Elizabeth George - Una gran salvación

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Era un despropósito de la peor especie. Estornudó de una manera ruidosa, húmeda, totalmente imperdonable, en el rostro de la mujer. Llevaba tres cuartos de hora aguantándose, rechazando el estornudo como si fuera la vanguardia de Enrique Tudor en la batalla de Bosworth, pero al final se rindió, y después de hacerlo, para empeorar las cosas, empezó a hacer ruido con la nariz.
La mujer se lo quedó mirando. Era una de esas damas cuya presencia siempre le hacía sentirse como un imbécil. Medía más de metro ochenta y su atuendo, mal armonizado, revelaba la característica despreocupación indumentaria de la clase alta británica. De edad indefinida, intemporal, le escudriñaba con sus ojos azules, fríos como la hoja de una navaja, la clase de ojos que hacían saltar las lágrimas a muchas criadas cuatro décadas atrás. Debía de tener bastante más de sesenta años, quizás bordeaba los ochenta, pero nadie podría decirlo con exactitud. Permanecía erguida en su asiento, las manos entrelazadas sobre el regazo, en una postura aprendida en el colegio de señoritas que no permitía ni el menor movimiento propicio a la comodidad.

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– ¡Papá nunca mata, nunca mata, nunca! -Su voz encerraba una nota de terror.

El psiquiatra se inclinó hacia adelante en su silla.

– ¿Matar qué, Roberta? -le preguntó rápidamente, reconociendo que había llegado el momento-. ¿Qué es lo que papá nunca mató? -le apremió.

– El bebé. Papá no mató al bebé.

– ¿Qué hizo?

– Me encontró en el granero. Lloró, rezó y lloró.

– ¿Es ahí donde tuviste el bebé? ¿En el granero?

– Nadie lo sabía. Era gorda y fea. Nadie lo sabía.

El horror transfiguraba los ojos de Gillian, fijos ahora en el psiquiatra. Se balanceaba sobre los talones, con el puño cerrado en la boca y mordiéndose los dedos, como para no gritar.

– ¿Estabas embarazada? ¡Bobby! ¿El no sabía que estabas embarazada?

– Nadie lo sabía. No era como Gilly. Era gorda y fea. Nadie lo sabía.

– ¿Qué le ocurrió al niño?

– Bobby murió.

– ¿Qué le ocurrió al niño?

– Bobby murió.

– ¿Qué le ocurrió al niño?-gritó Gillian.

– ¿Mataste al bebé, Roberta? – preguntó el doctor Samuels.

Silencio. Roberta empezó a mecerse. Era un movimiento rápido, como si así regresara velozmente a la locura.

Gillian la observaba, contemplaba el pánico que la dominaba y el inexpugnable blindaje de psicosis que la protegía. Y tuvo la certeza de lo ocurrido.

– Papá mató al bebé -asintió aturdida-. Te encontró en el granero, lloró y rezó, leyó la Biblia en busca de orientación y entonces mató al bebé. -Tocó el cabello de su hermana-. ¿Qué hizo con él?

– No lo sé.

– ¿No lo viste?

– Nunca vi al bebé, no sé si era niño o niña.

– ¿Por eso no fuiste a Harrogate? ¿Estabas embarazada por entonces?

El silencio momentáneo fue una afirmación, lo mismo que el balanceo, que fue disminuyendo hasta cesar por completo.

– El bebé murió, Bobby murió. No importaba. “Papá lo siente, niña bonita. Papá no volverá a hacerte daño. Anda, niña bonita, desfila para papá. Papá nunca más te hará daño.”

– ¿No volvió a tener relaciones sexuales contigo, Roberta? -preguntó el doctor Samuels-. ¿Pero todo continuó igual?

– “Desfila para papá, niña bonita”.

– ¿Desfilabas para papá, Roberta? -siguió diciendo el doctor-. ¿Seguiste desfilando para él después de la muerte del bebé?

– Desfilé para papá. Tenía que hacerlo.

– ¿Por qué? ¿Por qué tenías que hacerlo?

Silencio. Roberta miró a su alrededor furtivamente, con una extraña sonrisa, un rictus de retorcida satisfacción en el semblante. Empezó a balancearse.

– Papá era feliz.

– Era importante que papá fuese feliz -reflexionó el doctor Samuels.

– Sí, sí, muy feliz. Si papá era feliz no tocaría a…

Se interrumpió de súbito y aumentó la intensidad del balanceo.

– No, Bobby -dijo Gillian-. No te vayas, no debes irte ahora. Desfilabas para papá, a fin de que fuese feliz para que no tocara a alguien. ¿A quién?

En la oscura sala de observación, Lynley sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal. Acababa de comprender algo que, en el fondo, sabía desde el principio. Una niña de nueve años a la que instruían en la Biblia, leían el Antiguo Testamento, enseñaban las lecciones de las hijas de Lot.

