Elizabeth George - Al borde del Acantilado

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Al borde del Acantilado: краткое содержание, описание и аннотация

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Thomas Lynley ya no es comisario de la policía de Londres. Tras el brutal asesinato de su mujer embarazada, no había ninguna razón para permanecer en la ciudad y en su puesto. Es por eso que decide volver a los parajes de su infancia e intentar recuperarse allí del golpe que acaba de recibir. Sin embargo, parece que no va a resultar nada fácil alejarse del crimen. Mientras se encuentra haciendo trekking por los campos de Cornualles, se tropieza con el cadáver del joven Santo Kerne, quien aparentemente se despeñó de un acantilado. Aunque en seguida se hace obvio que alguien manipuló el equipo de alpinismo del chico, Lynley decide investigar por su cuenta y no comparte toda la información que cae en sus manos con la verdadera encargada del caso: la subinspectora Bea Hannaford, una policía capaz y resolutiva, pero algo malcarada. Lo que sí hace es llamar a su antigua compañera Barbara Havers para pedirle ayuda. Havers que tiene órdenes de asistir a la subinspectora y de conseguir que Lynley reanude su actividad como detective en Londres, se dirigirá a Cornualles donde parece que hay una inacabable retahíla de sospechosos de haber podido matar a Kerne: amantes despechadas, padres decepcionados, surfistas expertos, antiguos compañeros de colegio y una madre demente. Cada uno de ellos tiene un secreto que guardar y por el que merece la pena mentir en incluso matar.

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Dios mío, qué desgracia. Seguro que la vida no era eso. Y ahora… Ni siquiera recordaba cómo se llamaba, sólo el sobrenombre que le había dado, el Capullo del Barco, que era lo que le distinguía de todos los otros capullos. ¿Había alguna forma, se preguntó, de encontrar a un hombre de su edad que no cargara con ninguna mochila, o un hombre que pudiera ser persona primero y una profesión que le reportara innumerables posesiones después? Empezaba a creer que no, salvo que ese hombre fuera uno de los muchos divorciados que también había conocido, tipos que no tenían nada más que un coche destartalado, un estudio y una montaña de facturas de la tarjeta de crédito. Sin embargo, tenía que haber algo entre esos dos extremos de disponibilidad masculina. ¿O era así como pasaba el resto de sus años una mujer soltera que tenía lo que antes se llamaba tímidamente «una cierta edad»?

Bea apuró el vino. Debería comer, pensó. No estaba segura de si había algo en la nevera, pero seguro que podía improvisar una sopa de lata. ¿O tal vez alguno de esos palitos de ternera que tanto le gustaban a Pete como tentempié? ¿Una manzana? Quizás. ¿Un tarro de mantequilla de cacahuete? Bueno, seguro que encontraba algo para untar en el pan mohoso. Al fin y al cabo, estaba en Inglaterra.

Se levantó con mucho esfuerzo. Abrió la nevera. Miró sus profundidades frías y sin corazón y descubrió que tenía un bizcocho de caramelo, así que ya podía tachar el postre del menú. Y al fondo de todo había un rollito de ternera picada y cebolla. Podía servir de segundo. ¿Y de entrante…? ¿Tal vez unos fideos? En el cajón de las verduras tenía que haber una lata de algo… ¿Garbanzos? ¿Zanahorias y nabos? Bea se preguntó en qué estaría pensando la última vez que hizo la compra. En nada, seguramente. Lo más seguro es que empujase el carrito por los pasillos sin ninguna idea en la cabeza sobre qué podía cocinar. Pensar en la alimentación adecuada de Pete habría promovido una visita espontánea al supermercado, pero una vez allí se habría distraído por algo como una llamada al móvil y el resultado final había sido… Esto.

Sacó el bizcocho de caramelo y decidió saltarse el entrante, el segundo plato y las verduras y pasar directamente al postre, que, al fin y al cabo, todo el mundo sabía que era la mejor parte de cualquier comida. ¿Por qué negárselo cuando quería animarse y esto le brindaba la mejor posibilidad de conseguirlo?

Estaba a punto de atacarlo cuando un «pam, pam, PAM, pom, POM» sonó en la puerta, seguido del chirrido de la llave de Ray en la cerradura. Entró hablando:

– … hay que saber ceder, amigo -decía.

– La pizza es ceder cuando lo que uno quiere es ir al McDonald's, papá -respondió Pete.

– Ni te atrevas a comprarle un Big Mac -gritó Bea.

– ¿Lo ves? -dijo Ray-. Mamá está de acuerdo.

Entraron en la cocina. Llevaban gorras de béisbol a juego y Pete vestía su sudadera del Arsenal. Ray llevaba unos vaqueros y una cazadora manchada de pintura. Los vaqueros de Pete tenían un agujero enorme en la rodilla.

– ¿Dónde están los perros? -les preguntó Bea.

