– ¿Por qué? -pregunté-. Dime eso, al menos. He de comprender.
Sus ojos se apartaron de los míos un instante y fueron hacia el retrato de Fleming, que colgaba en la pared sobre mí. Después, regresaron a mi cara.
– Qué ironía -dijo.
– ¿Qué?
– Pensar que, después de todas las angustias que nos hemos causado mutuamente a lo largo de los años, al final de nuestras vidas aparece la necesidad.
Me miró sin pestañear. Su expresión no cambió. Parecía la calma personificada, nada resignada, sino desafiante.
– Ha sucedido que alguien ha muerto -dije-. Y si aparece necesidad, será por parte de la policía. Necesitan respuestas. ¿Qué vas a decirles?
– Hemos llegado a necesitarnos mutuamente. Tú y yo, Olivia. Eso es lo que importa. Al final.
Su mirada me retenía como a una rata hipnotizada por la mirada de una serpiente justo antes de convertirse en la cena del ofidio. Desvié mis ojos hacia la enorme chimenea de caoba, cuyo reloj central se había detenido para siempre la noche que la reina Victoria murió. De esa manera simbólica, mi bisabuelo había llorado el fin de una era. Para mí, era como una demostración de la fuerza que el pasado ejerce sobre nosotros.
Mi madre volvió a hablar, con voz serena.
– Si no hubieras estado aquí cuando volví a casa, si no me hubiera enterado de tu… -Vaciló, en busca del eufemismo adecuado-. Si no hubiera visto tu estado, lo que la enfermedad te está haciendo y lo que va a hacerte, me habría suicidado. Lo habría hecho el viernes por la noche sin la menor vacilación, cuando me dijeron que Ken había muerto en la casa. Cogí las hojas de afeitar. Llené la bañera para desangrarme con más facilidad. Me senté en el agua y levanté la hoja, pero no pude hacerlo. Porque abandonarte ahora, obligarte a plantar cara a esa muerte horrible sin que yo pudiera ayudarte en nada… -Meneó la cabeza-. Cómo se estarán riendo los dioses de nosotros, Olivia. Quería que mi hija volviera a casa desde hacía años.
– Y he vuelto.
– En efecto.
Pasé la mano sobre el viejo tapizado de terciopelo, noté que su raída lanilla subía y bajaba.
– Lo siento -dije-. Muy oportuna. Dios, cómo lo he complicado todo. -No contestó. Daba la impresión de que esperaba algo más. Estaba sentada muy tiesa a la luz agonizante del atardecer, y me miró mientras yo formulaba la pregunta y hacía acopio de fuerzas para preguntar de nuevo-. ¿Por qué? Madre, ¿por qué lo hiciste? ¿Estás…? ¿Necesitas dinero o algo así? ¿Pensabas en el seguro de la casa?
Su mano derecha buscó la alianza de la izquierda. Sus dedos se cerraron sobre el anillo.
– No -contestó.
– Entonces, ¿qué?
Se levantó. Caminó hacia la ventana salediza y volvió a colgar el teléfono. Se quedó un momento con la cabeza gacha y las yemas de los dedos apoyadas sobre la superficie de la mesa.
– He de barrer estos cristales rotos -dijo.
– Dime la verdad, madre.
– ¿La verdad? -Levantó la cabeza. No se volvió hacia mí-. Amor, Olivia. Así empieza todo siempre, ¿no? Lo que no entendía es que también es el final.
He aprendido dos lecciones. Primera, la verdad existe. Segunda, ni admitir ni reconocer la verdad te libera.
También he aprendido que, haga lo que haga, alguien sufrirá por mi culpa.
Al principio, pensé que podría sepultar la certeza. Todos aquellos cabos sueltos que rodeaban la madrugada del miércoles al jueves no acababan de encajar, y mi madre no quería aclarar lo que había dicho sobre el amor, aparte de decir que lo había hecho por él, y yo ignoraba (y prefería seguir ignorando) quién era aquella mujer a la que mi madre se refería en relación con Kenneth. Solo sabía con seguridad que la muerte de Kenneth Fleming en la casa se había producido por accidente. Era un accidente. Y el castigo de mi madre, si era necesario un castigo, consistiría en tener que vivir con el conocimiento de que ella había provocado el incendio que causó la muerte del hombre a quien amaba. ¿No era suficiente castigo? Sí, lo era, concluí. Lo era.
Decidí callar lo que sabía. No se lo dije a Chris. ¿Para qué?