– ¡Bridie! -exclamó, comprendiéndolo todo finalmente. Él mismo podría haber contado el resto de lo ocurrido, pero escuchó la purga de un alma torturada.

– Papá quería a Gilly, no a una vaca como Roberta.

– Tu padre quería una niña, ¿verdad? -dijo el doctor Samuels-. Necesitaba un cuerpo infantil para excitarse, un cuerpo como el de Gillian, como el de tu madre.

– Encontró una niña.

– ¿Y qué ocurrió?

– Faraón le puso una cadena de oro al cuello y le vistió de lino fino, y él gobernó sobre Egipto, y los hermanos de José fueron a verle y José les dijo: “He de salvar vuestras vidas por medio de una feliz liberación.”

Gillian habló entonces entre sollozos.

– La Biblia te dijo lo que tenías que hacer, como siempre se lo decía a papá.

– Vestida con lino fino. Llevaba una cadena.

– ¿Qué ocurrió?

– Hice que fuese al granero.

– ¿Cómo lo hiciste? -preguntó el doctor Samuels en voz baja.

El rostro de Roberta se estremeció. Sus ojos se llenaron de lágrimas, que empezaron a derramarse por las mejillas cubiertas de acné.

– Lo intenté dos veces y no salió bien. Entonces… Bigotes

– ¿Mataste a Bigotes para que tu padre fuese al granero?

– Bigotes no se enteró. Le di píldoras, las píldoras de papá. Estaba dormido. Le… corté la garganta y llamé a papá. Él vino corriendo y se arrodilló al lado de Bigotes.

Empezó a balancearse furiosamente, meciendo su cuerpo hinchado, acompañando el movimiento con un tarareo bajo y sin tono. Se retiraba.

– ¿Y entonces, Roberta? -le preguntó el psiquiatra-. Puedes dar el último paso, ¿verdad? Gillian está aquí.

El balanceo continuó, cada vez más intenso, con una ciega determinación. Tenía la mirada fija en la pared.

– Quería a papá, le quería mucho. No recuerdo, no recuerdo nada.

– Claro que recuerdas. -La voz del psiquiatra era suave pero implacable-La Biblia te dijo lo que tenías que hacer. Si no lo hubieras hecho, tu padre le habría hecho a aquella niña las mismas cosas que les hizo a ti y a Gillian durante tantos años. Habría abusado sexualmente de ella, la habría sodomizado y violado. Pero tú se lo impediste, Roberta. Salvaste a esa niña. Te vestiste con lino fino, te pusiste la cadena de oro. Mataste al perro. Llamaste a tu padre al granero, y él acudió corriendo, ¿no es cierto? Se arrodilló y…

Roberta se levantó de un salto y arrojó la silla al otro lado de la habitación, contra el armario metálico. Fue tras ella, la cogió y la lanzó contra la pared, volcó el armario y empezó a gritar.

– ¡Le corté la cabeza! Él se arrodilló, se agachó para recoger a Bigotes . ¡Y entonces le corté la cabeza! ¡No me importa lo que hice! ¡Quería que muriese! ¡No permitiría que tocara a Bridie! Y él quería hacerlo. Le leía como me había leído a mí. Le hablaba igual que a mí. ¡Iba a hacerlo! ¡Veía todos los signos! ¡Yo le maté! ¡Le maté y no me importa! ¡No lo siento! ¡Merecía morir! -Se dejó caer al suelo y ocultó el rostro entre sus manos grandes y gruesas, mientras los sollozos convulsionaban su cuerpo-. Vi su cabeza en el suelo, y no me importó. Apareció una rata y husmeó la sangre, y entonces se puso a devorar los sesos, ¡y no me importó!

La sargento Havers ahogó un grito, se puso en pie y salió tambaleándose de la habitación.

Barbara corrió ciegamente al lavabo y empezó a vomitar. La habitación parecía dar vueltas a su alrededor. Estaba segura de que iba a desmayarse, pero siguió vomitando, y mientras lo hacía, entre arcadas dolorosas y espasmódicas, supo que estaba expulsando de su cuerpo la masa turbia de su propia desesperación.

Se aferró a la limpia taza de porcelana, se esforzó por recuperar el aliento y vomitó. Era como si nunca hubiera visto claramente la vida hasta las últimas dos horas y de repente se enfrentara a su suciedad, de la que tenía que alejarse, tenía que expulsarla de su organismo.

En aquella pequeña, oscura y asfixiante habitación le habían llegado implacables las voces. No sólo las voces de las hermanas que habían vivido la pesadilla, sino las de su propio pasado y las de la pesadilla que seguía existiendo. Era demasiado. Ya no podía soportarlo más.

“No puedo -se dijo, sollozando interiormente-. ¡No puedo más, Tony! ¡Que Dios me perdone, pero no puedo!”.

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