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Elizabeth George: Cenizas de Rencor

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Elizabeth George Cenizas de Rencor

Cenizas de Rencor: краткое содержание, описание и аннотация

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Olivia Whitelaw ha vivido su vida como polo negativo de la de su autoritaria madre: esta quería que estudiase, pero ella dejó el instituto y se fue a vivir con un hombre casado, quien no tardó en dejarla a su vez. Abandonada y embarazada, su madre solo la readmitió en casa a condición de que abortase… Ahora quizá es demasiado tarde para enderezar su destino, pero no así para intentar comprender los extraños mecanismos psicológicos por los que una hija puede, aun en su rebeldía, vivir al compás de los caprichos de su madre. Para intentar comprender cómo los actos de una persona pueden venir invariablemente determinados por el criterio de otra. Y cómo una relación emocional tan enrarecida puede involucrar a otras personas e incluso dar lugar a un siniestro crimen… Por su parte, el inspector Linley tendrá que hilar muy fino para llegar al meollo de este amargo entramado de sentimientos.

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Saqué la colección de libros sobre cocina vegetariana de Chris, que guardaba en la estantería clavada sobre los fogones, y los llevé de uno en uno a la mesa. Abrí el primer libro y pensé en la comida que Chris y yo prepararíamos para mi madre y Kenneth. Entrante, segundo plato, pudin y quesos sería perfecto. Hasta tomaríamos vino. Empecé a leer. Cogí un lápiz de la lata para tomar notas.

Mientras pensaba y planificaba, Chris examinaba un molde en el cuarto de trabajo. Nuestros lápices garrapatearon sobre el papel durante la mayor parte de la tarde. Aparte de ese ruido y de los discos que sonaban en el estéreo, nada nos molestó o distrajo hasta que Max vino a vernos por la noche.

– ¿Chris? ¿Muchacha? ¿Estáis ahí abajo? -se anunció, mientras saltaba con un gruñido a la barcaza. Los perros empezaron a ladrar.

– Está abierto -contestó Chris, y Max bajó con cuidado la escalera. Tiró galletas de perro al otro extremo de la habitación y sonrió cuando Toast y Beans salieron disparados detrás de ellas. Yo estaba dormitando en la vieja butaca naranja. Chris se había tirado al suelo, a mis pies. Los dos bostezamos.

– Hola, Max -dijo Chris-. ¿Qué hay de nuevo?

Una bolsa blanca de colmado colgaba de la mano derecha de Max. La levantó un poco. Por un momento, y aunque resultara extraño, aparentó torpeza y falta de seguridad en sí mismo.

– Os he traído unas golosinas.

– ¿Qué celebramos?

Max sacó uva roja, un trozo de queso, galletas y una botella de vino italiano.

– Me he permitido una reacción secular a una crisis. En un pueblo, cuando el desastre se abate sobre una familia, los vecinos les llevan comida. Es una actividad prima segunda de preparar té.

Max entró en la cocina. Chris y yo nos miramos perplejos.

– ¿Desastre? -preguntó Chris-. ¿Qué ha pasado, Max? ¿Te encuentras bien?

– ¿Yo? -dijo. Volvió con copas, platos y el sacacorchos. Dejó todo sobre el banco de trabajo y se volvió hacia nosotros-. ¿Esta noche no habéis escuchado la radio?

Negamos con la cabeza.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Chris. Su expresión se alteró al instante-. Mierda. ¿La policía ha capturado a alguna de nuestras unidades, Max?

– No tiene nada que ver con el MLA. -Max me miró-. Está relacionado con tu madre.

Pensé, oh, Dios, infarto, apoplejía, atropello, asaltada en plena calle. Sentí que una mano fría pasaba sobre mi cara.

– Y ese novio suyo -continuó Max-. ¿No os habéis enterado de lo de Kenneth Fleming?

– ¿Kenneth? -fue mi estúpida pregunta-. ¿Qué ha pasado, Max?

Con aquella rapidez de las ideas al pasar por la mente, pensé, accidente de avión. Pero los periódicos de la mañana no hablaban de ningún accidente, y si un avión se hubiera estrellado camino de Grecia lo anunciarían todos los periódicos, ¿verdad? Y yo tenía un periódico, ¿no? De hecho, tenía dos. Y también el de ayer. Pero ninguno había dicho…

Solo oí fragmentos de la respuesta de Max.

– Muerto… incendio… en Kent… cerca de los Springburns.

– Pero no puede estar en Kent -protesté-. Mi madre dijo…

Enmudecí. Mis pensamientos acallaron mis palabras.

Sabía que Chris me estaba mirando. Me esforcé en no expresar nada. Mi memoria empezó a repasar los detalles de aquellas horas que había pasado sola, y luego con mi madre, en Kensington. Porque ella había dicho…, había dicho… Grecia. El aeropuerto. Le había acompañado. ¿No había dicho eso?

