Elizabeth George - Una gran salvación

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Era un despropósito de la peor especie. Estornudó de una manera ruidosa, húmeda, totalmente imperdonable, en el rostro de la mujer. Llevaba tres cuartos de hora aguantándose, rechazando el estornudo como si fuera la vanguardia de Enrique Tudor en la batalla de Bosworth, pero al final se rindió, y después de hacerlo, para empeorar las cosas, empezó a hacer ruido con la nariz.
La mujer se lo quedó mirando. Era una de esas damas cuya presencia siempre le hacía sentirse como un imbécil. Medía más de metro ochenta y su atuendo, mal armonizado, revelaba la característica despreocupación indumentaria de la clase alta británica. De edad indefinida, intemporal, le escudriñaba con sus ojos azules, fríos como la hoja de una navaja, la clase de ojos que hacían saltar las lágrimas a muchas criadas cuatro décadas atrás. Debía de tener bastante más de sesenta años, quizás bordeaba los ochenta, pero nadie podría decirlo con exactitud. Permanecía erguida en su asiento, las manos entrelazadas sobre el regazo, en una postura aprendida en el colegio de señoritas que no permitía ni el menor movimiento propicio a la comodidad.

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– Ahora voy a buscar a Gillian, Roberta. Estaré presente mientras estén juntas. Debes tranquilizarte, no corres ningún peligro.

Estas últimas palabras parecían innecesarias, pues si la voluminosa muchacha sentía temor -si sentía algo, en definitiva- no daba señal alguna de que así fuera.

En la sala de observación, Gilllian se puso en pie, con un movimiento vacilante, poco natural, como si la impulsara hacia arriba y adelante una fuerza distinta a la de su libre voluntad.

– Cariño, no estás obligada a entrar ahí si temes hacerlo -le dijo su marido.

Ella no replicó y con el dorso de su mano, en cuya piel las marcas de las púas metálicas sobresalían como venas cutáneas, le acarició la mejilla. Era como si se despidiera de él para siempre.

– ¿Preparada? -preguntó Samuels desde la puerta abierta. Su aguda mirada efectuó una rápida evaluación de Gillian, determinando sus puntos fuertes y sus debilidades potenciales. Cuando ella asintió, le dijo claramente-: No tiene nada de qué preocuparse. Estaré presente, y hay varios enfermeros a escasa distancia, los cuales acudirían en seguida en caso de que fuese necesario reducirla.

– Parece usted creer que Bobby realmente podría hacer daño a alguien -dijo Gillian, y le precedió a la habitación contigua sin esperar respuesta.

Los demás observaban, esperando la reacción de Roberta cuando se abrió la puerta y entró su hermana. No reaccionó en absoluto. Su cuerpo enorme siguió balanceándose.

Gillian titubeó, con la mano en la puerta.

– Bobby -le dijo claramente, en tono sosegado, como un padre podría hablar a una criatura recalcitrante.

Al no obtener respuesta, la joven cogió una de las tres sillas y la colocó ante su hermana, directamente en su línea visual. Entonces se sentó. Roberta siguió mirando el punto indeterminado en la pared, como si no hubiera nadie delante de ella. Gillian miró al psiquiatra, el cual se había sentado a su lado, fuera del campo visual de Roberta.

– ¿Qué debo hacer…?

– Háblele de usted misma. Puede oírla.

Gillian arrugó la tela de su vestido, haciendo un esfuerzo para mirar el rostro de su hermana.

– He venido desde Londres para verte, Bobby -empezó a decir con voz temblorosa, pero a medida que hablaba fue ganando aplomo-. Ahora vivo allí, con mi marido. Me casé el noviembre pasado. -Miró a Samuels, el cual la alentó con un gesto de asentimiento-. Te parecerá divertido, pero me casé con un pastor protestante. Es difícil de creer que una chica tan católica se haya casado con un protestante, ¿verdad? ¿Qué diría papá si lo supiera?

Silencio. El rostro inexpresivo de Roberta no mostraba ningún signo de reconocimiento ni de interés. Era como si Gillian hablara con la pared. Se lamió los labios secos y prosiguió entrecortadamente:

– Tenemos un piso en Islington. No es muy grande, pero te gustaría. ¿Recuerdas cómo me gustaban las plantas? Tengo muchas en el piso, porque entra mucho sol por la ventana de la cocina. ¿Recuerdas que nunca podía conseguir que las plantas crecieran en la granja? Había demasiada oscuridad.

El balanceo continuó. El peso de Roberta hacía crujir la silla que ocupaba.

– También tengo un empleo. Trabajo en un sitio llamado Casa del Testamento. Lo conoces, ¿verdad? Allí viven jóvenes que escapan de sus casas. Mis tareas son muy diversas, pero lo que más me gusta es asesorar a los chicos. Dicen que les resulta fácil hablar conmigo. -Hizo una pausa-. ¿No quieres hablar conmigo, Bobby?

