Elizabeth George - Al borde del Acantilado

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Al borde del Acantilado: краткое содержание, описание и аннотация

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Thomas Lynley ya no es comisario de la policía de Londres. Tras el brutal asesinato de su mujer embarazada, no había ninguna razón para permanecer en la ciudad y en su puesto. Es por eso que decide volver a los parajes de su infancia e intentar recuperarse allí del golpe que acaba de recibir. Sin embargo, parece que no va a resultar nada fácil alejarse del crimen. Mientras se encuentra haciendo trekking por los campos de Cornualles, se tropieza con el cadáver del joven Santo Kerne, quien aparentemente se despeñó de un acantilado. Aunque en seguida se hace obvio que alguien manipuló el equipo de alpinismo del chico, Lynley decide investigar por su cuenta y no comparte toda la información que cae en sus manos con la verdadera encargada del caso: la subinspectora Bea Hannaford, una policía capaz y resolutiva, pero algo malcarada. Lo que sí hace es llamar a su antigua compañera Barbara Havers para pedirle ayuda. Havers que tiene órdenes de asistir a la subinspectora y de conseguir que Lynley reanude su actividad como detective en Londres, se dirigirá a Cornualles donde parece que hay una inacabable retahíla de sospechosos de haber podido matar a Kerne: amantes despechadas, padres decepcionados, surfistas expertos, antiguos compañeros de colegio y una madre demente. Cada uno de ellos tiene un secreto que guardar y por el que merece la pena mentir en incluso matar.

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– ¿Muerto? -dijo Tammy.

– ¿Muerto? -repitió Will.

– Ve, Will -dijo Tammy.

– ¿Pero cómo voy a…?

– Ya se te ocurrirá algo. Tú ve. Ya tomaremos un café otro día.

Al parecer, eso fue lo único que necesitó el chico. Will se despidió de Selevan con la cabeza y se dirigió hacia la puerta. Tocó el hombro de Tammy cuando pasó a su lado.

– Gracias, Tam -le dijo-. Te llamaré.

Selevan intentó interpretar aquello como una señal positiva.

* * *

Estaba oscureciendo deprisa cuando la inspectora Bea Hannaford llegó a Polcare Cove. Se encontraba comprando unas botas de fútbol para su hijo cuando la llamaron al móvil y terminó la adquisición sin dar a Pete la oportunidad de señalar que no se había probado todos los modelos disponibles, como hacía habitualmente. Le dijo: «Las compramos ahora o vuelves luego con tu padre», y aquello bastó. Su padre le obligaría a quedarse con las más baratas y no admitiría ninguna discusión al respecto.

Salieron de la tienda a toda prisa y corrieron bajo la lluvia hasta el coche. Llamó a Ray mientras conducía. Esta noche no le tocaba quedarse con Pete, pero Ray fue flexible. También era policía y conocía las exigencias del trabajo. Se reuniría con ellos en Polcare Cove, le dijo. «¿Un suicida?», le había preguntado. «Todavía no lo sé», había contestado ella.

Los cadáveres al pie de un acantilado no eran algo raro en esta parte del mundo. La gente cometía la estupidez de subir hasta la cumbre, se acercaba demasiado al borde y caía o saltaba. Si la marea estaba alta, a veces nunca encontraban el cuerpo. Si estaba baja, la policía tenía la oportunidad de averiguar cómo había llegado hasta allí.

– Seguro que hay mogollón de sangre -estaba diciendo Pete con entusiasmo-. Seguro que se ha abierto la cabeza como una sandía y las entrañas y el cerebro están desparramados por todo el suelo.

– Peter.

Bea le lanzó una mirada. Estaba repantigado contra la puerta, con la bolsa de plástico de las botas pegada al pecho como si creyera que alguien iba a arrebatársela. Llevaba ortodoncia y tenía granos en la cara, la maldición de un joven adolescente, recordó Bea, aunque ella había pasado su adolescencia hacía ya cuarenta años. Mirándolo ahora a sus catorce años, le resultaba imposible imaginar al hombre que podría llegar a ser algún día.

– ¿Qué? -le preguntó él-. Has dicho que alguien ha caído por el acantilado. Seguro que cayó de cabeza y se aplastó el cráneo. Seguro que se tiró. Seguro…

– No hablarías así si hubieras visto a alguien que ha caído.

– Brutal -musitó Pete.

Lo hacía a propósito, pensó Bea, intentaba provocar una pelea. Estaba enfadado por tener que ir a casa de su padre y más enfadado aún porque habían trastocado sus planes, que consistían en el raro lujo de cenar pizza y ver un DVD. Había elegido una película sobre fútbol que su padre no estaría interesado en ver con él, a diferencia de su madre. Bea y Pete eran iguales cuando de fútbol se trataba.

