Elizabeth George - Al borde del Acantilado

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Al borde del Acantilado: краткое содержание, описание и аннотация

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Thomas Lynley ya no es comisario de la policía de Londres. Tras el brutal asesinato de su mujer embarazada, no había ninguna razón para permanecer en la ciudad y en su puesto. Es por eso que decide volver a los parajes de su infancia e intentar recuperarse allí del golpe que acaba de recibir. Sin embargo, parece que no va a resultar nada fácil alejarse del crimen. Mientras se encuentra haciendo trekking por los campos de Cornualles, se tropieza con el cadáver del joven Santo Kerne, quien aparentemente se despeñó de un acantilado. Aunque en seguida se hace obvio que alguien manipuló el equipo de alpinismo del chico, Lynley decide investigar por su cuenta y no comparte toda la información que cae en sus manos con la verdadera encargada del caso: la subinspectora Bea Hannaford, una policía capaz y resolutiva, pero algo malcarada. Lo que sí hace es llamar a su antigua compañera Barbara Havers para pedirle ayuda. Havers que tiene órdenes de asistir a la subinspectora y de conseguir que Lynley reanude su actividad como detective en Londres, se dirigirá a Cornualles donde parece que hay una inacabable retahíla de sospechosos de haber podido matar a Kerne: amantes despechadas, padres decepcionados, surfistas expertos, antiguos compañeros de colegio y una madre demente. Cada uno de ellos tiene un secreto que guardar y por el que merece la pena mentir en incluso matar.

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– Una habitación pequeña sólo -fue la respuesta del dueño-. Pero todas son así, pequeñas. La gente no necesitaba demasiado espacio cuando se construyó el lugar, ¿verdad?

Lynley dijo que el tamaño no importaba y que se contentaría con lo que la posada pudiera ofrecerle. En realidad no sabía hasta cuándo necesitaría la habitación, añadió. Parecía que la policía iba a requerir su presencia hasta que se decidieran algunos temas sobre el joven de la cala.

Se levantó un murmullo al oír aquello. Era por la palabra «decidir» y todo lo que implicaba.

Brian utilizó la punta del zapato para abrir suavemente una puerta en el extremo opuesto de la barra y dirigió algunas palabras a la sala que había detrás. De ella apareció una mujer de mediana edad, la cocinera del hostal por el delantal blanco manchado que vestía, que estaba quitándose deprisa. Debajo, llevaba una falda negra, una blusa blanca y unos zapatos cómodos.

Ella lo acompañaría arriba a la habitación, le dijo. La mujer se mostró diligente, como si Lynley no tuviera nada de extraño. El cuarto, prosiguió, estaba encima del restaurante, no del bar. Vería que era tranquila. Era un buen lugar para dormir.

No esperó a que le respondiera. De todos modos, seguramente no le interesaba lo que pensara Lynley. Su presencia significaba clientes, y los clientes eran difíciles de encontrar hasta finales de primavera y el verano. Cuando los mendigos mendigaban, no podían elegir quién les daba de comer, ¿no?

La mujer avanzó hacia otra puerta en el extremo del bar que daba a un pasillo de piedra gélido. El restaurante del hostal se encontraba en una sala de este corredor, aunque dentro no había nadie, mientras que al fondo había una escalera, aproximadamente del ancho de una maleta, que ascendía al piso de arriba. Resultaba difícil imaginar cómo habían subido los muebles por ahí.

En el primer piso sólo había tres habitaciones y Lynley pudo elegir, aunque su guía-Siobhan Rourke dijo que se llamaba, la compañera de toda la vida de Brian, y de años de sufrimiento, al parecer- le recomendó la más pequeña, ya que era la que había mencionado que estaba encima del restaurante y era tranquila en esta época del año. Todas compartían el mismo baño, le informó, pero no debería importar porque no tenían ningún huésped más.

A Lynley le daba igual qué habitación le dieran, así que se quedó con la primera que abrió Siobhan. Aquella serviría, le dijo. Le parecía bien. No era mucho mayor que una celda, tenía una cama individual, un armario y un tocador encajado debajo de una minúscula ventana con bisagras y paneles emplomados. Su única concesión a las comodidades modernas eran un lavamanos en un rincón y un teléfono sobre el tocador. Este último objeto era una nota discordante en una habitación que podría haber sido la de una criada de hacía doscientos años.

Lynley sólo podía ponerse recto en el centro de la habitación. Al ver aquello, Siobhan dijo:

– En aquella época eran más bajos, ¿verdad? Tal vez no sea la mejor elección, ¿señor…?

– Lynley -contestó él-. No se preocupe. ¿El teléfono funciona?

Funcionaba, sí. ¿Siobhan podía traerle algo? Había toallas en el armario y jabón y champú en el baño -pareció animarle a que los usara- y si quería cenar, podían organizarlo aquí arriba o abajo en el comedor, naturalmente, si lo prefería. Se apresuró a añadir esto último aunque estaba bastante claro que cuanto más tiempo se quedara en su habitación, más contento estaría todo el mundo.

