Elizabeth George - Al borde del Acantilado

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Al borde del Acantilado: краткое содержание, описание и аннотация

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Thomas Lynley ya no es comisario de la policía de Londres. Tras el brutal asesinato de su mujer embarazada, no había ninguna razón para permanecer en la ciudad y en su puesto. Es por eso que decide volver a los parajes de su infancia e intentar recuperarse allí del golpe que acaba de recibir. Sin embargo, parece que no va a resultar nada fácil alejarse del crimen. Mientras se encuentra haciendo trekking por los campos de Cornualles, se tropieza con el cadáver del joven Santo Kerne, quien aparentemente se despeñó de un acantilado. Aunque en seguida se hace obvio que alguien manipuló el equipo de alpinismo del chico, Lynley decide investigar por su cuenta y no comparte toda la información que cae en sus manos con la verdadera encargada del caso: la subinspectora Bea Hannaford, una policía capaz y resolutiva, pero algo malcarada. Lo que sí hace es llamar a su antigua compañera Barbara Havers para pedirle ayuda. Havers que tiene órdenes de asistir a la subinspectora y de conseguir que Lynley reanude su actividad como detective en Londres, se dirigirá a Cornualles donde parece que hay una inacabable retahíla de sospechosos de haber podido matar a Kerne: amantes despechadas, padres decepcionados, surfistas expertos, antiguos compañeros de colegio y una madre demente. Cada uno de ellos tiene un secreto que guardar y por el que merece la pena mentir en incluso matar.

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– Yayo… -dijo Tammy. Pero pareció no confiar en sí misma para terminar la frase.

– Así soy yo, niña. Tu abuelo que te quiere.

– ¿Has llamado…?

– Bueno, es lo que decía la carta, ¿no? Llame a la Madre cómo se llame para concertar una visita. «A veces las chicas se dan cuenta de que no pueden seguir adelante», me dijo. «Creen que hay algo romántico en este tipo de vida y le aseguro que no es así, señor Penrule. Pero ofrecemos retiros espirituales individuales o para grupos, y si quiere tomar parte en uno la recibiremos.»

Los ojos de Tammy volvieron a ser como los de Nan, pero como deberían haber sido cuando miraba a su padre, no como eran cuando le oía montado en cólera.

– Yayo, ¿no me llevas al aeropuerto? -preguntó Tammy.

– Claro que no -dijo él, como si hacer caso omiso a los deseos de sus padres y llevar a su nieta a la frontera con Escocia para que pasara una semana en el convento de las carmelitas fuera la cosa más razonable del mundo-. No lo saben y no van a saberlo.

– Pero si decido quedarme… Si quiero quedarme… Si veo que es lo que pienso que es y lo que necesito… Tendrás que contárselo. Entonces, ¿qué?

– Deja que yo me preocupe de tus padres -respondió.

– Pero nunca te perdonarán. Si decido… Si creo que es lo mejor, nunca estarán de acuerdo. Nunca pensarán…

– Niña -dijo Selevan a su nieta-, que piensen lo que piensen. -Alargó la mano al compartimento de su puerta y sacó un mapa de carreteras del Reino Unido. Se lo dio-. Ábrelo. Si vamos a conducir hasta Escocia, voy a necesitar un buen copiloto. ¿Crees que estás capacitada para el trabajo?

Su sonrisa era deslumbrante. Se le partió el corazón.

– Sí -contestó.

– Pues adelante.

* * *

La reacción a los acontecimientos del día a la que se aferró durante más tiempo Bea Hannaford fue la necesidad de buscar un culpable. Empezó por Ray. Parecía la fuente más lógica de las dificultades que habían provocado que un asesino pudiera escapar alegremente de una acusación de asesinato. Se dijo que si le hubiera mandado a los chicos del equipo de investigación criminal que había requerido desde el principio no tendría que haber dependido del equipo de relevo que le había enviado, unos hombres cuya experiencia se limitaba al levantamiento de pesos y no a los aspectos más delicados de una investigación de asesinato. Tampoco tendría que haber dependido del agente McNulty como parte de ese equipo, un hombre que al revelar información crítica a la familia del chico muerto había situado a la policía en una posición en la que no tenían prácticamente nada que sólo conocieran ellos y el asesino. Con el sargento Collins como mínimo sí podría cargar, ya que nunca se había ausentado de la comisaría el tiempo suficiente como para causar problemas. Y en cuanto a la sargento Havers y Thomas Lynley… Bea también quería echarles la culpa de algo, aunque sólo fuera de profesarse una lealtad mutua exasperante, pero no tenía valor para hacerlo. Aparte de ocultar información sobre Daidre Trahair, que había resultado no guardar ninguna relación con el caso a pesar de lo que ella se había obstinado en creer, sólo habían hecho lo que les había pedido, más o menos.

