Elizabeth George - Una gran salvación

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Era un despropósito de la peor especie. Estornudó de una manera ruidosa, húmeda, totalmente imperdonable, en el rostro de la mujer. Llevaba tres cuartos de hora aguantándose, rechazando el estornudo como si fuera la vanguardia de Enrique Tudor en la batalla de Bosworth, pero al final se rindió, y después de hacerlo, para empeorar las cosas, empezó a hacer ruido con la nariz.
La mujer se lo quedó mirando. Era una de esas damas cuya presencia siempre le hacía sentirse como un imbécil. Medía más de metro ochenta y su atuendo, mal armonizado, revelaba la característica despreocupación indumentaria de la clase alta británica. De edad indefinida, intemporal, le escudriñaba con sus ojos azules, fríos como la hoja de una navaja, la clase de ojos que hacían saltar las lágrimas a muchas criadas cuatro décadas atrás. Debía de tener bastante más de sesenta años, quizás bordeaba los ochenta, pero nadie podría decirlo con exactitud. Permanecía erguida en su asiento, las manos entrelazadas sobre el regazo, en una postura aprendida en el colegio de señoritas que no permitía ni el menor movimiento propicio a la comodidad.

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– ¿Y nadie lo supo jamás? Es difícil de creer.

– Si considera la situación, no lo es. La imagen de Teys en su pueblo era la de un hombre que había triunfado en la vida. Al mismo tiempo, engañó a sus hijas de tal manera que las hizo sentirse culpables. Gillian creía que ella era la responsable de que su madre hubiera abandonado a su padre, lo cual compensaba siendo, como decía Teys, “una mamá” para él. Roberta creía que Gillian había complacido a su padre y ella tenía que hacer lo mismo. Y ambas, naturalmente, aprendieron de la Biblia, gracias a la cuidadosa selección que hacía Teys de los pasajes y sus retorcidas interpretaciones de los mismos, que lo que hacían no sólo era correcto sino que había sido escrito por Dios, como un deber de las hijas.

– Es asqueroso.

– Lo es. Ese hombre era un enfermo. Basta con ver que elige como novia a una chiquilla. Así no corría peligro. El mundo adulto le amenazaba, y en la persona de aquella chiquilla de catorce años vio a alguien que podía excitarle con su cuerpo infantil y, al mismo tiempo, gratificar su necesidad de respeto hacia sí mismo que le daría el matrimonio.

– Entonces, ¿por qué recurrió a sus hijas?

– Cuando Tessa, su novia infantil, dio a luz, Teys tuvo la evidencia pavorosa e irrefutable de que la criatura que le había excitado y cuyo cuerpo le había gratificado tanto, no era una niña sino una mujer. Y supongo que las mujeres constituían una amenaza para él, la representación femenina de todo el mundo adulto al que temía.

– Ella dijo que habían dejado de dormir juntos.

– No me extraña. Imagine su humillación si hubiera dormido con ella y no hubiera podido llevar a cabo el acto sexual. ¿Por qué arriesgarse a esa clase de fracaso cuando en su casa había un bebé desvalido de la que podía obtener placer y una satisfacción inmensos?

Lynley sintió un nudo en la garganta.

– ¿Un bebé? -preguntó con voz ronca-. ¿Quiere decir que…?

El doctor Samuels comprendió la reacción de Lynley y asintió sombríamente.

– Creo que el abuso sexual de Gillian empezó en sus primeros años. Ella recuerda el primer incidente cuando tenía cuatro o cinco años, pero es improbable que Teys hubiera aguardado tanto, a menos que se dominara en esos años gracias a sus creencias religiosas. Es posible.

Su religión. Cada pieza encajaba en su lugar con más exactitud que la anterior, pero al mismo tiempo Lynley sentía una ira a la que tenía que dar rienda suelta. Se dominó haciendo un esfuerzo.

– Tendrá que someterse a juicio.

– Finalmente, sí. Roberta se recuperará y la declararán competente para ser juzgada. -El doctor giró en su silla para contemplar al grupo en el jardín-. Pero usted sabe tan bien como yo, inspector, que ningún jurado del mundo va a condenarla cuando se diga la verdad. Así que tal vez podamos creer que, a fin de cuentas, existe una forma de justicia.

Los árboles que se alzaban por encima de la iglesia de Santa Catalina arrojaban largas sombras sobre el exterior del edificio, de modo que, aunque afuera aún había luz, el interior estaba en penumbra. Los rojos y púrpuras intensos de los vitrales formaban charcos de luz que parecían sangre y que se desvanecía lentamente en el suelo de losas agrietadas. Oscilaban las llamas de los cirios votivos bajo las imágenes que contemplaban sus movimientos en el pasillo. La atmósfera dentro del templo era pesada, estancada, y Lynley se estremeció a medida que avanzaba hacia el confesionario isabelino.

