Elizabeth George - Una gran salvación

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Era un despropósito de la peor especie. Estornudó de una manera ruidosa, húmeda, totalmente imperdonable, en el rostro de la mujer. Llevaba tres cuartos de hora aguantándose, rechazando el estornudo como si fuera la vanguardia de Enrique Tudor en la batalla de Bosworth, pero al final se rindió, y después de hacerlo, para empeorar las cosas, empezó a hacer ruido con la nariz.
La mujer se lo quedó mirando. Era una de esas damas cuya presencia siempre le hacía sentirse como un imbécil. Medía más de metro ochenta y su atuendo, mal armonizado, revelaba la característica despreocupación indumentaria de la clase alta británica. De edad indefinida, intemporal, le escudriñaba con sus ojos azules, fríos como la hoja de una navaja, la clase de ojos que hacían saltar las lágrimas a muchas criadas cuatro décadas atrás. Debía de tener bastante más de sesenta años, quizás bordeaba los ochenta, pero nadie podría decirlo con exactitud. Permanecía erguida en su asiento, las manos entrelazadas sobre el regazo, en una postura aprendida en el colegio de señoritas que no permitía ni el menor movimiento propicio a la comodidad.

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Alguien entró en el lavabo. Barbara intentó sobreponerse, pero las náuseas continuaban y supo que había de sobrellevar la humillación de estar absolutamente descompuesta mientras que lady Helen Clyde no perdía ni un ápice de su elegancia y su competencia.

Oyó que abrían un grifo y luego más pisadas. La puerta del inodoro se abrió y alguien le aplicó un paño húmedo en la nuca, lo dobló rápidamente y lo pasó por sus mejillas ardientes.

– No, por favor, ¡váyase! -Volvía a estar mareada y, lo que era incluso peor, empezó a llorar-. ¡No puedo! -gimió-. ¡No puedo! ¡Por favor déjeme sola!

Una mano fría le apartó el cabello del rostro y le sostuvo la frente.

– La vida es un asco, Barb -dijo Lynley-, y lo malo del caso es que no hay muchas esperanzas de que mejore.

Ella se volvió, horrorizada. Pero sí, allí estaba Lynley, en cuya mirada veía la misma comprensión que en otras ocasiones, cuando trataba con Roberta, o conversaba con Bridie, o interrogaba a Tessa. Y de súbito comprendió qué era lo que Webberly sabía que podría aprender de Lynley: la fuente de su fortaleza, el centro de lo que ella sabía muy bien que era un tremendo valor personal. Fue aquella serena comprensión, y nada más, lo que finalmente la apaciguó.

– ¿Cómo pudo hacer eso? -dijo entre sollozos-. Si es hijo tuyo… tienes que amarlo, no hacerle daño, no dejarle morir. ¡Jamás dejarle morir! ¡Y eso es lo que hicieron! -Su voz alcanzó tonos histéricos, mientras los ojos oscuros de Lynley no se apartaban de su rostro-. Les odio… no puedo… Tenían que cuidar de él. ¡Era su hijo! ¡Tenían que amarle y no lo hicieron! ¡Estuvo enfermo cuatro años y pasó el último año en el hospital! ¡Ni siquiera iban a verle! Decían que no podían soportarlo, que les dolía demasiado. Pero yo iba a verle, iba todos los días. Y él preguntaba por ellos, quería saber por qué sus padres no le visitaban. Y yo le mentía, cada día una mentira. Cuando murió, estaba completamente solo. Yo iba a la escuela y no llegué al hospital a tiempo. ¡Era mi hermano menor! ¡Sólo tenía diez años! Y todos, todos nosotros le dejamos morir solo.

– Lo siento mucho -dijo Lynley cariñosamente.

– Juré que jamás les permitiría olvidar lo que habían hecho. Pedí las cartas a sus maestros. Enmarqué la partida de defunción, hice el santuario, les encerré en la casa. Cerré puertas y ventanas, me aseguré de que cada día tenían que permanecer allí, viendo a Tony. ¡Les volví locos! ¡Quise hacerlo! Les destruí. ¡Me destruí a mi misma!

Apoyó la cabeza en la loza del lavabo y sollozó. Lloró por el odio que había llenado su vida, por la culpabilidad y los celos que habían sido sus compañeros, por la soledad a que se había condenado, por el desprecio y el disgusto que había dirigido hacia otros.

Al fin, cuando Lynley la estrechó entre sus brazos sin decir nada, lloró contra su pecho, condoliéndose sobre todo por la muerte de la amistad que podría haber existido entre ellos.

