– ¿Y este chico no vive cerca?
– He dicho que no le conozco. -Daidre notaba el sudor en su cuello y se preguntó si también le transpiraba la cara. No estaba acostumbrada a hablar con la policía y hacerlo en estas circunstancias la ponía especialmente nerviosa.
Entonces llamaron dos veces a la puerta. Antes de que nadie se moviera para contestar, oyeron que se abría. De la entrada llegaron dos voces masculinas -una de ellas del sargento Collin-, justo por delante de los propios hombres. Daidre esperaba que el otro fuera el patólogo que la inspectora Hannaford había dicho que estaba en camino, pero al parecer no lo era. El recién llegado -alto, de pelo gris y atractivo- los saludó con la cabeza y luego le dijo a Hannaford:
– ¿Dónde lo has metido?
– ¿No está en el coche? -contestó ella.
El hombre negó con la cabeza.
– Pues resulta que no.
– Maldito niño. Te lo juro -dijo Hannaford-. Gracias por venir tan deprisa, Ray. -Luego se dirigió a Daidre y a Thomas-. Quiero su ropa, doctora Trahair -le repitió a Daidre, y a Thomas-: Cuando llegue el equipo de la policía científica, le daremos un mono para que se cambie. Mientras tanto, señor… No sé cómo se llama.
– Thomas -dijo.
– ¿Señor Thomas? ¿O Thomas es el nombre de pila?
El hombre dudó. Por un momento, Daidre pensó que iba a mentir, porque es lo que parecía. Y podía hacerlo, ¿no?, no llevaba encima ninguna identificación. Podía decir que era cualquiera. Thomas miró la chimenea como si estudiara todas las posibilidades. Luego volvió a mirar a la inspectora.
– Lynley -dijo-. Me llamo Thomas Lynley. Hubo un silencio. Daidre dirigió la mirada de Thomas a la inspectora y vio que la expresión del rostro de Hannaford se alteraba. La cara del hombre al que había llamado Ray también se alteró y, curiosamente, fue él quien habló. Lo que dijo desconcertó absolutamente a Daidre.
– ¿De New Scotland Yard?
Thomas Lynley dudó otra vez. Luego tragó saliva.
– Hasta hace poco -dijo-. Sí. De New Scotland Yard.
* * *
– Por supuesto que sé quién es -dijo Bea Hannaford lacónicamente a su ex marido-. No vivo en otro planeta.
Era típico de Ray hablar como desde las alturas. Estaba impresionado consigo mismo. Policía de Devon y Cornualles, Middlemore, señor subdirector. Un chupatintas, en realidad, según Bea. Nunca había visto que un ascenso afectara de un modo tan exasperante a la conducta de alguien.
– La única pregunta es: ¿Qué diablos está haciendo precisamente aquí? Collins me ha dicho que ni siquiera lleva ninguna identificación encima. Así que podría ser cualquiera, ¿no? -añadió Bea.
– Podría. Pero no es el caso.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Lo conoces?
– No me hace falta conocerlo.
Otra señal de autosatisfacción. ¿Había sido siempre así y ella no lo había visto nunca? ¿Tan ciega estaba de amor o de lo que fuera que la había impulsado a casarse con aquel hombre? No era vieja ni Ray su única opción de formar un hogar y una familia. Tenía veintiún años. Y habían sido felices, ¿no? Hasta que llegó Pete, sus vidas estaban en orden: sólo un hijo -una niña-, lo cual había sido una decepción en cierto modo, pero Ginny les había dado un nieto poco después de casarse y ahora estaba a punto de darles más. La jubilación les tentaba desde el futuro y también todas las cosas que planeaban hacer con ella… Y entonces llegó Pete, una auténtica sorpresa; agradable para ella, desagradable para Ray. El resto era historia.
– En realidad -dijo Ray de esa manera tan suya de revelarse, que siempre hacía que al final le perdonara por sus peores actos de suficiencia-, vi en el periódico que es de por aquí. Su familia vive en Cornualles, en la zona de Penzance.
– Así que ha vuelto a casa.
– Ajá. Sí. Bueno, después de lo que pasó, ¿quién puede culparle de querer poner distancia con Londres?