La muchacha respiraba pesadamente, como si estuviera narcotizada, su pesada cabeza colgaba a un lado. Era como si estuviese dormida.

– Me gusta Londres. Nunca lo habría creído posible, pero así es. Supongo que se debe a que ésa es la ciudad donde están mis sueños. Yo… quisiera tener un hijo. Ese es uno de mis sueños, y… y creo que me gustaría escribir un libro. Hay muchas historias que bullen dentro de mí, y quiero escribirlas. Como las hermanas Brönte. ¿Recuerdas cómo leíamos sus libros? Ellas también tenían sueños, ¿verdad? Creo que es importante tener sueños.

– Es inútil -dijo bruscamente Jonah Clarence. En cuanto su esposa salió del cuartucho, vio la trampa, comprendió que enfrentarla a su hermana era un retorno al pasado totalmente ajeno a él, del que no podía salvarla-. ¿Cuánto tiempo tiene que estar ahí dentro?

– Todo el que ella quiera -dijo Lynley-. Está en manos de Gillian.

– Pero puede ocurrir cualquier cosa. ¿Es que ella no lo comprende? -Jonah sentía deseos de ponerse en pie de un salto, abrir la puerta y llevarse de allí a su esposa. Era como si su mera presencia en la habitación, atrapada con la criatura horrible, con el ballenato que era su hermana, bastara para contaminarla y destruirla para siempre-. ¡Nell! -gritó furiosamente.

– Quiero hablarte de la noche en que me marché, Bobby -siguió diciendo Gillian, mirando el rostro de su hermana, esperando el más ligero movimiento que indicara comprensión y reconocimiento, que detuviera sus palabras-. No sé si lo recuerdas. Fue un día después de cumplir los dieciséis, por la noche. Yo… -Era demasiado, no podía seguir. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para sobreponerse y continuar-: Le quité dinero a papá. ¿No te lo dijo? Sabía adónde lo guardaba, el dinero para los gastos de la casa, y lo robé. Estaba mal, lo sé, pero… tenía que irme, era preciso que me alejara durante algún tiempo. Lo sabes, ¿verdad? -Necesitaba asegurarse, y repitió-. Lo sabes, ¿verdad?

¿Era ahora más rápido el balanceo de la silla o se debía sólo a la imaginación de los observadores?

– Fui a York, y tardé en llegar toda la noche. Fui a pie y haciendo autostop. Sólo tenía aquella mochila, ya sabes, la que usaba para llevar los libros a la escuela, y no tenía más que una muda. No sé en qué pensaba cuando huí de esa manera. Ahora parece una locura, ¿verdad? -Gillian sonrió brevemente a su hermana. El corazón le martilleaba en el pecho y cada vez le resultaba más laborioso respirar-. Cuando llegué a York amanecía. Nunca olvidaré la imagen de la catedral iluminada por la luz de la mañana. Era hermosa. Quería quedarme allí para siempre. -Se detuvo y apoyó las manos en el regazo, mostrando las cicatrices de los cortes. No podía evitarlo-. Me quedé en York todo aquel día. Estaba muy asustada, Bobby. Nunca había estado una noche fuera de casa, y no estaba segura de que quería ir a Londres. Pensé que sería más fácil regresar a la granja, pero… no podía…

– ¿Qué objeto tiene todo esto? -preguntó Jonah Clarence con voz ronca-. ¿De qué manera ayudará a Roberta?

Lynley le dirigió una mirada cautelosa, pero el hombre se había dominado, aunque apretaba el puño derecho.

– Cogí el tren de la noche. Paraba en muchas estaciones, y en cada una de ellas pensaba que me interrogarían, que papá podría haber avisado a la policía, o que él mismo habría salido en mi busca. Pero no sucedió nada, hasta que llegué a King’s Cross.

– No tienes que hablarle del macarra -susurró Jonah-. ¿Qué objeto tiene?

– King’s Cross había un hombre amable que me compró algo para comer. Le estuve muy agradecida, me pareció todo un caballero. Pero mientras comía y me hablaba de una casa que tenía y en la que yo podría vivir, entró otro hombre en la cafetería. Nos vio, se acercó a nosotros y dijo: “Ella viene conmigo”. Pensé que era un policía y que me haría volver a casa. Empecé a llorar y me aferré a mi amigo, pero él se zafó de mí y se fue a toda prisa de la estación. -Hizo una pausa, sumida en el recuerdo de aquella noche-. El nuevo hombre era muy diferente. Dijo que se llamaba George Clarence, que era clérigo y que el otro hombre quería llevarme al Soho para… llevarme al Soho -repitió con firmeza-Dijo que tenía una casa en Camden Town donde podría alojarme.

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