A través de las ventanas en el pulcro despacho del doctor Samuels veían la rosaleda, distribuida en parcelas y terrazas descendentes, cada una con plantas con flores de distinto color y tipo. A pesar de la época otoñal, la frialdad de las noches y la escarcha matutina, algunos arbustos todavía estaban floridos, pero las flores grandes y fragantes no tardarían en morir y los jardineros podarían los arbustos para el invierno. En primavera retoñarían y el círculo de la vida continuaría.

Contemplaron el pequeño grupo que avanzaba por los senderos de grava entre las plantas: Gillian y su hermana, lady Helen y la sargento Havers y bastante detrás las dos enfermeras, sus formas ocultas bajo las largas capas que llevaban para protegerse de la tarde ventosa.

Lynley se apartó de la ventana y vio que el doctor Samuels le observaba pensativo desde su mesa, su rostro inteligente sin expresión.

– Usted sabía que había tenido un hijo -le dijo el inspector-. Supongo que lo vio al hacerle el examen físico.

– Sí.

– ¿Por qué no me lo dijo?

– No confiaba en usted -replicó Samuels, y añadió-: entonces. Confiaba en establecer un vínculo, por frágil que fuera, con Roberta. Para lograrlo tenía que reservarme ese dato, el vínculo era mucho más importante que compartir la información con usted y correr el riesgo de que se lo soltara… Después de todo, era una información privilegiada.

– ¿Qué va a ocurrirles? -inquirió Lynley.

– Sobrevivirán.

– ¿Cómo puede saberlo?

– Empiezan a comprender que fueron víctimas de ese hombre. Es el primer paso. -Samuels se quitó las gafas y limpió los cristales con el forro de su chaqueta. En su rostro enjuto se reflejaba la fatiga. Había oído antes todo aquello.

– No entiendo cómo sobrevivieron tanto.

– Se enfrentaron a la situación.

– ¿Cómo?

El doctor inspeccionó los cristales de las gafas y se las puso, ajustándolas cuidadosamente. Las llevaba desde hacía muchos años y su presión había producido unas hendiduras profundas y dolorosas a cada lado de la nariz. -En el caso de Gillian parece haber sido lo que llamamos disociación, una manera de subdividir el yo, de manera que podría fingir tener o ser lo que en realidad no podría tener ni ser.

– ¿Por ejemplo?

– Sentimientos y relaciones normales, por ejemplo. Se imaginaba como un espejo que reflejaba el comportamiento de quienes la rodeaban. Es una defensa y la protegía de sentir nada por lo que le ocurría.

– ¿Cómo?

– Ella no era una “persona real”, de modo que nada de lo que hacía su padre podía dañarle verdaderamente.

– Cada persona en el pueblo la describe de una manera completamente distinta.

– Sí, es esa clase de comportamiento. Gillian no hacía más que reflejarlos. Llevado al extremo, se convierte en personalidades múltiples, pero parece que logró impedir que eso ocurriera. Es un hecho notable, teniendo en cuenta su terrible experiencia.

– ¿Y qué me dice de Roberta?

El psiquiatra frunció el ceño.

– No afrontó la situación tan bien como Gillian -admitió.

Lynley echó una última ojeada a través de la ventana y regresó a su asiento, un sillón con la tapicería desgastada: sin duda lugar de descanso de centenares de mentes atormentadas.

– ¿Por eso comía sin control?

– ¿Cómo una forma de huida? No, creo que no. Yo diría que era más bien un acto de autodestrucción.

– No comprendo.

– El niño maltratado tiene la sensación de que ha hecho algo malo y que le castigan por ello. Es muy posible que Roberta comiera así porque eso le llevaba a despreciarse, por su “maldad”, y destruir su cuerpo era un castigo. Esa es una explicación.

El doctor titubeó.

– ¿Y la otra?

– Es difícil decirlo con seguridad. Podría ser que intentara detener el abuso de que era objeto de la única forma que conocía. Aparte del suicidio, ¿qué mejor manera de destruir su cuerpo que ser una anti-Gilly en la medida de lo posible? Así su padre no la desearía sexualmente.

– Pero no salió bien.

– Desgraciadamente, no. Él se limitó a recurrir a perversiones para excitarse, haciendo tomar parte a la chica. Eso nutriría su necesidad de poder.

– Siento deseos de destrozar a Teys -dijo Lynley.

– A mí me ocurre lo mismo -respondió el doctor.

– ¿Cómo se puede llegar…? No lo entiendo.

– Es una conducta aberrante, una enfermedad. A Teys le excitaban las niñas. Su matrimonio con una chica de catorce años, que no era voluptuosa y desarrollada, sino una adolescente de maduración tardía, habría sido un signo inequívoco para cualquiera que investigara una conducta aberrante. Pero él supo enmarcarla bien con su devoción religiosa y su aspecto exterior de padre fuerte y cariñoso. Eso es bastante frecuente, inspector Lynley, se lo aseguro.

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