– Esto está un poco lejos de Penzance.
– Quizá volver a casa con la familia no le dio lo que necesitaba. Pobre hombre.
Bea miró a Ray. Iban caminando de la cabaña al aparcamiento, rodeando su Porsche, que había dejado mitad dentro mitad fuera de la carretera -una estupidez, pensó, pero qué importaba si ella no era la responsable del vehículo-. Su voz sonaba taciturna y su expresión también lo era. Lo vio bajo la luz mortecina del día.
– Te afectó todo eso, ¿verdad? -dijo ella.
– No soy de piedra, Beatrice.
No, no era de piedra. El problema para Bea era que la humanidad absolutamente cautivadora de su ex marido hacía que le resultara imposible odiarle. Habría preferido con mucho odiar a Ray Hannaford, comprenderle era demasiado doloroso.
– Ah -dijo Ray-. Creo que hemos localizado a nuestro hijo desaparecido.
Señaló el acantilado que se elevaba delante de ellos a su derecha, pasado el aparcamiento de Polcare Cove. El sendero de la costa subía dibujando una raya estrecha en la tierra ascendente y, bajando desde la cima del acantilado, había dos figuras. La que iba delante iluminaba el camino oscuro bajo la lluvia con una linterna. Detrás, una figura más pequeña elegía una ruta entre las piedras mojadas que sobresalían de la tierra allí donde el sendero se había abierto de manera inadecuada.
– Maldito niño. Me va a matar a disgustos. ¡Baja de ahí, Peter Hannaford! -gritó Bea-. Te he dicho que te quedaras en el coche, hablaba muy en serio y lo sabes muy bien, maldita sea. Y usted, agente, ¿qué diablos hace, dejando que un niño…?
– No te oyen, cariño -dijo Ray-. Déjame a mí. Chilló el nombre de Pete a voz en cuello. Dio una orden que sólo un tonto no habría obedecido. Pete bajó corriendo el resto del sendero y ya tenía su excusa preparada cuando se reunió con ellos.
– No me he acercado al cuerpo -dijo-. Me has dicho que no podía y no lo he hecho. Mick puede decírtelo. Lo único que he hecho ha sido subir el camino con él. Estaba…
– No te andes con chiquitas con tu madre -le dijo Ray.
– Ya sabes cómo me siento cuando haces eso, Pete -dijo Bea-. Dile hola a tu padre y vete de aquí antes de que te dé una azotaina como te mereces.
– Hola -dijo el niño. Alargó la mano a su padre para estrechársela y Ray le complació. Bea apartó la mirada. Ella no habría permitido un apretón de manos: habría cogido al chico y le habría dado un beso.
Mick McNulty se acercó a ellos por detrás.
– Lo siento, jefa -dijo-. No sabía…
– No pasa nada. -Ray puso las manos en los hombros de Pete y le dio la vuelta con firmeza en dirección al Porsche-. He pensado que podríamos cenar comida tailandesa -le dijo a su hijo.
Pete detestaba la comida tailandesa, pero Bea dejó que se arreglaran entre ellos. Le lanzó una mirada a Pete que el chico no podía no entender: «Aquí no», decía. Él hizo una mueca.
Ray le dio a Bea un beso en la mejilla.
– Cuídate -le dijo.
– Ándate con ojo. La carretera está resbaladiza. -Y luego, porque no pudo contenerse-: No te lo he dicho antes; tienes buen aspecto, Ray.
– Me sirve de mucho -contestó él, y se marchó con su hijo. Pete se detuvo junto al coche de Bea. Sacó las botas de fútbol. Bea no le dijo que las dejara.
– Bueno, ¿qué tenemos? -le preguntó al agente McNulty.
McNulty señaló la cima del acantilado.
– Hay una mochila para que la recoja la policía científica. Supongo que será del chico.
– ¿Algo más?
– Pruebas de cómo cayó el pobre desgraciado. También lo he dejado para la científica.
– ¿Qué pruebas?
– Hay unos peldaños en la cima, a unos tres metros más o menos del borde del acantilado. Marcan el extremo oeste de un pasto de vacas. Había puesto una eslinga alrededor, que se supone que es donde fijó el mosquetón y la cuerda para descender por el acantilado.
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