Jimmy tenía la cabeza gacha, pero asintió. Después de soltar su discurso, Friskin se aflojó la corbata floreada y se reclinó en su silla.
– Adelante, inspector Lynley -dijo, pero su expresión proclamaba que el inspector haría bien en rebajar sus expectativas.
Lynley repasó todo cuanto Jimmy les había dicho el día anterior. La llamada telefónica de su padre, las excusas que Fleming había aducido, el viaje a Kent en moto, el aparcamiento vacío del pub, el sendero peatonal que conducía a Celandine Cottage, la llave guardada en el cobertizo. Repiljió la historia de que Jimmy había provocado el incendio.
– Dijiste que el cigarrillo era un JPS. Dijiste que lo pusiste en una butaca. Hasta ahí llegamos. ¿Te acuerdas, Jim?
– Sí.
– Entonces, volvamos al momento en que encendiste el cigarrillo.
– ¿Por qué?
– Dijiste que lo encendiste con una cerilla.
– Sí.
– Habíame de eso, por favor.
– ¿De qué?
– De la cerilla. ¿De dónde salió? ¿Llevabas cerillas encima, o te paraste en algún sitio a comprar? ¿Estaban en la casa?
Jimmy se pasó el dedo bajo la nariz.
– ¿Quemas da?
– No estoy seguro -contestó Lynley-. Quizá nada, pero intento reconstruir la imagen mental de lo que pasó. Forma parte de mi trabajo.
– Ten cuidado, Jim -advirtió Friskin. El chico cerró la boca.
– Ayer -dijo Lynley-, cuando fumaste un cigarrillo aquí, utilizaste cuatro cerillas para encenderlo. ¿Te acuerdas? Me pregunto si tuviste las mismas dificultades en la casa el miércoles por la noche. ¿Lo encendiste con una cerilla? ¿Usaste más?
– Soy muy capaz de encender un cigarrillo con una cerilla. No soy tonto, ¿vale?
– De modo que utilizaste una cerilla. ¿De una carterita? ¿Una caja? -El chico se removió en la silla sin contestar. Lynley empleó una táctica diferente-. ¿Qué hiciste con la cerilla después de encender el JPS? Porque era un JPS, ¿no? -Un asentimiento-. Bien. ¿Y la cerilla? ¿Qué hiciste con ella?
Los ojos de Jimmy se movieron de un lado a otro. Lynley no sabía aún si estaba recordando los hechos, alterándolos o inventándolos.
– Me la guardé en el bolsillo -dijo por fin el muchacho con una sonrisa.
– La cerilla.
– Claro. No iba a dejar pruebas, ¿verdad?
– De modo que encendiste el cigarrillo con una sola cerilla, guardaste la cerilla en el bolsillo y… ¿qué hiciste con el cigarrillo?
– ¿Quieres contestar a eso, Jim? -intervino el señor Friskin-. No es necesario. Puedes guardar silencio.
– No. Se lo puedo decir. De todos modos lo sabe, ¿no?
– No sabe nada que tú no le digas.
Jimmy reflexionó sobre la frase.
– ¿Puedo hablar un momento con mi cliente? -preguntó Friskin. Lynley extendió la mano para parar la grabadora.
– Escuche -dijo Jimmy antes de que el dedo de Lynley apretara el botón de parada-, encendí el maldito cigarrillo y lo puse en la butaca. Ya se lo dije ayer.
– ¿En qué butaca?
– Cuidado, Jim -advirtió el señor Friskin.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Qué butaca de qué habitación?
Jimmy tironeó del borde de la camiseta. Alzó las patas delanteras de la silla unos tres centímetros del suelo.
– Policías de mierda -masculló.
– Tenemos la cocina -prosiguió Lynley-, el comedor, la sala de estar, el dormitorio. ¿Dónde estaba exactamente la butaca a la que prendiste fuego, Jim?
– Usted ya sabe dónde estaba la butaca. La vio. ¿Por qué me hace esas preguntas?
– ¿En qué lado de la butaca pusiste el cigarrillo?
El muchacho no contestó.
– ¿Lo pusiste a la derecha o a la izquierda? ¿O en la parte de atrás? ¿Debajo del almohadón?
Jimmy se balanceó en la silla.
