Elizabeth George - Cenizas de Rencor

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Olivia Whitelaw ha vivido su vida como polo negativo de la de su autoritaria madre: esta quería que estudiase, pero ella dejó el instituto y se fue a vivir con un hombre casado, quien no tardó en dejarla a su vez. Abandonada y embarazada, su madre solo la readmitió en casa a condición de que abortase… Ahora quizá es demasiado tarde para enderezar su destino, pero no así para intentar comprender los extraños mecanismos psicológicos por los que una hija puede, aun en su rebeldía, vivir al compás de los caprichos de su madre. Para intentar comprender cómo los actos de una persona pueden venir invariablemente determinados por el criterio de otra. Y cómo una relación emocional tan enrarecida puede involucrar a otras personas e incluso dar lugar a un siniestro crimen… Por su parte, el inspector Linley tendrá que hilar muy fino para llegar al meollo de este amargo entramado de sentimientos.

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– Bebe esto -dije-. Escúchame, madre. Bebe esto. Has de cogerlo porque mis manos son incapaces de sujetarla. ¿Me has oído, madre? Es jerez. Has de beberlo.

Había dejado de hablar. Daba la impresión de que estaba mirando la hebilla de plata de mi cinturón. Asió con una mano la funda del sofá. La otra estrujó el lazo de su bata. Extendí la mano para que cogiera el jerez.

– Por favor -dije-.Tómalo, madre.

Parpadeó. Dejé el jerez sobre la mesilla auxiliar contigua. Sequé su frente con la funda. Los cortes no eran profundos. Solo uno seguía sangrando. Apreté el encaje sobre él. El timbre de la puerta sonó.

Chris se ocupó de todo con su habitual eficacia. Echó un vistazo a mi madre, masajeó sus manos y sostuvo el jerez ante su boca hasta que bebió.

– Necesita un médico -dijo.

– ¡No! -No podía imaginar qué diría, a qué conclusiones llegaría el médico, qué ocurriría a continuación. Modulé mi voz-. Nosotros la cuidaremos. Ha tenido un shock. Hemos de obligarla a comer. Hemos de acostarla.

Mi madre se removió. Levantó la mano y examinó la muñeca manchada de sangre, seca ya y del color de la herrumbre.

– Oh -exclamó-. Un corte.

Se llevó la muñeca a la boca. Se limpió con la lengua.

– ¿Puedes prepararle algo de comer? -pregunté a Chris.

– No sabía que estabas allí -susurró mi madre.

Chris la miró. Se dispuso a contestar.

– Desayuno -me apresuré a decir-. Cereales. Té. Lo que sea. Chris, por favor. Necesita comer.

– No lo sabía -dijo mi madre.

– ¿Qué le…?

– ¡Chris! Por el amor de Dios. Yo no puedo bajar a la cocina.

Asintió y nos dejó.

Me senté a su lado. Aferré con una mano el andador porque necesitaba sentir algo sólido e inalterable bajo mis dedos.

– ¿Estuviste en Kent el miércoles por la noche? -pregunté en voz baja.

– No sabía que estabas allí, Ken. No lo sabía.

Resbalaron lágrimas por las esquinas de sus ojos.

– ¿Provocaste el incendio?

Se llevó el puño a la boca.

– ¿Por qué? -susurré-. ¿Por qué lo hiciste?

– Todo para mí. Mi corazón. Mi mente. Nada te hará daño. Nada. Nadie.

Se mordió el dedo índice y empezó a sollozar. Apretó entre los dientes la parte carnosa del dedo, desde el nudillo a la primera articulación, sin dejar de llorar.

Cubrí su puño con mi mano.

– Madre -dije, y traté de apartar el dedo de su boca. Era mucho más fuerte de lo que imaginaba.

El teléfono volvió a sonar. Enmudeció de repente, y supuse que Chris había descolgado el de la cocina. Se quitaría de encima a los periodistas. No había nada que temer a ese respecto, pero mientras observaba a mi madre, comprendía que no eran las llamadas de los periodistas lo que yo temía. Temía a la policía.

Apoyé la mano sobre un lado de su cabeza y acaricié su pelo para calmarla.

– Ya pensaremos en cómo salir de ésta -dije-. No te pasará nada.

Chris volvió con una bandeja que entró en el comedor. Oí el ruido de platos y cubiertos mientras los disponía sobre la mesa. Volvió al saloncito. Rodeó con el brazo la espalda de mi madre.

– Le he preparado huevos revueltos, señora Whitelaw -dijo, y la ayudó a levantarse.

Ella se aferró a su brazo. Apoyó una mano sobre el hombro de Chris. Examinó su cara como si quisiera aprendérsela de memoria.

