Tras decir eso salió de la tienda. Observó el tráfico que subía por el paseo a medida que los vecinos regresaban de sus trabajos en el polígono industrial a las afueras de la ciudad y algunos desde más lejos, desde Okehampton incluso. Poco después, Tammy se reunió con él y Selevan partió hacia el puerto. Ella le siguió a un ritmo más lento y él lo interpretó como seguramente quería la chica: una manera reacia de colaborar en los planes que su abuelo tuviera para ella.
– Llevas el pasaporte encima, imagino -le dijo Selevan-. ¿Cuánto hace que lo cogiste del escondite?
– Un tiempo -contestó ella.
– ¿Qué pensabas hacer con él?
– Al principio no lo sabía.
– Pero ahora sí, ¿verdad?
– Estaba ahorrando.
– ¿Para qué?
– Para ir a Francia.
– ¿Francia, dices? ¿A la alegre París?
– A Lisieux -dijo Tammy.
– Li… ¿qué?
– Lisieux. Es donde… Ya sabes…
– Ah. Una peregrinación, ¿no? O algo más.
– No importa. De todos modos, todavía no tengo suficiente dinero. Pero si lo tuviera, me iría de aquí. -Entonces se puso a su lado y caminó junto a él. Como si al final transigiera, dijo-: No es nada personal, yayo.
– No me lo he tomado así. Pero me alegro de que no te escaparas. Habría sido complicado explicárselo a tu madre y a tu padre. «Se ha marchado a Francia, sí, a rezar en la capilla de algún santo sobre el que ha leído en uno de esos libros santos suyos que se suponía que no debía leer, pero que le dejé leer porque creía que las palabras no iban a alterar demasiado su cabeza en un sentido u otro.»
– No es exactamente cierto, ¿sabes?
– Bueno, el caso es que me alegro de que no te largaras porque me habrían despellejado vivo tu madre y tu padre. Lo sabes, ¿no?
– Sí, pero algunas cosas no se pueden evitar, yayo.
– Y ésta es una de ellas, ¿no?
– Así es.
– Estás segura, ¿verdad? Porque es lo que dicen todos cuando les capta una secta y les mandan a pedir limosna por las calles. Luego les quitan el dinero, por cierto, así que se ven atrapados como ratas en un barco que se hunde. Lo sabes, ¿verdad? Algún gran gurú a quien le gustan las chicas como tú y ellas deben darle hijos como un jeque árabe en una tienda con dos docenas de esposas. O uno de esos, ya sabes, poligamistas.
– Polígamos -dijo Tammy-. Venga, yayo, no creerás de verdad que es lo mismo. Estás bromeando, pero a mí no me hace gracia, ¿sabes?
Habían llegado al coche. Al subir, Tammy miró detrás y vio su viejo talego. Hizo una breve mueca con el labio. De vuelta a África, decía su expresión, lo que significaba de vuelta con mamá y papá hasta que pensaran en otro plan para menoscabar su determinación. Tacharían de la lista «Mandarla con su abuelo» y pasarían a la siguiente idea. Algo como «Mandarla a Siberia» o «Mandarla al monte australiano».
Tammy entró en el coche. Se abrochó el cinturón y cruzó los brazos. Miró hacia delante impávidamente al canal y su expresión no se suavizó ni cuando vio a las crías de ánade y cómo sus patitas palmeadas las aupaban sobre el agua cuando se apresuraron a seguir a su madre, como corredores minúsculos por la superficie del canal, justo el tipo de imagen evocadora de un milagro que Selevan creyó que la chica agradecería. Sin embargo, no fue así. Estaba concentrada en lo que creía que sabía: cuánto se tardaba en llegar a Heathrow o Gatwick y si el vuelo a África salía esta noche o mañana. Probablemente mañana, lo que significaría una larga noche en algún hotel. Tal vez incluso estuviera ideando un plan para escapar. Por la ventana del hotel o por las escaleras y luego a Francia como fuera.
Selevan se preguntó si debía dejar que pensara que la llevaba allí. Pero le pareció cruel dejar que la pobre niña sufriera. La verdad era que ya había sufrido suficiente. Se había mantenido firme a pesar de todo lo que le habían hecho pasar y aquello tenía que significar algo, aunque fuera algo que ninguno de ellos soportaba plantearse.
