– ¿Mi ropa?
– ¿Qué esperaba, agente? -Bea sacó el móvil y abrió la tapa. Miró la pantalla y suspiró. No había cobertura.
Al menos el agente McNulty llevaba una radio en el hombro y le dijo que lo dispusiera todo para que mandaran cuanto antes a un patólogo del Ministerio del Interior. Sabía que no sería pronto, porque el patólogo tendría que venir desde Exeter, y eso si se encontraba allí y no encargándose de otro asunto. La tarde iba a ser larga y la noche, más aún.
Mientras McNulty llamaba por radio como le había ordenado, Bea miró el cuerpo una vez más. Era un adolescente. Era muy guapo. Estaba en forma, era musculoso. Iba vestido para practicar escalada, pero como muchos escaladores de su edad no llevaba casco. Quizá le habría salvado la vida, pero podría no haber servido de nada. Sólo la autopsia podría revelarlo.
Su mirada se desvió del cadáver al acantilado. Vio que el camino de la costa -una ruta senderista de Cornualles que comenzaba en Marsland Mouth y terminaba en Cremyll- describía un corredor que serpenteaba desde el aparcamiento hasta la cima de este acantilado, igual que a lo largo de la mayor parte de la costa de Cornualles. El escalador que yacía a sus pies tenía que haber dejado algo allí arriba. Algo que sirviera para identificarle era de esperar. Un coche, una moto, una bici. Estaban en medio de la nada y era imposible creer que había llegado allí a pie. Pronto sabrían quién era, pero alguien tendría que subir a ver.
– Tendrá que subir a ver si se ha dejado algo en la cima del acantilado -dijo Bea al agente McNulty-. Pero vaya con cuidado. Ese sendero debe de ser matador con la lluvia.
Intercambiaron una mirada por la palabra elegida: matador. Era demasiado pronto para decirlo, pero acabarían averiguándolo.
Como Daidre Trahair vivía sola, estaba acostumbrada al silencio, y como en el trabajo la mayor parte del tiempo estaba rodeada de ruido, cuando tenía la oportunidad de pasar un rato en un lugar donde el único sonido era el del ambiente no sentía ansiedad, ni siquiera cuando se encontraba con un grupo de gente que no tenía nada que decirse. Por las noches, rara vez encendía la radio o el televisor. Cuando sonaba el teléfono en casa, a menudo ni se molestaba en contestar. Así que el hecho de que hubiera pasado como mínimo una hora sin que ninguno de sus compañeros hubiera pronunciado una sola palabra no la preocupaba.
Estaba sentada junto al fuego con un libro de planos de jardines de Gertrude Jekyll. Le parecían maravillosos. Los propios planos eran acuarelas y allí donde había jardines disponibles para hacer fotografías, éstas acompañaban a los planos. La mujer había comprendido las formas, los colores y el diseño y eso la convertía en una diosa para Daidre. La Idea -y Daidre siempre pensaba en ella con I mayúscula- era transformar la zona que rodeaba Polcare Cottage en un jardín que pudiera haber creado Gertrude Jekyll. Sería un verdadero reto por el viento y el clima y al final tal vez todo se redujera a plantas suculentas, pero Daidre quería intentarlo. En su casa de Bristol no tenía jardín y le encantaban los jardines. Le gustaba trabajar en ellos: meter las manos en la tierra y que algo naciera de aquel gesto. La jardinería iba a ser su vía de escape. Mantenerse ocupada en el trabajo no bastaba.
Levantó la vista del libro y miró a los dos hombres que estaban en el salón con ella. El policía de Casvelyn se había presentado como el sargento Paddy Collins y tenía acento de Belfast, lo que demostraba que su nombre era auténtico. Estaba sentado con la espalda erguida en una silla de respaldo recto que había traído de la mesa de la cocina, como si ocupar uno de los sillones del salón fuera a indicar una negligencia en el cumplimiento de su deber. Todavía tenía abierta una libreta sobre las rodillas y miraba al otro hombre como lo había mirado desde el principio: sin disimular su recelo.