Decidió dejar que se le pasara el enfado sin replicarle. No tenía tiempo de ocuparse del tema y, de todos modos, el chico tenía que aprender a aceptar que se produjera un cambio de planes, porque ningún plan era nunca inamovible.

Cuando al fin llegaron a las inmediaciones de Polcare Cove, llovía a cántaros. Bea Hannaford no había estado nunca en aquel lugar, así que miró por el parabrisas y avanzó lentamente por el sendero, que descendía a través de un bosque con una serie de curvas pronunciadas antes de salir de los árboles en ciernes, volver a subir por tierras de labranza definidas por setos y bajar una última vez hacia el mar. Aquí, el paisaje se abría y formaba una pradera en cuyo extremo noroccidental había una cabaña color mostaza con dos edificios anexos, la única vivienda del lugar.

En el sendero, un coche patrulla sobresalía parcialmente de la entrada de la cabaña y había otro coche de policía justo enfrente, delante de un Opel blanco aparcado cerca de la casa. Bea no paró porque con ello habría bloqueado la carretera y sabía que llegarían muchos vehículos más que necesitarían acceder a la playa antes de que terminara el día. Siguió avanzando hacia el mar y encontró lo que pretendía ser un aparcamiento: un trozo de tierra agujereada como un queso gruyer. Se detuvo allí.

Pete alargó la mano para abrir la puerta.

– Espera aquí -le dijo su madre.

– Pero quiero ver…

– Pete, ya me has oído. Espera aquí. Tu padre está de camino. Si llega y no estás en el coche… ¿Hace falta que siga?

Pete se dejó caer en el asiento, enfurruñado.

– No pasaría nada por mirar. Y esta noche no me toca quedarme con papá.

Ah. Ahí estaba. El niño sabía elegir el momento, igualito que su padre.

– Flexibilidad, Pete -dijo ella-. Sabes muy bien que es la clave de cualquier juego, incluido el juego de la vida. Ahora espera aquí.

– Pero mamá…

Lo atrajo hacia ella y le dio un beso brusco en la cabeza.

– Espera aquí -le dijo.

Un golpecito en la ventanilla captó su atención. Era un agente vestido con ropa de lluvia, tenía gotas de agua en las pestañas y una linterna en la mano. No estaba encendida, pero pronto la necesitarían. Bea salió al viento racheado y la lluvia, se subió la cremallera de la chaqueta, se puso la capucha y dijo:

– Soy la inspectora Hannaford. ¿Qué tenemos?

– Un chaval. Está muerto.

– ¿Un suicidio?

– No. Tiene una cuerda atada al cuerpo. Imagino que cayó del acantilado mientras hacía rápel. Todavía lleva un anclaje en la cuerda.

– ¿Quién está arriba en la cabaña? Hay otro coche patrulla.

– El sargento de guardia de Casvelyn. Está con los dos que encontraron el cuerpo.

– Enséñeme qué tenemos. ¿Cómo se llama, por cierto?

El hombre se presentó como Mick McNulty, agente de la comisaría de Casvelyn. Sólo dos policías trabajaban allí: él y el sargento. Era lo habitual en el campo.

McNulty caminaba en primer lugar. El cadáver estaba a unos treinta metros de las olas, pero a una buena distancia del acantilado del que debía de haber caído. El agente había tenido el aplomo de cubrir el cuerpo con un plástico azul intenso y la previsión de disponerlo de manera que -con la ayuda de las rocas- no tocara el cadáver.

Bea asintió y McNulty levantó el plástico para mostrarle el cuerpo mientras seguía protegiéndolo de la lluvia. Con el viento, el plástico crujió y se agitó como una vela azul. Bea se puso en cuclillas, levantó la mano para coger la linterna y enfocó con la luz al joven, que estaba boca arriba. Era rubio, con mechas claras por el sol, y el pelo se le rizaba como el de un querubín alrededor de la cara. Tenía los ojos azules y sin vida y la piel rozada por haberse golpeado con las rocas al caer. También tenía magulladuras -un ojo morado-, pero parecía una herida antigua. Se había vuelto amarilla a medida que había ido curándose. Iba vestido para hacer escalada: todavía llevaba el arnés abrochado alrededor de la cintura con al menos dos docenas de cachivaches metálicos colgando de él, y tenía una cuerda enrollada en el pecho que seguía atada a un mosquetón. Pero a qué había atado el mosquetón… Esa era la pregunta.

– ¿Quién es? -preguntó Bea-. ¿Le hemos identificado?

– No lleva nada encima.

La inspectora miró hacia el acantilado.

– ¿Quién ha movido el cuerpo?

– Yo y el tipo que lo ha encontrado. Era eso o arrastrarlo, jefa -explicó rápidamente, no fuera que le soltara una reprimenda-. Yo solo no podría haberlo movido.

– Pues nos quedaremos con su ropa. Y con la de él. ¿Dice que está arriba en la cabaña?

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