– Lo que ella te hizo -dijo-. El dolor que te causó. También a mí. No podía soportarlo, querido. No debías sufrir más a sus manos. ¿Lo entiendes?

Intuí que Chris me estaba mirando, pero me concentré en levantarme del sofá y protegerme con el andador para esquivar sus ojos. Entramos en el comedor. Nos sentamos uno a cada lado de mi madre. Chris cogió un tenedor y lo colocó en su mano. Yo le acerqué el plato.

– No puedo -lloriqueó.

– Coma un poco -la animó Chris-. Ha de recuperar fuerzas.

Mi madre dejó caer el tenedor sobre el plato.

– Me dijiste que ibas a Grecia. Deja que haga esto por ti, querido Ken, pensé. Deja que solucione este problema.

– Madre -me apresuré a interrumpirla-. Has de comer algo. Tendrás que hablar con gente, ¿no? Periodistas. La policía. La compañía de seguros… -Bajé la vista. La casa. El seguro. ¿Qué había hecho? ¿Por qué? Dios, qué horror-. No hables más, que la comida se enfría. Primero come, madre.

Chris pinchó un poco de huevo y devolvió el tenedor a su mano. Mi madre empezó a comer. Sus movimientos eran perezosos, como si reflexionara durante mucho rato antes de hacerlos.

Cuando hubo terminado, la llevamos de vuelta al saloncito. Dije a Chris dónde podía encontrar mantas y almohadas, y le improvisamos una cama en el sofá. El teléfono volvió a sonar. Chris descolgó, escuchó.

– Inaccesible, me temo -dijo, y colgó.

Encontré la pelota de criquet donde la había tirado, y mientras mi madre dejaba que Chris la cubriera con las mantas, se la di. Ella la sujetó debajo de la barbilla. Quiso hablar, pero yo se lo impedí.

– Descansa -dije-. Yo me sentaré a tu lado.

Cerró los ojos. Me pregunté desde cuándo no dormía.

Chris se fue. Yo me quedé, sentada en el canapé de terciopelo. Contemplé a mi madre. Conté los cuartos de hora cuando el reloj de péndulo los daba. El sol movió poco a poco las sombras a lo largo de la habitación. Intenté pensar en lo que debía hacer.

Debía necesitar el dinero del seguro, pensé. Di rienda suelta a las suposiciones. No había administrado la imprenta tan bien como debía. La situación empeoraba. No había querido confesarlo a Kenneth porque no quería preocuparle o distraerle de su carrera. Él también tenía problemas. Sostenía a su familia. Los niños se estaban haciendo mayores. Se le exigía más económicamente. Estaba endeudado. Los acreedores le acosaban. Decidieron pasar de las convenciones y casarse, pero Jean había exigido una compensación en metálico sustanciosa antes de acceder al divorcio. El hijo mayor quería ir a Winchester. Kenneth no podía permitirse el lujo al mismo tiempo que debía pagar a Jean. Mi madre quiso ayudarle para que pudieran casarse. Ella tenía cáncer. Uno de los hijos tenía cáncer. Él tenía cáncer. Necesitaba el dinero para un tratamiento especial. Chantaje. Alguien sabía algo y la obligaba a pagar…

Recliné la cabeza sobre el respaldo del canapé. No sabía qué hacer, porque no entendía qué había hecho mi madre. El insomnio de las noches anteriores empezó a afectarme. Era incapaz de tomar una decisión. Era incapaz de planear. Era incapaz de pensar. Me dormí.

Cuando desperté, la luz había menguado. Levanté la cabeza y di un respingo a causa del dolor provocado por la ppstura. Miré hacia el sofá. Mi madre no estaba. Mi mente entró en acción. ¿Dónde estaba? ¿Por qué? ¿Qué había hecho? ¿Era posible que…?

– Has echado una buena siesta, querida.

Volví la cabeza hacia la puerta.

Se había bañado. Se había vestido con una blusa negra larga y pantalones a juego. Se había pintado los labios. Se había arreglado el pelo. Llevaba una tirita en el corte de la frente.

– ¿Tienes hambre?-preguntó.

Negué con la cabeza. Se acercó al sofá y dobló las mantas que habíamos utilizado para taparla. Las alisó y apiló pulcramente. Convirtió en un cuadrado la funda manchada. La colocó en el centro de las mantas amontonadas. Después, se sentó en el mismo lugar que la madrugada del jueves, en la esquina del sofá más cercana a mi canapé.

Sus ojos no se alteraron cuando me miró.

– Estoy en tus manos, Olivia -dijo, y comprendí que el poder estaba de mi lado por fin.

Fue una sensación extraña. No fue de triunfo, sino de temor, horror y responsabilidad. No me gustaba ninguna, y mucho menos la última.

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