– Por cierto, ¿qué pasó con los animales de la señora Patten? ¿Los viste en la casa? ¿Los sacaste?
El chico dejó las patas de la silla en el suelo.
– Escuche -dijo-. Yo lo hice. Le di su merecido a papá y ella será la siguiente. Ya se lo dije. No diré nada más.
– Sí, ya lo dijiste ayer.
Lynley abrió sobre la mesa el expediente que había traído de su despacho. De entre las fotografías que le había proporcionado la inspectora Ardery, encontró una ampliación de la butaca en cuestión. Llenaba el marco, y solo se veía el borde festoneado de una cortina de ventana que colgaba sobre ella.
– Mira -dijo-. ¿Te refresca esto la memoria?
Jimmy le dirigió una mirada hosca.
– Sí, esa es -dijo, y apartó la vista.
De pronto, sus ojos se detuvieron en la esquina de una fotografía que sobresalía por debajo de las demás. Una mano colgaba flaccida a un lado de una cama. Lynley observó que Jimmy tragaba saliva cuando sus ojos se clavaron en aquella mano.
Lynley extrajo lentamente la foto del montón, sin dejar de vigilar la expresión del muchacho cuando el cadáver de su padre apareció ante su vista. La mano, el brazo, el hombro, y luego el costado de la cara. Era como si Kenneth Fleming estuviera durmiendo, salvo por el enrojecimiento mortal de su piel y la espuma rosácea que surgía de su boca.
Jimmy estaba tan fascinado por la fotografía como si fuera la mirada de una cobra. Sus manos volvieron a retorcer el borde de la camiseta.
– ¿Qué butaca era, Jim? -preguntó en voz baja Lynley.
El chico no dijo nada, con los ojos hipnotizados por la foto. Se oyeron ruidos en el pasillo. La cinta de la grabadora emitía suaves cliqueteos a medida que iba girando.
– ¿Qué pasó el miércoles por la noche? -preguntó Lynley-. De principio a fin. Necesitamos la verdad.
– Ya se la he dicho.
– Pero no me lo has contado todo, ¿verdad? ¿Por qué, Jimmy? ¿Tienes miedo?
– Pues claro que tiene miedo -intervino Friskin, irritado-. Guarde esa fotografía. Pare la máquina. Esta entrevista se ha terminado. Ya. Lo digo en serio.
– ¿Quieres que termine la entrevista, Jimmy?
El muchacho logró por fin apartar los ojos de la fotografía.
– Sí. Ya lo he dicho todo.
Lynley apretó el botón de parada. Apiló las fotografías, pero Jimmy no volvió a mirar.
– Seguiremos en contacto -dijo Lynley a Friskin, y dejó que el abogado acompañara a su cliente entre los periodistas y fotógrafos que sin duda debían vigilar todas las entradas y salidas de New Scotland Yard.
Se encontró con la sargento Havers (bollo en una mano, taza de plástico en la otra) camino de su despacho.
– Billingsgate confirma -dijo la sargento sin dejar de masticar-. Jean Cooper fue a trabajar el jueves de madrugada. A la hora exacta.
– ¿Cuál?
– Las cuatro de la mañana.
– Interesante.
– Pero hoy no ha ido.
– ¿No? ¿Dónde está?
– Abajo, según me ha dicho la recepcionista. Armando un cirio y tratando de burlar los controles de seguridad. ¿Ha terminado con el chico?
– Por ahora.
– ¿Sigue aquí?
– Acaba de marcharse con Friskin.
– Lástima. Ardery ha telefoneado.
Esperó a llegar a su despacho para comunicarle la información de la inspectora Ardery. El aceite encontrado en las hojas de hiedra del ejido de Lesser Spring-burn coincidía con el aceite de las fibras encontradas en la casa. Y ambos coincidían con el aceite de la moto de Jimmy Cooper.
– Estupendo -dijo Lynley.
Havers continuó. Las huellas dactilares de Jimmy Copper coincidían con las huellas tomadas en el patio del cobertizo, pero, y esto es interesante, señor, no había ninguna dentro de la casa, ni en los antepechos de las ventanas, ni en las puertas. De Jimmy no, al menos. Había muchas otras.
Lynley asintió. Tiró el expediente de Fleming sobre el escritorio. Abrió la siguiente colección de periódicos que aún no había examinado y buscó sus gafas.
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