Elizabeth George - Al borde del Acantilado

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Thomas Lynley ya no es comisario de la policía de Londres. Tras el brutal asesinato de su mujer embarazada, no había ninguna razón para permanecer en la ciudad y en su puesto. Es por eso que decide volver a los parajes de su infancia e intentar recuperarse allí del golpe que acaba de recibir. Sin embargo, parece que no va a resultar nada fácil alejarse del crimen. Mientras se encuentra haciendo trekking por los campos de Cornualles, se tropieza con el cadáver del joven Santo Kerne, quien aparentemente se despeñó de un acantilado. Aunque en seguida se hace obvio que alguien manipuló el equipo de alpinismo del chico, Lynley decide investigar por su cuenta y no comparte toda la información que cae en sus manos con la verdadera encargada del caso: la subinspectora Bea Hannaford, una policía capaz y resolutiva, pero algo malcarada. Lo que sí hace es llamar a su antigua compañera Barbara Havers para pedirle ayuda. Havers que tiene órdenes de asistir a la subinspectora y de conseguir que Lynley reanude su actividad como detective en Londres, se dirigirá a Cornualles donde parece que hay una inacabable retahíla de sospechosos de haber podido matar a Kerne: amantes despechadas, padres decepcionados, surfistas expertos, antiguos compañeros de colegio y una madre demente. Cada uno de ellos tiene un secreto que guardar y por el que merece la pena mentir en incluso matar.

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– No he conseguido que entendiera que este tipo de cosas… el pasado, su familia o al menos las personas que le dieron la vida… en realidad no importan.

– Claro que no -dijo Havers cordialmente-. Por supuesto que no. No importan un pimiento, ni un bledo. Y, sobre todo, no le importan a alguien que no lo ha vivido nunca, amigo.

– Havers, todos tenemos algo en nuestro pasado.

– Ajá. De acuerdo. -Pinchó un poco de brócoli bañado en ketchup y retiró con cuidado cualquier guisante que se hubiera colado-. Pero no todos tenemos fuentes de plata en nuestra vida, ya me entiende. ¿Y qué es eso que ponen en el centro de las mesas de comedor? Ya sabe a qué me refiero, todo de plata con animales saltando, o parras y uvas o lo que sea, ya sabe.

– Un epergne -le contestó-. Se llama epergne . Pero no pensarás que algo tan absurdo como un objeto de plata…

– No es por la plata, sino por la palabra. ¿Entiende? Usted sabe cómo se llama. ¿Cree que ella lo sabe? ¿Cuántas personas en el mundo lo saben?

– Ésa no es la cuestión.

– Es justo la cuestión. Hay lugares adonde la plebe no va, señor, y su mesa es uno de ellos.

– Tú has comido en mi mesa.

– Yo soy una excepción. A su gente mi ignorancia les parece encantadora. «No puede evitarlo», piensa usted. «Pensad de dónde proviene», le dice a la gente. Es como decir: «La pobre es americana, no sabe hacerlo mejor».

– Havers, espera. No he pensado ni una sola vez…

– Da igual -dijo ella, blandiendo el tenedor hacia él. Ahora había cogido patatas fritas, aunque apenas se distinguían con todo el ketchup-. Verá, no me interesa. No me importa.

– Entonces…

– Pero a ella sí. Y ése es el problema: que le importe. Si no es así, puede nadar en la ignorancia o al menos fingir. Si le importa, se encuentra desenvolviéndose con torpeza con los cubiertos. Dieciséis cuchillos y veintidós tenedores, ¿por qué comen los espárragos con los dedos?

Havers se estremeció de manera teatral. Cogió más pastel de carne y la acompañó con lo que estaba bebiendo, cerveza al parecer. Lynley la miró y dijo:

– Havers, ¿son imaginaciones mías o esta noche has bebido más de la cuenta?

– ¿Por qué? ¿Hablo arrastrando las palabras?

– No exactamente, pero…

– Me lo merezco. Un buen trago. Quince si hace falta. No tengo que conducir y tendría que ser capaz de subir las escaleras. A duras penas.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó Lynley, porque no era propio de Havers beber en exceso. Por lo general, sólo bebía una vez a la semana.

Entonces se lo contó. Jago Reeth, Benesek Kerne, la cabaña de Hedra -a la que se refirió como «una choza disparatada en el borde del acantilado donde podríamos habernos matado todos»- y el resultado, que no era ningún resultado en absoluto. Jonathan Parsons y Pengelly Cove, Santo Kerne y…

– ¿Me estás diciendo que ha confesado? -preguntó Lynley-. Qué extraordinario.

– Señor, no lo ha entendido. No ha confesado. Ha supuesto: ha supuesto esto y lo otro y al final ha salido de esa casucha y se ha largado. La venganza es dulce y toda esa mierda.

– ¿Y es todo? -dijo-. ¿Qué ha hecho Hannaford?

– ¿Qué podía hacer? ¿Qué podría haber hecho nadie? Si fuera una tragedia griega, supongo que podríamos esperar que Tor le fulminara con un rayo en los próximos días, pero yo no contaría con ello.