– … en las noticias -estaba diciendo Max-. No sé nada más… muy jodido para todo el mundo.

Pensé en ella, de pie en el pasillo a oscuras. Aquel extraño vestido camisero, la afirmación de que necesitaba cambiarse, el olor a ginebra de su aliento después de que tardara tanto en cambiarse. ¿Qué había notado Chris en ella cuando había llegado? La energía que proyectaba a las cinco de la mañana, tan insólita en una mujer de su edad. ¿Qué estaba pasando?

Tuve la impresión de que una soga se cerraba alrededor de mi cuello. Recé para que Max se fuera cuanto antes, porque sabía que en caso contrario me desmoronaría y empezaría a farfullar como una idiota.

Pero ¿farfullar sobre qué? Debí malinterpretarla, pensé. Al fin y al cabo, estaba nerviosa. Me despertó en pleno sueño. No presté atención a sus palabras. Estaba concentrada en tratar de evitar que nuestra entrevista inicial no se desintegrara en acusaciones y recriminaciones. Debió decir algo que malinterpreté.

Aquella noche, en la cama, examiné los hechos. Dijo que le había acompañado al aeropuerto… No. Dijo que venía del aeropuerto, ¿no? Su vuelo se había retrasado. Bien. Muy bien. Entonces, ¿qué hicieron? Mi madre no habría querido dejarle tirado en el aeropuerto. Debió quedarse, tomaron unas copas. Por fin, él le dijo que volviera a casa. Y después… Después, ¿qué? ¿Ken salió corriendo del aeropuerto y fue a Kent? ¿Por qué? Aunque el vuelo se hubiera retrasado, ya habría entregado los billetes y estaría esperando en la sala de vuelos internacionales, o en una de esas salas para viajeros importantes en las que ni siquiera dejan entrar a personas sin billete…, al igual que tampoco las admiten en la sala de vuelos internacionales. ¿Por qué había pensado que Kenneth y mi madre habrían tomado unas copas juntos, mientras él esperaba su vuelo? No podía ser. Necesitaba algo diferente.

Tal vez habían suspendido el vuelo. Tal vez había ido desde el aeropuerto a Kent para utilizar la casa durante las vacaciones. No se lo había dicho a mi madre porque no sabía que iba a ir, porque cuando ella le dejó en el aeropuerto, Ken ignoraba que el vuelo sería suspendido. Sí. Sí, eso era. Fue a Kent. Sí, fue a Kent. Y en Kent murió. Solo. Un incendio. Un cortocircuito, chispas, prenden en la alfombra, después llamas y más llamas y su cuerpo carbonizado. Un accidente horrible. Sí, sí. Eso era lo que había pasado.

Experimenté un alivio increíble al llegar a esta conclusión. ¿Qué había pensado?, me pregunté. ¿Por qué demonios lo había pensado?

Cuando Chris entró con el té de la mañana, dejó la taza sobre la estantería contigua a la cama. Se sentó en el borde.

– ¿Cuándo iremos? -preguntó.

– ¿Adónde?

– A verla. Querrás verla, ¿no?

Musité un sí. Le pedí que me comprara el periódico.

– Quiero saber qué pasó -dije-. Antes de hablar con ella. He de saberlo para decidir qué debo decir.

Me trajo el Times otra vez. Y el Daily Mail. Mientras preparaba nuestro desayuno, me senté a la mesa y leí los artículos. Había pocos detalles aquella primera mañana después de que el cadáver de Kenneth hubiera sido descubierto: el nombre de la víctima, el nombre de la casa donde le habían encontrado, el de la propietaria de la casa, el del lechero que había descubierto el incendio, la hora del descubrimiento, los nombres de los principales investigadores. A continuación, seguía una breve biografía de Kenneth Fleming, y al final se apuntaban las teorías actuales, que debían confirmar la autopsia y la investigación posteriores. Leí esta última parte una y otra vez, con especial atención a las palabras «especialistas en incendios provocados» y a la supuesta hora de la muerte: «Antes de la autopsia, el forense destacado al lugar de los hechos determinó que la muerte tuvo lugar entre treinta y treinta y seis horas antes de descubrir el cadáver». Yo realicé los cálculos mentales en mi cabeza. Eso concretaba la hora de la muerte alrededor de la medianoche del miércoles. Sentí un dolor sordo en el pecho. Pese a lo que mi madre me hubiera dicho la madrugada del jueves sobre el paradero de Kenneth Fleming, una cosa estaba clara: el hombre no podía estar en dos sitios a la vez, en compañía de mi madre camino de o ya en el aeropuerto, y en Celandine Cottage. O el forense se equivocaba, o mi madre estaba mintiendo.

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