. ¿Por qué no me lo dijiste?
Ella siguió sin mirarle, pero por un momento bajó los ojos.
– ¿Qué podía decirte, al fin y al cabo? Ya lo habíamos dicho, muchas veces. -Titubeó, deseosa de olvidar el asunto, de eliminar aquel tema entre ellos de una vez por todas. Pero el abismo temporal constituido por los muchos años de su amistad no se lo permitía-. ¿Fue muy duro para ti?
– Al principio sí.
– ¿Y luego?
– Luego vi que ella le quiere, como tú en otro tiempo.
Una breve y penosa sonrisa apareció brevemente en los labios de Helen.
– Sí, como yo en otro tiempo.
– ¿De dónde sacaste la fortaleza para dejar que Saint James se marchara, Helen? ¿Cómo pudiste sobrevivir a eso?
– Oh, salí del paso a duras penas. Además, siempre estabas cerca, Tommy, y me ayudabas. Siempre fuiste mi amigo.
– Como tú. Mi mejor amiga.
Ella rió quedamente al oír estas palabras.
– Los hombres dicen eso de los perros, ¿sabes? No estoy segura de que deba sentirme halagada.
– ¿Pero te halaga?
– Desde luego. -Ella se volvió entonces y contempló su semblante. Seguían en él las huellas de la fatiga, pero el peso de la tristeza se había aligerado. No había desaparecido, eso no ocurriría con rapidez, pero se estaba disolviendo, haciéndole salir de su fijación en el pasado-. Lo peor ha quedado atrás, ¿no es cierto?
– Sí, tienes razón. Creo que estoy preparado para seguir adelante. -Le tocó la cabellera y sonrió.
Se abrió la puerta del cementerio y lady Helen vio por encima del hombro de Lynley a la sargento Havers, la cual avanzó más despacio al verles juntos, pero se aclaró la garganta, como advirtiendo su intrusión, y se dirigió a ellos rápidamente.
– Hay un mensaje de Webberly para usted, señor -le dijo a Lynley-. Stepha lo tenía en la hostería.
– ¿Qué clase de mensaje?
– Me temo que es su criptograma habitual. -Le entregó el papel-. “Identificación positiva. Londres verifica. York informado anoche” -leyó-. ¿Tiene esto algún sentido para usted?
Él leyó las palabras, dobló el papel y miró sombríamente las colinas que se alzaban más allá del cementerio.
– Sí -replicó-, está perfectamente claro.
– ¿Russell Mowrey? -preguntó Havers perceptivamente. Cuando el inspector asintió, ella prosiguió-: De modo que fue a Londres para denunciar a Tessa en Scotland Yard. Qué extraño. ¿Por qué no acudiría a la policía de York? ¿Qué podría hacer Scotland…?
– No. Fue a Londres para ver a su familia, tal como Tessa supuso, pero no llegó más allá de la estación de King’s Cross.
– ¿La estación de King’s Cross? -repitió Havers.
– Allí fue donde el Destripador le atacó, Havers. Su foto estaba clavada en el despacho de Webberly.
Lynley fue solo a la hostería. Caminó por la calle de la iglesia y se detuvo un momento en el puente, como había hecho la noche anterior. El pueblo estaba en silencio, pero, mientras echaba un vistazo final a Keldale, oyó un portazo. Una chiquilla pelirroja bajó corriendo los escalones traseros de su casa y se dirigió a un cobertizo. Desapareció un momento y salió poco después, arrastrando por el suelo un gran saco de forraje.
– ¿Dónde está Dougal ? -le preguntó Lynley.
Bridie alzó la vista. Su cabello rizado atrapaba la luz del sol otoñal, contrastando con el pullover verde brillante, demasiado grande para ella.
– Está adentro. Hoy le duele el estómago.
Lynley se preguntó ociosamente cómo era posible diagnosticar un dolor de estómago en un pato salvaje, y pensó que lo más sensato sería dejarlo correr.
– ¿Entonces por qué le das de comer?
Ella reflexionó la pregunta, mientras se rascaba la pierna izquierda con la punta del pie derecho.
– Mamá dice que debería comer. Lo ha mantenido caliente todo el día y, según ella, ahora puede comer algo.
– Parece una buena enfermera.
– Lo es.
Le saludó agitando una mano regordeta y desapareció en la casa, llena de vida y con sus sueños intactos.
El inspector cruzó el puente y entró en la hostería. Stepha estaba detrás del mostrador de recepción, y cuando le vio se levantó y abrió la boca para hablar.
Él se lo impidió.
– El hijo que tuviste era de Ezra Farmington, ¿verdad? -le dijo sin preámbulos -. El formaba parte de la locura y la alegría que deseabas después de la muerte de tu hermano, ¿no es cierto?
– Thomas…
– ¿Lo era?
– Sí.
– ¿Te quedas mirándoles cuando él y Nigel se atormentan mutuamente por ti? ¿Te diviertes cuando Nigel se emborracha en la Paloma y el Silbato, confiando en encontrarte con Ezra en esta casa, al otro lado de la calle? ¿O rehúyes el conflicto con la ayuda de Richard Gibson?
– Eso es injusto.
– ¿Lo es? ¿Sabes que Ezra cree que ya no puede seguir pintando? ¿Te interesa saberlo, Stepha? Ha destruido su obra. Las únicas pinturas que ha salvado son tus retratos.
– No puedo ayudarle.
– No quieres.
– Eso no es cierto.
– No quieres ayudarle -repitió Lynley-. Por alguna razón, él todavía te quiere, y también desea el niño, quiere saber dónde está, qué hiciste con él, quién lo tiene. ¿Te has molestado siquiera en decirle si era niño o niña?
Ella bajó la vista.
– Es una niña… La adoptó una familia de Durham. Tenía que ser así.
– Y también tenía que ser el castigo de Ezra, ¿verdad?
Stepha le miró entonces.
– ¿Por qué? ¿Por qué habría de castigarle?
– Por poner fin a la absurda diversión que deseabas, por insistir en tener algo más contigo, por estar dispuesto a correr riesgos, por ser todas las cosas que tú temías demasiado ser.
Ella no replicó. No tenía ninguna necesidad de hacerlo cuando él podía leer la respuesta tan claramente en su rostro.
Gillian no había querido ir a la granja. Era el escenario de muchos horrores de su infancia, un lugar que quería enterrar en el pasado. Lo único que había deseado ver era la tumba del niño. Y ahora estaba dispuesta a partir. Los demás, aquél grupo de amables desconocidos que se habían cruzado en su vida, no le hicieron preguntas. La acomodaron en el coche grande y plateado y la condujeron fuera de Keldale.
No sabía adónde la llevaban y no le importaba demasiado. Jonah se había ido. Nell estaba muerta. Y Gillian, fuera quien fuese, aún tenía que ser descubierta. Ella no era más que un caparazón. No quedaba nada más.
Lynley miró a Gillian por el retrovisor. No estaba seguro de lo que ocurriría, ni si estaba haciendo lo más apropiado. Actuaba por instinto, un instinto ciego que insistía en que algo debía surgir, como un fénix triunfante, de las cenizas de aquel día.
Читать дальше