– ¡Jesús! -dijo Lynley y, al cabo de un momento, añadió-: Zeus.

– ¿Qué?

– Zeus, Havers. Tor es nórdico. Zeus es griego.

– Lo que usted diga, señor. Yo pertenezco a la plebe, ya lo sabemos. La cuestión es ésta: los griegos no están involucrados en esto precisamente, así que el tío se ha librado. Hannaford tiene intención de seguir tras él, pero no tiene nada de nada, gracias a ese idiota de McNulty cuya única aportación parece ser un póster de surf; eso y revelar información cuando debía tener el pico cerrado. Es un desastre impresionante y me alegro de no ser yo la responsable.

Lynley soltó un suspiro.

– Qué horror para la familia -dijo.

– ¿Verdad? -contestó ella. Le examinó-. ¿Va a comer o qué, señor?

– Había pensado pedir algo -le dijo-. ¿Qué tal el pastel de carne?

– Es un pastel de carne. No se puede ser muy exigente cuando se pide pastel de carne en un bar, creo yo. Digámoslo así: Jamie Oliver no tiene de qué preocuparse esta noche.

Pinchó un poco con el tenedor y se lo dio a probar. Lynley lo cogió y lo cató. Podía comérselo, pensó. Empezó a levantarse para pedir en la barra. Los siguientes comentarios de Havers le detuvieron.

– Señor, si no le importa que… -Habló con tanto cuidado que Lynley ya supo qué iba a decir.

– ¿Sí?

– ¿Regresará a Londres conmigo?

Volvió a sentarse. No la miró a ella, sino al plato: los restos del pastel de carne, los guisantes y las zanahorias que había evitado con esmero. Era todo típico de Havers, pensó. La comida, las zanahorias, los guisantes, la conversación que habían mantenido y también la pregunta.

– Havers… -dijo.

– Por favor.

Entonces la miró. Facciones feas, ropa fea, peinado feo. La esencia de lo que era. Detrás de la máscara de indiferencia que mostraba al mundo vio lo que había visto en ella desde el principio: su seriedad y su honestidad, una mujer entre un millón, su compañera, su amiga.

– A su debido tiempo. Ahora no, a su debido tiempo.

– ¿Cuándo? -le preguntó ella-. ¿Puede al menos decirme cuándo?

Lynley miró por la ventana, que daba al oeste. Pensó en lo que había en esa dirección. Reflexionó sobre los pasos que había dado hasta ahora y el resto de pasos que le quedaban por dar.

– Tengo que recorrer el resto del camino -le dijo-. Después, ya veremos.

– ¿Sí? -le preguntó.

– Sí, Barbara. Ya veremos.

Fin

Agradecimientos

Querría expresar mi gratitud a las personas que me han ayudado a recabar la información necesaria para escribir esta novela, tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos.

En Cornualles, me gustaría dar las gracias a Nigel Moyle y Paul Stickney de la tienda de surf Zuma Jay's en Bude por ayudarme a comprender cómo es el surf en Cornualles, tan distinto al que se practica en Huntington Beach, California, donde viví muchos años. También me gustaría dar las gracias a Adrian Phillips de Fluidjuice Surfboards en St. Merryn y Kevin White de Beach Beat Surfboards en St. Agnes por todo lo que compartieron conmigo sobre la fabricación de tablas de surf, tanto las de styrofoam como las nuevas tablas de fibra de carbono huecas por dentro.

Al norte de la bahía de Widemouth, Rob Byron de Outdoor Adventures me puso al tanto de la escalada y de todo lo relacionado con este deporte. Reuní más detalles gracias a Toni Carver en St. Ives.

Alan Mobb de la policía de Devon y Cornualles tuvo la bondad de ponerme al corriente de las actuaciones policiales en Cornualles y tuvo la amabilidad de hacerlo por segunda vez cuando descubrí que mi grabadora no había registrado la información la primera.

Recogí más datos en la Geevor Tin Mine, la Blue Hills Tin Streams, los Lost Gardens de Heligan y la Cornish Cyder Farm, la parroquia de Gwithian, la iglesia de Zennor y en casa de Des Sampson en Bude.

Una vez más, Swati Gamble resultó ser una fuente valiosísima de información en Londres y respondió encantada a mis preguntas sobre diversos temas, por lo que le estoy sumamente agradecida.

En Estados Unidos, los experimentados surfistas Barbara y Lou Fryer fueron los primeros en hablarme de la última ola de Mark Foo y también me han proporcionado más datos sobre la práctica del surf para que pudiera intentar escribir los pasajes sobre el agua con un mínimo de verosimilitud. El doctor Tom Ruben me facilitó los detalles médicos. Una vez más, Susan Berner accedió gentilmente a leer un segundo borrador del libro y aportó su magnífica valoración crítica habitual y mi ayudante Leslie Kelly realizó una investigación extraordinaria en más temas de los que podría enumerar en estas líneas: desde el roller derby hasta las acrobacias de BMX.

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