Elizabeth George - Al borde del Acantilado

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Thomas Lynley ya no es comisario de la policía de Londres. Tras el brutal asesinato de su mujer embarazada, no había ninguna razón para permanecer en la ciudad y en su puesto. Es por eso que decide volver a los parajes de su infancia e intentar recuperarse allí del golpe que acaba de recibir. Sin embargo, parece que no va a resultar nada fácil alejarse del crimen. Mientras se encuentra haciendo trekking por los campos de Cornualles, se tropieza con el cadáver del joven Santo Kerne, quien aparentemente se despeñó de un acantilado. Aunque en seguida se hace obvio que alguien manipuló el equipo de alpinismo del chico, Lynley decide investigar por su cuenta y no comparte toda la información que cae en sus manos con la verdadera encargada del caso: la subinspectora Bea Hannaford, una policía capaz y resolutiva, pero algo malcarada. Lo que sí hace es llamar a su antigua compañera Barbara Havers para pedirle ayuda. Havers que tiene órdenes de asistir a la subinspectora y de conseguir que Lynley reanude su actividad como detective en Londres, se dirigirá a Cornualles donde parece que hay una inacabable retahíla de sospechosos de haber podido matar a Kerne: amantes despechadas, padres decepcionados, surfistas expertos, antiguos compañeros de colegio y una madre demente. Cada uno de ellos tiene un secreto que guardar y por el que merece la pena mentir en incluso matar.

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Lynley no contestó.

La puerta de entrada se abrió con un golpe y Daidre notó la ráfaga de viento que se coló en la habitación. Collins salió de la cocina con su taza de té cuando la inspectora Hannaford regresó. Llevaba un mono blanco colgado del brazo y se lo lanzó a Lynley.

– Pantalones, botas y chaqueta -dijo. Era una orden, claramente. Y a Daidre-: ¿Y su ropa?

Daidre señaló la bolsa de plástico en la que había metido su vestimenta después de ponerse unos vaqueros azules y un jersey amarillo.

– Thomas se va a quedar sin zapatos.

– No pasa nada -dijo éste.

– Sí que pasa. No puede pasearse por…

– Me compraré otro par.

– De todos modos, de momento no los necesitará -dijo Hannaford-. ¿Dónde puede cambiarse?

– En mi habitación. O en el baño.

– Adelante, pues.

Lynley ya se había puesto en pie cuando la inspectora se reunió con ellos. Menos por anticipación, parecía, que por años de educación y buenos modales. La inspectora era una mujer: un hombre se levantaba cortésmente cuando una mujer entraba en la habitación.

– ¿Ha llegado la policía científica? -le preguntó Lynley.

– Y el patólogo. También tenemos una foto del chico muerto. Se llama Alexander Kerne, un chico de Casvelyn. ¿Le conocía? -Hablaba con Daidre. El sargento Collins estaba parado en la puerta de la cocina como si no estuviera seguro de si debía tomarse un té estando de servicio.

– ¿Kerne? El nombre me suena, pero no sé de qué. Creo que no lo conozco.

– Tiene muchos conocidos por aquí, ¿verdad?

– ¿Qué quiere decir? -Daidre estaba clavándose las uñas en las palmas de las manos y se obligó a parar. Sabía que la inspectora intentaba leerle el pensamiento.

– Ha dicho que cree que no lo conoce. Es una forma extraña de expresarlo. A mí me parece que o le conoce o no le conoce. ¿Va a cambiarse? -Esto se lo dijo a Lynley, un cambio brusco que fue tan desconcertante como su mirada fija e inquisitiva.

Thomas lanzó una mirada rápida a Daidre y luego apartó la vista.

– Sí, naturalmente -dijo, y se agachó para cruzar la puerta baja que separaba el salón de un pasadizo creado por la profundidad de la chimenea. Detrás había un cuarto de baño pequeño y un dormitorio que albergaba una cama y un armario y nada más. La casa era pequeña, segura y cómoda, exactamente lo que Daidre quería que fuera.

– Creo que se puede conocer a alguien de vista -dijo a la inspectora-, tener una conversación con él, por ejemplo, y no saber nunca la identidad de esa persona. Su nombre, sus datos, lo que sea. Imagino que el sargento puede decir lo mismo y es del pueblo.

Collins se vio atrapado con la taza a medio camino de sus labios. Se encogió de hombros. Asentir o disentir, era imposible decidirse.

– Requiere un poco de esfuerzo, ¿no diría usted? -preguntó Hannaford a Daidre astutamente.

– El esfuerzo merece la pena.

– Entonces, ¿conocía a Alexander Kerne de vista?

– Tal vez. Pero como he dicho antes y como le he comentado al otro policía, al sargento Collins aquí presente, y también a usted, no me he fijado bien en el chico cuando he visto el cadáver.

