Elizabeth George - Cenizas de Rencor

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Olivia Whitelaw ha vivido su vida como polo negativo de la de su autoritaria madre: esta quería que estudiase, pero ella dejó el instituto y se fue a vivir con un hombre casado, quien no tardó en dejarla a su vez. Abandonada y embarazada, su madre solo la readmitió en casa a condición de que abortase… Ahora quizá es demasiado tarde para enderezar su destino, pero no así para intentar comprender los extraños mecanismos psicológicos por los que una hija puede, aun en su rebeldía, vivir al compás de los caprichos de su madre. Para intentar comprender cómo los actos de una persona pueden venir invariablemente determinados por el criterio de otra. Y cómo una relación emocional tan enrarecida puede involucrar a otras personas e incluso dar lugar a un siniestro crimen… Por su parte, el inspector Linley tendrá que hilar muy fino para llegar al meollo de este amargo entramado de sentimientos.

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Me dije que debía averiguarlo. La telefoneé, pero no hubo respuesta. Telefoneé todo el día y parte de la noche. Y la tarde siguiente perdí la paciencia.

Pedí a Chris que fuéramos a Kensington. Dije que quería ver a solas a mi madre, si no le importaba. Porque hacía mucho tiempo que estábamos distanciadas, dije. Estará triste, dije. Necesitará a alguien de la familia a su lado.

Ghris dijo que comprendía. Me acompañaría a Kensington. Esperaría a que yo le telefoneara y volvería a buscarme.

No toqué el timbre después de subir penosamente los siete peldaños del frente. Entré con mi llave. Cerré la puerta a mi espalda y vi que la puerta del comedor estaba cerrada, al igual que la del saloncito. Las cortinas estaban corridas sobre la ventana que daba al jardín trasero. Me quedé de pie en la oscuridad casi total de la entrada. Escuché el profundo silencio de la casa.

– ¿Madre? -llamé, con tanta serenidad como pude reunir-. ¿Estás aquí?

Como el miércoles por la noche, no hubo respuesta. Me acerqué al comedor y abrí la puerta. Se filtró luz hacia la entrada y cayó sobre el poste situado al pie de la escalera, del cual colgaba un bolso. Fui a examinarlo. Recorrí con los dedos la suave piel. Una tabla crujió en el piso de arriba. Levanté la cabeza y llamé.

– ¿Madre? Chris no está. He venido sola.

Clavé la vista en la escalera. Ascendía hasta perderse en la oscuridad. Era primera hora de la tarde, pero mi madre había logrado convertir la casa en una tumba, con las puertas y ventanas cerradas. Solo veía formas y sombras.

– He leído los diarios. -Dirigí mi voz hacia donde debía estar, en el segundo piso de la casa, ante la puerta de su dormitorio, apoyada contra la hoja, las manos a la espalda y aferradas al pomo-. Sé lo de Kenneth. Lo siento mucho, madre. -Finge, pensé. Finge que nada ha cambiado-. Cuando leí lo del incendio, pensé que debía venir. Habrá sido horrible para ti. ¿Te encuentras bien, madre?

Tuve la impresión de que un suspiro flotaba desde arriba, aunque bien habría podido ser una ráfaga de viento al golpear la ventana del final del pasillo. Oí un roce. Después, la escalera empezó a crujir poco a poco, como si bajaran un peso de cien kilos centímetro a centímetro.

Me aparté del poste. Esperé y me pregunté qué íbamos a decir. ¿Cómo puedo seguir esta farsa?, me pregunté. Es tu madre, me dije a modo de respuesta, de modo que tendrás que hacerlo. Busqué en mi mente algo que decir mientras mi madre descendía el primer tramo de escalera. Cuando avanzó por el pasillo que corría sobre mi cabeza, abrí la puerta del saloncito. Descorrí las cortinas de la ventana del fondo. Volví para encontrarme con ella al pie de la escalera.

Se detuvo en el rellano. Su mano izquierda aferraba la barandilla. La derecha era un puño entre sus pechos. Llevaba la misma bata que se había puesto a las tres de la madrugada del jueves, pero ya no proyectaba aquella energía que Chris había considerado insólita. Ahora, comprendí que habían sido los nervios, tensos como cuerdas de violín.

– Cuando leí lo sucedido, decidí venir -dije-. ¿Estás bien, madre?

Bajó el último tramo de escalera. El teléfono empezó a sonar en el saloncito. No dio señas de oír el timbre. Repiqueteó con insistencia. Miré hacia el saloncito y me pregunté si debía contestar.

– Periodistas -dijo mi madre-. Buitres. Devoran el cadáver.

Estaba de pie en el primer peldaño, y a la luz que entraba por las puertas abiertas y la ventana con la cortina descorrida, vi hasta qué punto la había cambiado el último día. Aunque iba vestida para dormir, no lo habría conseguido. Las arrugas de su cara se habían convertido en canales. Bolsas de piel colgaban bajo sus ojos.