– He hecho una llamada -dijo mientras arrancaba el coche-. Hace uno o dos días.
– Bueno, tuviste que hacerla, ¿no? -dijo ella sin ánimo.
– Muy cierto. Dijeron que te llevara. También querían hablar contigo, pero les expliqué que no estabas disponible en ese momento…
– Gracias por eso, como mínimo. -Tammy volvió la cabeza y estudió el paisaje. Estaban cruzando Stratton, en dirección norte por la A39. No había una forma sencilla de salir de Cornualles, pero desde siempre aquello había sido parte de su atractivo-. No tengo muchas ganas de hablar con ellos, yayo. Ya nos hemos dicho todo lo que había que decir.
– Eso crees, ¿eh?
– Hemos hablado y hablado, nos hemos peleado. He intentado explicárselo, pero no lo entienden. No quieren entenderlo. Tienen sus planes y yo tengo los míos y así son las cosas.
– No sabía que habías hablado con ellos.
Selevan puso una voz deliberadamente pensativa, un hombre que consideraba las ramificaciones de lo que estaba contándole su nieta.
– ¿Qué quieres decir, que no sabías que había hablado con ellos? -preguntó Tammy-. Es lo único que hacíamos antes de que llegara aquí. Yo hablaba, mamá lloraba. Yo hablaba, papá gritaba. Yo hablaba, ellos discutían conmigo. Pero yo no quería discutir porque no hay nada que discutir, que yo sepa. O lo entiendes o no, y ellos no lo hacen. ¿Cómo podrían entenderlo? Quiero decir que tendría que haber sabido por el estilo de vida de mamá que nunca sería capaz de apoyarme. ¿Una vida contemplativa? No es muy probable cuando lo que verdaderamente te interesa es hojear revistas de moda y de cotilleos y preguntarte cómo podrías convertirte en la Spice Pija mientras vives en un lugar donde, francamente, no hay muchas tiendas de ropa de diseño y, de todos modos, pesas unos noventa kilos más que ella. O como se llame ahora.
– ¿Quién?
– ¿Cómo que quién? La Spice Pija. La Pija esa. A mamá le llega el ¡Hola! y el OK! en el camión, por no mencionar el Vogue y el Tatler , y ésa es su ambición: parecerse a ellas y vivir como todas ellas, pero no es la mía, yayo, y nunca lo será, así que puedes mandarme a casa y nada será distinto. Yo no quiero lo que quieren ellos. Nunca lo he querido y nunca lo haré.
– No sabía que habías hablado con ellos -repitió-. Dijeron que no lo habían hecho.
– ¿Qué quieres decir? -Se dio la vuelta en el asiento para mirarle.
– La Madre cómo se llame -respondió-. La abadesa. ¿Cómo la llaman?
Entonces Tammy dudó. Sacó un poco la lengua, se lamió los labios y luego se mordió el inferior y lo succionó en una reacción infantil. Selevan notó que se le retorcía el corazón al verlo. Gran parte de ella todavía era una niña pequeña. Entendió que sus padres no pudieran soportar la idea de verla desaparecer tras las puertas de un convento. Al menos no ese tipo de convento, de donde no salía nadie hasta que lo hacía en un ataúd. Para ellos no tenía sentido. Era tan… tan impropio de una chica, ¿no? Se suponía que debían interesarle los zapatos puntiagudos de tacón alto, los pintalabios y los peinaditos, las faldas cortas, las faldas largas o las faldas ni cortas ni largas, las chaquetas, los chalecos, la música y los chicos y las estrellas de cine y en qué momento de su vida debía bajarse las bragas para un chico. Se suponía que a la edad de diecisiete años no debía pensar en el estado del mundo, la guerra y la paz, el hambre y la enfermedad, la pobreza y la ignorancia. Y por supuesto se suponía que no debía pensar nunca en hábitos de penitencia o lo que fuera que llevaran, una pequeña celda con una cama y un atril para el libro de oraciones y una cruz, varios rosarios y levantarse al amanecer y luego rezar y rezar y rezar y estar todo el tiempo encerrada lejos del mundo.
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