En aquel momento, Thomas Lynley regresó con ellos y ahorró a Daidre más preguntas, así como seguir exponiéndose a la mirada penetrante de la inspectora Hannaford. Entregó la ropa que la policía había pedido. Era absurdo, pensó Daidre. Iba a pillar una pulmonía si se paseaba por ahí de esa guisa: sin chaqueta, sin zapatos y sólo con un fino mono blanco de los que se llevaban en la escena de un crimen para asegurarse de que los investigadores oficiales no dejaban otras pruebas. Era ridículo.

La inspectora Hannaford se dirigió a él.

– También quiero ver su identificación, señor Lynley. Es una formalidad, y lo siento, pero no podemos saltárnosla. ¿Puede conseguirla?

Thomas asintió.

– Llamaré…

– Bien. Que se la manden. De todos modos, no va a irse a ninguna parte en unos días. Parece un accidente sencillo, pero hasta que lo sepamos seguro… Bueno, imagino que ya conoce el procedimiento. Quiero que esté donde pueda encontrarle.

– Sí.

– Necesitará ropa.

– Sí. -Parecía como si no le importara una cosa u otra. Era un ser transportado por el viento sin carne, ni huesos ni determinación, sino más bien una sustancia insustancial, disecado e impotente frente a las fuerzas de la naturaleza.

La inspectora miró el salón de la cabaña como si evaluara su potencial para producir ropa para el hombre además de hospedarlo.

– En Casvelyn podría comprar ropa -dijo Daidre rápidamente-. Esta noche no, claro, estará todo cerrado, pero mañana sí. También puede dormir allí, o en el hostal Salthouse Inn. Tienen habitaciones, no muchas, nada especial, pero son adecuadas. Y está más cerca que Casvelyn.

– Bien -dijo Hannaford. Y a Lynley-: Quiero que se quede en el hostal. Tendré que hacerle más preguntas. El sargento Collins puede llevarle.

– Yo le llevaré -dijo Daidre-. Supongo que querrá tener a todo el mundo disponible para hacer lo que sea que hacen ustedes en la escena cuando alguien muere. Sé dónde está el Salthouse Inn y si no hay habitaciones libres habrá que llevarle a Casvelyn.

– No se moleste… -empezó a decir Lynley.

– No es ninguna molestia -atajó Daidre. Lo hacía por la necesidad de sacar al sargento Collins y a la inspectora Hannaford de su casa, algo que sólo podría conseguir si tenía un motivo para marcharse.

– Bien -dijo la inspectora Hannaford después de una pausa, y mientras le daba su tarjeta a Lynley, añadió-: Llámeme cuando se haya instalado en alguna parte. Quiero saber dónde encontrarle, me pasaré en cuanto acabemos de organizar el asunto aquí. Tardaremos un rato.

– Lo sé -dijo Thomas.

– Sí, me lo imagino. -La inspectora asintió con la cabeza y les dejó, llevándose con ella las bolsas con la ropa. El sargento Collins la siguió. Los coches de policía bloqueaban el acceso de Daidre a su Opel. Tendrían que moverlos si querían que llevara a Lynley al Salthouse Inn.

Cuando la policía se marchó, el silencio invadió la cabaña. Daidre notaba a Thomas Lynley mirándola, pero ella no iba a aguantar que la miraran más. Fue del salón a la entrada y dijo girándose:

– No puede salir en calcetines. Aquí fuera tengo botas de agua.

– Dudo que me quepan. No importa, me quitaré los calcetines y me los volveré a poner cuando llegue al hostal.

Daidre se detuvo.

– Es muy razonable, no se me había ocurrido. Pues si ya está listo, podemos irnos. A menos que quiera algo… ¿Un sándwich? ¿Una sopa? Brian prepara comidas en la posada, pero si prefiere no tener que cenar en el comedor… -No quería cocinar para él, pero le pareció lo apropiado. De algún modo, estaban juntos en esto: compañeros de sospechas, tal vez. Ella lo sentía así porque tenía secretos y sin duda él también parecía tenerlos.

– Supongo que puedo pedir que me suban algo a la habitación -dijo Lynley-, siempre que haya cuartos libres para esta noche.

– En marcha, pues -dijo Daidre.

La segunda vez que condujo hacia Salthouse Inn fueron más despacio, ya que no había prisa, y por el camino se cruzaron con dos coches patrulla más y una ambulancia. No hablaron y cuando Daidre miró a su compañero vio que tenía los ojos cerrados y las manos tranquilamente posadas sobre los muslos. Parecía dormido y no dudó de que lo estaba. Parecía exhausto. Se preguntó cuánto tiempo llevaba caminando por el sendero de la costa.

En Salthouse Inn detuvo el Opel en el aparcamiento, pero Lynley no se movió. Daidre le tocó el hombro con suavidad. Él abrió los ojos y parpadeó despacio, como si despertara de un sueño.

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