Lynley dijo que no tenía hambre, que era más o menos la verdad. Entonces Siobhan se marchó. Cuando cerró la puerta, él miró la cama. Hacía casi dos meses que no se tumbaba en una, y ni siquiera entonces había conseguido reposar demasiado. Cuando dormía, soñaba, y sus sueños le aterraban. No porque fueran inquietantes, sino porque terminaban. Descubrió que era mucho más soportable no dormir nada.

Como no tenía sentido retrasarlo más, se acercó al teléfono y marcó los números. Esperaba que no descolgaran, que contestara una máquina para poder dejar un mensaje breve sin establecer ningún contacto humano. Pero después de cinco tonos dobles, oyó su voz. No le quedó más remedio que hablar.

– Madre. Hola -dijo.

Al principio, ella no dijo nada y Thomas supo qué estaba haciendo: estaba de pie junto al teléfono en la sala de estar o tal vez en el salón de mañana o en cualquier otra estancia de la magnífica casa donde él había nacido y encontrado su maldición, llevándose una mano a los labios, mirando a quien estuviera con ella en el cuarto, que seguramente sería su hermano pequeño o tal vez el encargado de la finca o incluso su hermana, en el improbable caso de que todavía no hubiera regresado a Yorkshire. Y sus ojos -los de su madre- transmitirían la información antes de pronunciar su nombre. Es Tommy. Ha llamado. Gracias a Dios. Está bien.

– Cielo -dijo-. ¿Dónde estás? ¿Cómo estás?

– Me he encontrado con algo… -respondió-. Una situación en Casvelyn.

– Dios mío, Tommy. ¿Tanto has caminado? ¿Sabes lo…? -Pero no terminó la frase. Pretendía preguntar si sabía lo preocupados que estaban. Pero le quería y no le abrumaría más.

Como él también la quería, contestó de todas formas.

– Lo sé, ya lo sé. Por favor, entiéndelo. Me parece que no sé qué camino seguir.

Su madre sabía, naturalmente, que no se refería a su sentido de la orientación.

– Cielo, si pudiera hacer algo por quitarte esta carga de los hombros…

Apenas podía soportar la calidez de su voz, su compasión interminable, en especial cuando ella misma había soportado tantas tragedias a lo largo de los años.

– Sí, bueno… -Se aclaró la garganta con aspereza.

– Ha llamado gente; he hecho una lista. Y no han dejado de interesarse, como cabría esperar, ya sabes qué quiero decir: una llamada de vez en cuando y ya he cumplido con mi deber. No ha sido así. Todo el mundo está muy preocupado por ti. Te quieren muchísimo, cielo.

Lynley no quería oír aquello y tenía que conseguir que lo comprendiera. No era que no valorara la preocupación de sus amigos y colegas, era que su aflicción -y el hecho de que la expresaran- tocaba una herida tan abierta en su interior que cualquier roce era como una tortura. Por eso se había marchado de casa, porque en el sendero de la costa no había nadie en marzo y poca gente en abril, y aunque se cruzara con alguien en su caminata, esa persona no sabría nada de él, de por qué avanzaba sin parar día tras día o qué le había impulsado a tomar esa decisión.

– Madre… -le dijo.

Ella lo oyó en su voz, como madre que era.

– Cariño, lo siento. No hablo más del tema. -Su voz se alteró, se volvió más formal, algo que Thomas agradeció-. ¿Qué ha pasado? Estás bien, ¿verdad? ¿No te has hecho daño?

No, le dijo. No se había hecho daño. Pero había topado con alguien que sí. Parecía que había sido el primero en encontrarlo: un chico que había muerto al caer de uno de los acantilados. La policía estaba investigando, y como había dejado en casa todo lo que pudiera identificarle… ¿Podía mandarle su cartera?

– Es una mera formalidad, diría yo. Están arreglándolo todo. Parece un accidente, pero, obviamente, hasta que lo confirmen, no quieren que me vaya. Y quieren que demuestre que soy quien digo ser.

– ¿Saben que eres policía, Tommy?

– Uno sí, al parecer. Por otro lado, sólo les he dicho mi nombre.

– ¿Nada más?

– No. -Se habría transformado todo en un melodrama victoriano: «Señor mío (o en este caso, señora), ¿sabe con quién está hablando?». Primero habría nombrado su rango y si aquello no impresionaba, lo intentaría con el título nobiliario. Aquello sí habría provocado alguna reverencia, como mínimo, aunque la inspectora Hannaford no parecía ser de las que hacían reverencias-. Así que no están dispuestos a aceptar mi palabra, y es lógico. Yo no la aceptaría. ¿Me mandarás la cartera?

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