Elizabeth George - Al borde del Acantilado

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Al borde del Acantilado: краткое содержание, описание и аннотация

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Thomas Lynley ya no es comisario de la policía de Londres. Tras el brutal asesinato de su mujer embarazada, no había ninguna razón para permanecer en la ciudad y en su puesto. Es por eso que decide volver a los parajes de su infancia e intentar recuperarse allí del golpe que acaba de recibir. Sin embargo, parece que no va a resultar nada fácil alejarse del crimen. Mientras se encuentra haciendo trekking por los campos de Cornualles, se tropieza con el cadáver del joven Santo Kerne, quien aparentemente se despeñó de un acantilado. Aunque en seguida se hace obvio que alguien manipuló el equipo de alpinismo del chico, Lynley decide investigar por su cuenta y no comparte toda la información que cae en sus manos con la verdadera encargada del caso: la subinspectora Bea Hannaford, una policía capaz y resolutiva, pero algo malcarada. Lo que sí hace es llamar a su antigua compañera Barbara Havers para pedirle ayuda. Havers que tiene órdenes de asistir a la subinspectora y de conseguir que Lynley reanude su actividad como detective en Londres, se dirigirá a Cornualles donde parece que hay una inacabable retahíla de sospechosos de haber podido matar a Kerne: amantes despechadas, padres decepcionados, surfistas expertos, antiguos compañeros de colegio y una madre demente. Cada uno de ellos tiene un secreto que guardar y por el que merece la pena mentir en incluso matar.

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Este negocio vacacional era el sueño de su padre: hacerse cargo del hotel abandonado -una estructura en ruinas de 1933 asentada en una colina sobre la playa de St. Mevan- y convertirlo en un destino orientado a la práctica de ciertas actividades. Era un riesgo enorme para los Kerne y, si no resultaba, se arruinarían. Pero su padre era un hombre que ya había corrido riesgos en el pasado y había recogido sus frutos, y la única cosa que no le asustaba en la vida era trabajar. En cuanto a las otras cosas en la vida de su padre… Kerra había pasado demasiados años preguntándose por qué y no había recibido ninguna respuesta.

En lo alto de la cuesta, Kerra entró en St. Mevan Crescent. Desde allí, junto a una hilera de pensiones, hoteles viejos, un restaurante chino de comida a domicilio y un quiosco, llegó al sendero de entrada del que en su día había sido el hotel de la Colina del Rey Jorge y que ahora era Adventures Unlimited. Delante del viejo hotel, apenas iluminado, había un andamio. En la planta baja las luces estaban encendidas, pero no en el piso superior, que era donde se encontraban las estancias de la familia.

Delante de la entrada había aparcado un coche de policía. Kerra frunció el ceño cuando lo vio. Pensó en Alan al instante. No le vino a la cabeza su hermano.

* * *

El despacho de Ben Kerne en Adventures Unlimited se encontraba en el primer piso del viejo hotel. Se había instalado en una habitación sencilla que sin duda en su día fue el cuarto de alguna criada, ya que justo al lado, con una puerta que los comunicaba, había una suite que había sido convertida en un espacio adecuado para una de las familias de veraneantes en las que había apostado su futuro económico.

A Ben le pareció que era el momento propicio para aquello, su mayor empresa hasta la fecha. Sus hijos eran mayores y como mínimo uno -Kerra- era autosuficiente y totalmente capaz de conseguir un empleo remunerado en otra parte en el caso de que este negocio se hundiera. Santo era otro tema, por más de una razón que Ben prefería no plantearse, pero últimamente se había vuelto más formal, gracias a Dios, como si por fin hubiera comprendido la naturaleza importante de la empresa. Así que Ben sentía que la familia le apoyaba. La responsabilidad no recaería solamente sobre sus hombros. Ahora ya habían invertido dos años enteros en ella: la reforma estaba completada salvo por la pintura exterior y algunos detalles finales del interior. A mediados de junio abrirían las puertas y se pondrían en marcha. Hacía varios meses que entraban reservas.

Ben las estaba revisando cuando llegó la policía. Aunque las reservas representaban los frutos del trabajo de su familia, no estaba pensando en eso. Pensaba en el rojo. No en el rojo en el sentido de números rojos -situación en la que sin duda se encontraba y se encontraría durante varios años hasta que el negocio generara beneficios para compensar lo que había invertido en él-, sino en el rojo del color de un esmalte de uñas o un pintalabios, de una bufanda o una blusa, de un vestido pegado al cuerpo.