Lo que en realidad no quería plantearse era que al final todo se debía a ella porque, después de todo, ella era quien estaba al mando de la investigación y había mantenido una posición terca en más de un tema, desde la culpabilidad de Daidre Trahair hasta su insistencia en tener un centro de operaciones aquí en el pueblo y no donde Ray le había dicho que debería estar: donde se encontraban por lo general los centros de operaciones y donde se instalaba también el personal más adecuado. Y se había mantenido firme en ese deseo de trabajar en Casvelyn y no en otra parte sólo porque Ray le había dicho que se equivocaba.

Así que si bien al final todo se reducía a Ray, también se reducía a ella. Este tipo de cosas ponían su futuro en peligro.

«Imposible presentar ningún caso.» ¿Había cuatro palabras peores? Tal vez «nuestro matrimonio está terminado» eran igual de malas y bien sabía Dios que suficientes policías escuchaban esta frase a un cónyuge que no podía seguir soportando la profesión de su pareja. Pero «imposible presentar ningún caso» significaba dejar en la estacada a una familia afligida, sin llevar a nadie ante la justicia. Significaba que a pesar de las miles de horas, el esfuerzo, los datos revisados, los informes forenses, los interrogatorios, las discusiones, la disposición de esta pieza aquí y esta pieza allá, no quedaba nada más que hacer que volver a empezar todo el proceso desde cero y esperar obtener un resultado distinto o dejar el caso abierto y declararlo sin resolver. Pero ¿cómo podía ser un caso sin resolver cuando sabían perfectamente quién era el asesino y que iba a quedar impune? No podían decir que se trataba de un caso sin resolver precisamente. En un caso sin resolver existía la pequeña esperanza de que surgiera algo más, mientras que en este caso no existía ninguna. La policía regional tal vez le preguntara qué necesitaba para hacer las cosas bien en Casvelyn, pero era casi una ilusión porque lo más probable era que le preguntaran cómo había podido fastidiarla tanto.

La respuesta era Ray, se dijo. Él no estaba interesado en que triunfara. Estaba decidido a vengarse de ella por casi quince años de distanciamiento, por mucho que los hubiera provocado él mismo.

A falta de otra dirección que seguir, dijo a su equipo que empezara a revisar todos los datos otra vez, para ver qué podían encontrar para poner contra la pared a Jago Reeth, alias Jonathan Parsons, y acusarlo de asesinato. ¿Qué tenían que pudieran entregar a la fiscalía, que pudiera prender la llama y activar a los fiscales? Tenía que haber algo. Así que empezarían con este proceso al día siguiente y mientras tanto, se irían todos a casa y descansarían bien aquella noche porque no iban a dormir demasiado hasta que resolvieran aquel asunto. Luego, siguió su propia receta.

Cuando llegó a Holsworthy abrió el armario en el que guardaba las escobas, las fregonas y también el vino. Cogió una botella al azar y la llevó a la cocina. Tinto, descubrió; shiraz. Algo de Suráfrica llamado Old Goats Roam in Villages. Sonaba interesante. No recordaba cuándo o dónde lo había comprado, pero estaba bastante segura de que sólo lo había adquirido por el nombre y la etiqueta.

Lo abrió, se llenó una taza hasta el borde y se sentó a la mesa donde su posición la obligaba a contemplar el calendario. Ver su cita de Internet más reciente, que se había producido hacía casi cuatro semanas, resultó ser tan deprimente como pensar en los últimos seis días. Un arquitecto había sido. Tenía buen aspecto en la pantalla y por teléfono sonó bien. Un poco de palique y risas nerviosas; todas esas tonterías eran de esperar, ¿no? Al fin y al cabo, no era la manera normal como se conocían los hombres y las mujeres, fuera lo que fuese normal hoy en día, porque ya no lo sabía. ¿Un café, tal vez?, se preguntaron. ¿Una copa en algún sitio? Claro, perfecto. Había aparecido con fotos de su casa de veraneo, más fotos de su barco de recreo, más fotos de sus vacaciones en la nieve y más fotos de su coche, que podía ser un Mercedes antiguo o no, porque cuando llegaron a ésas a Bea ya no le interesaba. Yo, yo, yo, declaraba su conversación. Todo yo, nena, y todo el rato. Quiso echarse a llorar o a dormir. Al final de la velada, se había tomado dos martinis y no tendría que haber cogido el coche, pero el deseo de huir se apoderó de su sentido común, así que condujo con cuidado por la carretera y rezó para que no la pararan. Él le dijo con una sonrisa afable: «Vaya. Sólo he hablado de mí, ¿verdad? Bueno, la próxima vez…». Ella pensó: «No habrá una próxima vez, cariño». Que era lo que había pensado de todos.

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