Pero después, la investigación continuó. La seguí como pude gracias a los periódicos y las noticias de la radio. Un incendio deliberado se había desatado gracias a un artefacto incendiario, cuya naturaleza la policía no revelaba. Por lo visto, era la naturaleza del artefacto, y no solo su presencia, lo que alentaba a las autoridades a empezar a utilizar las palabras «incendio premeditado» y «asesinato». En cuanto aquellas palabras fueron empleadas, sus compañeras empezaron a menudear en los medios de comunicación: «sospechoso», «asesino», «víctima», «móvil». El interés aumentó. Las especulaciones se desataron. Y después, Jimmy Cooper confesó.
Esperé a que mi madre telefoneara. Es una mujer con conciencia, me dije. Hablará. En cualquier momento. Porque estamos hablando del hijo de Kenneth Fleming. El hijo de Kenneth.
Intenté pensar que el giro de los acontecimientos nos favorecía a todos. Es solo un muchacho, pensé. Si va a juicio y le declaran culpable, ¿qué puede hacer nuestro sistema penal con un asesino convicto y confeso de dieciséis años? ¿No le enviarán a un sitio como Borstal, donde le rehabilitarán durante unos cuantos años? ¿No será mejor así para la sociedad? Le cuidarán, le educarán, le enseñarán un oficio, cosa que sin duda necesita con desesperación. En conjunto, la experiencia le beneficiará.
Después, vi su fotografía, cuando la policía le sacaba de la escuela secundaria. Caminaba entre dos agentes, y se esforzaba por aparentar que todo le importaba un bledo. Se hacía el duro y ponía cara de pasar de todo. Yo conozco muy bien esa expresión. Decía: «Llevo una armadura», y «Todo me importa una mierda». Comunicaba el hecho de que el pasado no le preocupaba, porque no tenía futuro.
Entonces, telefoneé a mi madre. Le pregunté si sabía lo de Jimmy. Dijo que la policía solo quería hablar con él. Pregunté qué iba a hacer. Dijo que estaba en mis manos.
– Olivia, comprenderé tu decisión, sea cual sea.
– ¿Qué le harán? ¿Qué le harán, madre?
– No lo sé. Ya le he buscado un abogado. Ha hablado con el muchacho.
– ¿El abogado lo sabe? Me refiero a…
– No creo que le lleven a juicio, Olivia. Puede que estuviera en las cercanías aquella noche, pero no estuvo en la casa. No tienen pruebas.
– ¿Qué pasó? Aquella noche. Dime al menos qué pasó, madre.
– Olivia. Querida. No creo que quieras saberlo. No creo que quieras cargar con ese peso.
Su voz era plácida, razonable. No era la voz de la Miriam Whitelaw que en otros tiempos hacía buenas obras por todo Londres, sino la voz de una mujer alterada de forma permanente.
– Necesito saberlo -dije-. Has de decírmelo.
Para saber cómo debía actuar, qué hacer, qué pensar, cómo comportarme en adelante.
Me lo contó. Era muy sencillo, en realidad. Dejó la casa como si hubiera gente dentro: las luces encendidas, el estéreo en funcionamiento, ambos con progra-madores de tiempo que reprodujeran los movimientos lógicos de sus ocupantes por la noche. Salió por el jardín trasero y se deslizó por los callejones al amparo de la oscuridad, sin hacer ruido y sin coger el coche, porque el coche no era necesario.
– Pero ¿cómo? -pregunté-. ¿Cómo llegaste a la casa? ¿Cómo lo hiciste?
Más que sencillo. Un trayecto en metro hasta la estación Victoria, desde donde partían trenes a Gatwick las veinticuatro horas del día, y en Gatwick las agencias de alquiler de coches tampoco cierran en todo el día, y no cuesta nada alquilar un Cavalier azul para llegarse hasta Kent (no es un trayecto muy largo), y es fácil coger las llaves del cobertizo pasada la medianoche, cuando las luces están apagadas y la única habitante de la casa está dormida, de manera que no oye a la intrusa, que tarda menos de dos minutos en entrar por la cocina, colocar en una butaca un cigarrillo sujeto a unas cerillas, un cigarrillo sacado de un paquete comprado en cualquier estanco, un cigarrillo vulgar, el cigarrillo más vulgar imaginable. Y después, de vuelta por la cocina, sin detenerse más que para sacar a dos gatitos, porque los gatitos son inocentes, ellos no han elegido vivir allí, no tienen por qué morir abrasados con ella, un gran incendio en que la casa será sacrificada, pero da igual, ella también da igual, todo da igual, excepto Kenneth y poner fin al dolor que ella le causa.
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