Dellen llevaba cinco días vistiendo de rojo. Primero fue el esmalte de uñas. Luego vino el pintalabios. Después una boina vistosa sobre su cabello pelirrojo al salir de casa. Esperaba que pronto vestiría un jersey rojo, que también revelaría un poquito de escote, con unos pantalones negros ajustados. Al final se pondría el vestido, que mostraría más escote además de sus muslos y, para entonces, ya habría puesto la directa y Ben vería a sus hijos mirándole como siempre le habían mirado: esperando que hiciera algo en una situación en la que no podía hacer nada de nada. A pesar de sus edades -dieciocho y veintidós años-, Santo y Kerra seguían pensando que era capaz de cambiar a su madre. Cuando no lo conseguía, tras haber fracasado en el intento cuando era más joven incluso de lo que ellos eran ahora, veía el «¿por qué?» reflejado en sus ojos, o al menos en los de Kerra. «¿Por qué la aguantas?»

Cuando Ben oyó la puerta de un coche que se cerraba pensó en Dellen. Cuando se acercó a la ventana y vio un coche patrulla y no el viejo BMW de su mujer, siguió pensando en Dellen. Después, se percató de que pensar en Kerra habría sido más lógico, ya que hacía horas que había salido en bici con un tiempo que había ido empeorando desde las dos de la tarde. Pero Dellen ocupaba el centro de sus pensamientos desde hacía veintiocho años, y como Dellen se había marchado al mediodía y todavía no había vuelto, dio por sentado que se había metido en algún lío.

Salió de su despacho y fue a la planta baja. Cuando llegó a la recepción, vio a un agente de uniforme que buscaba a alguien y que, sin duda, estaba sorprendido por haber encontrado la puerta abierta y el lugar prácticamente desierto. El policía era un hombre joven y le resultaba vagamente familiar, así que sería del pueblo. Ben comenzaba a saber quién vivía en Casvelyn y quién en los alrededores.

El agente se presentó:

– Mick McNulty. ¿Y usted es, señor…?

– Benesek Kerne -contestó Ben-. ¿Pasa algo?

Ben encendió más luces. Las automáticas se habían activado al caer la noche, pero proyectaban sombras por todas partes y Ben se descubrió queriendo eliminarlas.

– Ah -dijo McNulty-. ¿Podría hablar con usted?

Ben se percató de que el policía se refería a si podían ir a algún lugar que no fuera la recepción, así que lo condujo al piso de arriba, al salón. La estancia tenía vistas a la playa de St. Mevan, donde el oleaje era bastante fuerte y las olas rompían en rápida sucesión en las barras de arena. Entraban desde el suroeste, pero el viento las estropeaba. No había salido nadie, ni siquiera el más desesperado de los surfistas locales.

Entre la playa y el edificio, el paisaje había cambiado muchísimo desde los años de apogeo del hotel de la Colina del Rey Jorge. La piscina seguía allí, pero en lugar de la barra y el restaurante al aire libre ahora había una pared para la escalada en roca. También la pared de cuerdas, los puentes colgantes y las poleas, el equipo, las cuerdas y los cables de la tirolina. Una cabaña cuidada albergaba los kayaks y en otra guardaban el material de submarinismo. El agente McNulty asimiló lo que veía, o al menos pareció hacerlo, lo que dio tiempo a Ben Kerne a prepararse para escuchar lo que el policía hubiera venido a decirle. Pensó en Dellen en fragmentos rojos, en lo resbaladizas que estaban las carreteras y en las intenciones de su mujer, que probablemente consistieran en alejarse de la ciudad, ir por la costa y, tal vez, acabar en una de las cuevas o bahías. Pero llegar hasta allí con aquel tiempo, sobre todo si no había seguido la carretera principal, la habría expuesto al peligro. Claro que el peligro era lo que ella adoraba y deseaba, pero no de la clase que terminaba con un coche saliéndose de la carretera y despeñándose por un acantilado.

Cuando se expuso la pregunta, no fue la que Ben esperaba.

– ¿Alexander Kerne es su hijo? -dijo McNulty.

– ¿Santo? -dijo Ben, y pensó «Gracias a Dios». Era Santo el que se había metido en un lío, seguro que lo habían detenido por entrar en una propiedad privada, algo que Ben le había advertido una y otra vez que no hiciera-. ¿Qué ha hecho ahora? -preguntó.

– Ha tenido un accidente -dijo el policía-. Lamento comunicarle que se ha encontrado un cuerpo que parece ser el de Alexander. Si tiene una foto suya…

Ben oyó la palabra «cuerpo», pero no permitió que calara.

– ¿Está en el hospital, entonces? -preguntó-. ¿En cuál? ¿Qué ha pasado? -Pensó en cómo tendría que contárselo a Dellen, en qué pozo la sumiría la noticia.

– … lo siento muchísimo -estaba diciendo el agente-. Si tiene una fotografía suya, podríamos…

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