Vi que sostenía algo en el puño, de color caoba que contrastaba con el tono ceniciento de su piel. Se llevó el puño a la mejilla, que apretó con lo que sujetaba.

– No lo sabía -susurró-. No lo sabía, querido. Te lo juro.

– Madre.

– No sabía que estabas allí.

– ¿Dónde?

– En la casa. No lo sabía.

En el mismo instante que destruyó cualquier posibilidad de fingimiento entre ambas, sentí la boca seca como si hubiera caminado un mes por el desierto.

Pensé que la única posibilidad de evitar desmayarme era concentrarse en algo ajeno-a mis frenéticos pensamientos, de modo que me concentré en contar los timbrazos del teléfono que aún sonaban en el saloncito. Cuando por fin enmudecieron, trasladé mi concentración a lo que mi madre todavía apretaba contra su mejilla. Era una vieja pelota de criquet.

– Después de tu primera serie de cien -susurró, con los ojos clavados en algo que solo ella podía ver-, fuimos a cenar. Un grupo. Cómo estabas aquella noche. Radiante. Vida y carcajadas, pensé. Tan joven y espléndido. -Se llevó la pelota a los labios-. Me diste esto. Delante de toda aquella gente. Tu mujer. Tus hijos. Tus padres. Otros jugadores. «Reconozcamos el mérito de quien más lo merece», dijiste. «Alzo mi copa por Miriam. Ella me ha proporcionado la valentía de perseguir mis sueños.»

El rostro de mi madre se desmoronó. Su cabeza tembló.

– No lo sabía -dijo, con la boca apretada contra la pelota de cuero desgastada-. No lo sabía.

Pasó de largo como si yo no estuviera allí. Recorrió el pasillo y entró en el saloncito. La seguí poco a poco y la encontré ante la ventana. Golpeaba su frente contra el cristal. A cada golpe, aumentaba la fuerza. «Ken», decía con cada golpe.

Me sentí paralizada de terror, miedo e impotencia. ¿Qué hacer?, pensé. Con quién hablar. Cómo ayudar. Ni siquiera podía bajar a la cocina y dedicarme a la simple tarea de preparar una comida que ella sin duda necesitaba, porque no podría subírsela cuando la tuviera preparada, y aunque hubiera podido hacerlo, me aterrorizaba dejarla sola.

El teléfono volvió a sonar. Al mismo tiempo, mi madre aumentó la fuerza de sus golpes contra el cristal. Sentí los primeros calambres en las piernas. Noté que mis brazos se debilitaban. Tenía que sentarme. Quería huir.

Me acerqué al teléfono, levanté el auricular, volví a colgarlo. Antes de que sonara de nuevo, marqué el número de la barcaza y recé para que Chris estuviera. Mi madre seguía golpeando su cabeza contra la ventana. Los cristales vibraban. Mientras el teléfono sonaba al otro lado de la línea, el primer cristal se partió.

– ¡Madre! -grité, mientras aumentaba la fuerza y el ritmo de los golpes.

Chris descolgó por fin.

– Ven. Deprisa -dije, y colgué antes de que pudiera contestar.

El cristal se rompió. Los fragmentos cayeron sobre el antepecho, y después al suelo. Me acerqué a mi madre. Se había hecho un corte en la frente, pero parecía indiferente a la sangre que resbalaba sobre su mejilla como las lágrimas de una mártir. Cogí su brazo. Lo apreté con suavidad.

– Madre -dije-. Soy Olivia. Estoy aquí. Siéntate.

– Ken -fue su única respuesta.

– No puedes hacerte esto. Por el amor de Dios. Por favor.

Un segundo cristal se rompió. Los pedazos cayeron al suelo. Vi nuevos cortes que empezaban a sangrar.

La atraje hacia mí.

– ¡Basta!

Se soltó. Volvió a la ventana. Continuó golpeando.

– ¡Maldita seas! -chillé-. ¡Basta! ¡Basta!

Me acerqué a ella como pude. Cogí sus brazos. Me apoderé de la pelota de criquet y la tiré al suelo. Fue a parar a una esquina, debajo de un jarrón. Mi madre volvió la cabeza. Siguió la pelota con la vista. Se llevó una muñeca a la frente y la apartó manchada de sangre. Empezó a llorar.

– No sabía que estabas allí. Ayúdame. Querido. No sabía que estabas allí.

La guié hasta el sofá con mucho esfuerzo. Se acurrucó en una esquina con la cabeza apoyada en el brazo, mientras la sangre goteaba sobre una vieja funda de encaje. La miré, impotente. La sangre. Las lágrimas. Me encaminé al comedor y encontré la botella de jerez. Me serví una copa y la vacié de un trago. Hice lo mismo por segunda vez. Apreté la tercera en el puño y, con los ojos clavados en ella para no derramar el líquido, volví con mi madre.

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