Quién podía culparle, pensó Daidre. El excursionista era un personaje discutible. Aparte de su aspecto y mal olor -que en sí mismos podrían no haber levantado ninguna sospecha en la mente de un policía que se cuestionara su presencia por estos lares, ya que el sendero de la costa suroccidental era un camino muy transitado al menos durante los meses de buen tiempo- estaba el detalle nada desdeñable de su voz. Era obvio que era culto y seguramente de buena familia, y Paddy Collins hizo más que levantar una ceja cuando el hombre le dijo que no llevaba ninguna identificación encima.
– ¿Qué quiere decir que no lleva ninguna identificación? -había dicho Collins con incredulidad-. ¿No lleva el carné de conducir? ¿Ninguna tarjeta de crédito? ¿Nada?
– Nada -dijo Thomas-. Lo siento muchísimo.
– Entonces podría ser usted cualquiera, ¿no?
– Supongo que sí. -Parecía que Thomas deseaba que así fuera.
– ¿Y se supone que tengo que creer lo que me cuente sobre usted? -le preguntó Collins.
Thomas pareció tomarse la pregunta de manera retórica, porque no respondió. Pero al parecer no le molestó la amenaza implícita en el tono del sargento. Simplemente se acercó a la pequeña ventana y miró hacia la playa, aunque en realidad no se veía desde la cabaña. Allí se quedó el hombre, sin moverse y como si apenas respirara.
Daidre quería preguntarle cuáles eran sus heridas. Cuando lo había encontrado en la cabaña, no había sido la sangre de su cara ni de su ropa ni tampoco nada obvio en su cuerpo lo que la había impulsado a ofrecerle su ayuda como médico. Había sido la expresión de sus ojos. Su agonía era inconcebible: una herida interna, pero no física. Ahora lo veía. Reconocía las señales.
Cuando el sargento Collins se movió, se levantó y fue a la cocina -seguramente a prepararse una taza de té, puesto que Daidre le había enseñado dónde guardaba las bolsitas-, ella aprovechó la oportunidad para hablar con el excursionista.
– ¿Por qué caminaba por la costa solo y sin identificación, Thomas? -le preguntó.
El hombre no se volvió de la ventana. No contestó, aunque movió un poco la cabeza, lo que sugería que estaba escuchando.
– ¿Y si le hubiera pasado algo? -dijo Daidre-. La gente se cae por esos acantilados. Ponen mal el pie, resbalan y…
– Sí -dijo Thomas-. He visto los recordatorios, por todo el camino.
Estaban por toda la costa, esos recordatorios: a veces eran tan efímeros como un ramo de flores moribundas colocadas en el lugar de la caída fatídica, a veces un banco grabado con una frase adecuada, a veces tan duraderos y permanentes como un indicador parecido a una lápida con el nombre del fallecido cincelado en él. Cada uno servía para señalar el paso eterno de surfistas, escaladores, excursionistas y suicidas. Era imposible ir caminando por el sendero de la costa y no encontrarse ninguno.
– He visto uno muy elaborado -dijo Thomas, como si, entre todos los temas, aquél fuera del que ella quisiera hablar con él-. Una mesa y un banco, ambos de granito. Hay que utilizar granito si lo que importa es superar la prueba del tiempo, por cierto.
– No me ha contestado -señaló Daidre.
– Creía que acababa de hacerlo.
– Si se hubiera caído…
– Aún es posible que me pase -dijo-. Cuando retome el camino. Cuando acabe todo esto.
– ¿No querría que su gente lo supiera? Tendrá a alguien, digo yo. -No añadió «Los de su clase normalmente la tienen», pero la observación quedó implícita.
Thomas no respondió. En la cocina, el hervidor se apagó con un chasquido fuerte. Les llegó el sonido del agua al caer. Había acertado: una taza de té para el sargento.
– ¿Qué me dice de su mujer, Thomas? -le preguntó.
El hombre se quedó totalmente inmóvil.
– Mi mujer -dijo.
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