Se arrodilló al lado del habitáculo y esperó. La oscuridad era completa, la tranquilidad absoluta. Lynley pensó que el ambiente era el adecuado para meditar en los propios pecados.

Alguien movió la rejilla en la oscuridad. Una voz amable musitó unas plegarias ininteligibles y luego dijo:

– Dime, hijo.

En el último momento, Lynley se preguntó si sería capaz de hacerlo, pero se repuso.

– Él venía a verle -dijo sin preámbulo-. Confesaba aquí sus pecados. ¿Le absolvió usted, padre? ¿Hizo alguna especie de gesto místico en el aire para que William Teys se sintiera libre del pecado de abusar de sus hijas? ¿Qué le decía? ¿Le daba su bendición? ¿Le despedía, una vez purgada su alma, para que volviera a la granja y empezara de nuevo? ¿Era así?

No oyó más que la respiración áspera y rápida indicativa de que había un ser vivo al otro lado de la rejilla.

– ¿También se confesaba Gillian? ¿O estaba demasiado asustada? ¿Le hablaba a usted de lo que le hacía su padre? ¿Trataba de ayudarla?

– Yo… -La voz parecía proceder de una gran distancia-. Hay que comprender y perdonar.

– ¿Es eso lo que le decía? ¿Que comprendiera y perdonara? ¿Y qué me dice de Roberta? ¿También tenía que comprender y perdonar? ¿Acaso una niña de dieciséis años tenía que aprender a aceptar el hecho de que su padre la violara, la embarazara y luego asesinara a su hijo? ¿O eso fue idea suya, padre?

– No sabía nada del bebé -dijo el sacerdote, y añadió con voz frenética-. ¡Nada, absolutamente nada!

– Pero lo supo en cuanto lo encontró en la abadía. Lo supo perfectamente. Eligió Pericles , padre Hart. Lo sabía muy bien.

– Él… jamás confesó eso. ¡Jamás!

– ¿Y qué habría usted hecho en caso contrario? ¿Cuál habría sido la penitencia por el asesinato de su hijo? Porque fue un asesinato, y usted lo sabe.

– ¡No! ¡No!

– William Teys llevó aquel bebé desde la granja Gembler a la abadía. No podía envolverlo en ninguna prenda de su pertenencia porque eso sería dejar una pista, así que lo llevó desnudo. Y el pequeño murió. Usted supo de quién era en cuanto lo vio, supo cómo había llegado a la abadía. Eligió Pericles para el epitafio. El asesinato está tan próximo a la lujuria como la llama al humo. Lo sabía muy bien.

– El dijo… después de eso… juró que estaba curado.

– ¿Curado? ¿Una recuperación milagrosa de la desviación sexual, conseguida gracias a la muerte de su hijo? ¿Es eso lo que pensó? ¿Es eso lo que usted quería creer? Se recuperó, sí. Consideró recuperación el hecho de haber cesado de violar a Roberta. Pero escúcheme, padre, porque esto pesa sobre su conciencia y por Dios que me va a escuchar, eso es lo único que cesó.

– ¡No!

– Usted sabe que es verdad. Era un adicto, ni más ni menos. El único problema era que necesitaba una criatura para satisfacer su hábito. Necesitaba a Bridie. Y usted iba a permitir que ocurriera.

– El me juró…

– ¿Le juró? ¿Sobre qué? ¿La Biblia que usaba para hacer creer a Gillian que debía entregarle su cuerpo? ¿Sobre eso le juró?

– Dejó de confesarse. Yo no sabía…

– Sí que lo sabía. En el mismo momento en que empezó a merodear a Bridie, usted lo supo. Y cuando fue a la granja y vio lo que Roberta había hecho, vio claramente la verdad, ¿no es cierto?

El sacerdote ahogó un sollozo, a lo que siguió un silencio sofocante, del que surgió al cabo un lamento de dolor que se alzó como el llanto de Jacob y se deshizo en tres palabras incoherentes:

– ¡ Mea… mea culpa!

– ¡Sí! -exclamó Lynley-. Usted tuvo la culpa, padre.

– Yo no podía… Era secreto de confesión, un juramento sagrado.

– Ningún juramento sagrado es más importante que la vida. No hay juramento más importante que la destrucción de un niño. Usted lo vio, ¿no es cierto?, cuando fue a la granja. Supo que al fin era hora de romper el silencio. Por eso limpió el hacha, se desembarazó del cuchillo y fue a Scotland Yard. Sabía que así llegaría a saberse la verdad, esa verdad que usted no tenía el valor de revelar.

– Dios mío, yo… -la voz se le quebró-. Hay que comprender y perdonar.

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