– En casa -dijo Ray-. Hemos ido…

– Mamá, papá ha encontrado este sitio de paintball chulísimo -anunció Pete-. Ha sido fantástico. ¡Tomaaa! -Hizo como que disparaba a su padre-. ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! Te pones unos monos, te cargan el arma y allá va. Te di bien, ¿verdad, papá? Ande a…

– Anduve -le corrigió Bea pacientemente.

Miró a su hijo y no contuvo la sonrisa que apareció en sus labios mientras Pete le demostraba el sigilo con que había logrado eliminar a su padre con pintura. Era justo el tipo de juego que siempre se había prometido que su hijo no jugaría nunca: una imitación de la guerra. Sin embargo, ¿acaso los niños no eran sólo niños?

– No pensabas que sería tan bueno, ¿verdad? -preguntó Pete a su padre, golpeándole juguetonamente en el brazo.

Ray alargó la mano, enganchó el brazo alrededor del cuello de Pete y lo atrajo hacia sí. Plantó un beso ruidoso en la cabeza de su hijo y frotó los nudillos en su pelo abundante.

– Ve a por lo que has venido a buscar, mago del paintball -le dijo-. Tenemos que ir a cenar.

– ¡Pizza!

– Curry o chino, es mi mejor oferta. O podemos comer hígado encebollado en casa con coles de Bruselas y habas.

Pete se rió. Salió disparado de la habitación y le oyeron subir las escaleras corriendo.

– Quería el reproductor de CD -le contó Ray a Bea. Sonrió mientras oían a Pete revoloteando por su cuarto-. La verdad es que quiere un iPod y cree que si demuestra cuántos CD tiene que trajinar cuando podría llevar un aparato del tamaño de un… ¿Qué tamaño tienen? No estoy al corriente de la tecnología.

– Es lo que les gusta a los chavales hoy en día. Cuando se trata de tecnología, estoy absolutamente perdida sin Pete.

Ray se quedó mirándola un momento mientras ella cogía un trozo de bizcocho de caramelo con la cuchara. Le saludó con él.

– ¿Por qué me parece que eso es tu cena, Beatrice? -le dijo Ray.

– Porque eres policía.

– Entonces, ¿lo es?

– Ajá.

– ¿Tienes prisa?

– Ojalá -contestó ella-. Pero no es la palabra que escogería yo para describir qué tengo y qué no tengo en este caso.

Decidió contárselo. Iba a enterarse antes o después, así que mejor que fuera antes y por ella. Le dio todos los detalles y esperó su reacción.

– Maldita sea -dijo-. Es una verdadera… -Pareció buscar una palabra.

– ¿Cagada? -ofreció-. ¿Provocada por mí?

– No iba a decir eso precisamente.

– Pero es lo que estabas pensando.

– Lo de la cagada, sí. La parte sobre ti, no.

Bea giró la cara a la expresión de compasión agradable que apareció en el rostro de Ray. Miró por la ventana, que de día habría dado a una parte del jardín, o lo que se suponía que era el jardín, que en esta época del año debería estar cubierto de mantillo, pero que en lugar de eso se ofrecía a las semillas perdidas que dejaban caer las alondras y los pardillos en sus vuelos. Esas semillas germinaban en hierbajos y dentro de un mes o dos tendría una tarea verdaderamente complicada entre manos. Qué bien que lo único que viera en la ventana fuera su reflejo y el de Ray detrás de ella, pensó. Le proporcionaba una pequeña distracción del trabajo que se había creado a sí misma por no prestar atención al jardín.

– Estaba decidida a echarte la culpa -dijo.

– ¿Por?

– Por la cagada. Un centro de operaciones inadecuado. Ningún tipo del equipo de investigación criminal ni por asomo. Ahí estaba yo, colgada con el agente McNulty y el sargento Collins y con quien te dignaras a enviarme…

– La cosa no fue así.

– Oh, ya lo sé. -Habló con cautela porque era cautelosa. Se sentía como si hubiera estado nadando a contracorriente demasiado tiempo-. Soy yo la que mandó al agente McNulty a informar a los Kerne de que la muerte era un asesinato. Pensé que usaría el sentido común, pero me equivoqué, claro. Y luego, cuando me enteré de lo que les había contado, pensé que averiguaríamos algo más, alguna pistita, algún detalle… No importaba qué. Sólo algo útil para utilizar como cebo cuando apareciera el asesino. Pero no fue así.

– Aún puedes conseguirlo.

– Lo dudo. A menos que tengas en cuenta un comentario sobre un póster de surf que seguramente no servirá de nada a ojos de la fiscalía. -Dejó el recipiente del bizcocho en la mesa-. Durante años me he estado diciendo que no existe el asesinato perfecto y la ciencia forense está demasiado evolucionada. Siempre que se encuentre el cadáver hay demasiadas pruebas, demasiados expertos. Nadie puede matar y no dejar ningún rastro de ello. Es imposible, no puede hacerse.

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