Elizabeth George - Cenizas de Rencor

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Olivia Whitelaw ha vivido su vida como polo negativo de la de su autoritaria madre: esta quería que estudiase, pero ella dejó el instituto y se fue a vivir con un hombre casado, quien no tardó en dejarla a su vez. Abandonada y embarazada, su madre solo la readmitió en casa a condición de que abortase… Ahora quizá es demasiado tarde para enderezar su destino, pero no así para intentar comprender los extraños mecanismos psicológicos por los que una hija puede, aun en su rebeldía, vivir al compás de los caprichos de su madre. Para intentar comprender cómo los actos de una persona pueden venir invariablemente determinados por el criterio de otra. Y cómo una relación emocional tan enrarecida puede involucrar a otras personas e incluso dar lugar a un siniestro crimen… Por su parte, el inspector Linley tendrá que hilar muy fino para llegar al meollo de este amargo entramado de sentimientos.

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– ¿Quién controla el caudal de información? -preguntó.

– Yo -contestó Lynley.

– No compliques las cosas. -Webberly cogió el Daily Mirror y le echó un vistazo-. Buitres -murmuró, y lo tiró sobre el escritorio de Lynley. Encendió una cerilla. Lynley levantó la cabeza cuando Webberly la acercó al puro medio consumido que había sacado del bolsillo de la chaqueta. Lynley compuso una expresión apenada y volvió a sus periódicos.

Webberly deambuló por el despacho, inquieto. Toqueteó una pila de expedientes. Sacó la copia de un informe del archivador. La devolvió a su sitio. Suspiró.

– Estoy preocupado, muchacho -dijo por fin. Lynley levantó la vista de nuevo. Webberly continuó-. Hay una manada de periodistas aullando en la oficina de prensa y otra al acecho ante la puerta. A mí me parece intencionado, si.quieres saber mi opinión. ¿Cuál es el propósito? Te lo pregunto porque Hillier querrá saberlo si él y su último dandi llegan mientras la jauría aún sigue persiguiendo al zorro. Puede que se lancen sobre él, muchacho, y no hace falta que te recuerde que deberíamos hacer lo imposible por evitarlo.

Tenía razón. Sir David Hillier era el superintendente jefe y le gustaba que su DIC funcionara como una máquina bien engrasada: eficiente, económico y lo más silencioso posible. La presencia de la prensa sugeriría a Hillier un fallo en la maquinaria, o al menos en su funcionamiento. No le gustaría.

– Es de esperar -dijo Lynley, mientras doblaba el Times y lo sustituía por el Independent-. Fleming era un deportista, una figura nacional. Es lógico suponer que la investigación de su asesinato irá acompañada de numerosas exigencias de la prensa.

Una nube de humo tóxico flotaba entre él y el periódico. Lynley tosió con discreción. Webberly no hizo caso.

– Quieres decir que eso es lo que debo contar a Hillier -murmuró el superintendente.

– Si lo pregunta. -Lynley abrió el Independent-. Ah -dijo cuando vio la fotografía de la página tres. La forma de la cabeza de Jimmy Cooper se recortaba en la ventanilla del Bentley, y en el cristal se reflejaban las letras plateadas inconfundibles del letrero giratorio del Yard.

Webberly miró por encima de su hombro y suspiró.

– Esto no me gusta, muchacho. Si no vas con cuidado, hundirás tu caso antes de que llegue a los tribunales.

– Ya voy con cuidado -replicó Lynley-, pero es una cuestión de química básica, nos guste o no.

– ¿Qué quieres decir?

– Si aumentas la presión, alteras la temperatura.

– Hablas de líquidos, Tommy, y tratamos con personas. No hierven.

– Tiene razón. Se rompen.

Doróthea Harriman irrumpió en el despacho.

– Los he conseguido todos, inspector detective Lynley -anunció sin aliento, con un montón de periódicos bajo el brazo-. El Sun, el Express, el Tele-grapb de ayer, el Mail de ayer. -Dirigió una mirada significativa a Webberly-. Sigmund Freud fumaba doce puros diarios. ¿Lo sabía, inspector Webberly? Terminó con un cáncer de paladar.

– Pero apuesto a que murió con una sonrisa en los labios -replicó Webberly.

Harriman puso los ojos en blanco.

– ¿Algo más, inspector detective Lynley?

Lynley pensó en decirle que dejara de utilizar su título completo, pero sabía que sería inútil.

– Eso es todo, Dee.

– La oficina de prensa quiere saber si piensa hablar con los periodistas esta mañana. ¿Qué digo?

– Que hoy cederé el placer a mis superiores.

– ¿Señor?

La sargento Havers apareció en el umbral, con un traje marrón arrugado que parecía haber sido utilizado en otro tiempo como paño de cocina. El contraste entre ella y la secretaria de Webberly (inmaculada en su vestido de crespón crema con cordoncillos negros) era estremecedor.

– Tenemos al chico.

Lynley consultó su reloj. Las diez y cuatro minutos.

– Estupendo -dijo, y se quitó las gafas-. Voy ahora mismo. ¿Ha venido con su abogado?

– Un tipo llamado Friskin. Dice que nuestro Jimmy no tiene que decir nada más a la policía.

– Sí, ¿eh? -Lynley cogió la chaqueta del respaldo de la silla y el expediente de Fleming de debajo de los periódicos-. Ya lo veremos.

Se encaminaron a la sala de interrogatorios, mientras esquivaban a agentes, funcionarios, secretarias y mensajeros por los pasillos. Havers correteaba al lado de Lynley. Iba desgranando información apuntada en su cuaderno. Nkata había ido a investigar el videoclub de Berwick Street, y otro agente estaba husmeando por Clapham, donde en teoría se había celebrado la fiesta «solo para hombres» del miércoles por la noche. El equipo forense de la inspectora Ardery aún no había dado señales de vida. ¿Debía Havers telefonear a Maidstone y darles prisas?

– Si no hemos sabido nada a mediodía -dijo Lynley.

– De acuerdo -contestó Havers, y aceleró el paso hacia la sala de interrogatorios.

Friskin se levantó en cuanto Lynley abrió la puerta.

– Me gustaría hablar con usted, inspector -dijo, y salió al pasillo. Estuvo a punto de llevarse por delante a un funcionario-. Quiero expresar mis reservas sobre la entrevista que sostuvo ayer con mi cliente. Las Normas de los Jueces exigen la presencia de un adulto. ¿Por qué no se respetaron esas normas?

– Ya ha oído la cinta, señor Friskin. Ofrecimos un abogado al muchacho.

Friskin entornó sus ojos grises.

– ¿Cree que el tribunal se va a tomar en serio esa ridicula confesión?

– De momento, los tribunales no me interesan. Me interesa llegar al fondo de la muerte de Kenneth Fleming. Su hijo está relacionado con esa muerte…

– Circunstancialmente. Solo circunstancialmente. No hay pruebas que sitúen a mi cliente en el interior de la casa el miércoles por la noche, y usted lo sabe muy bien.

– Me gustaría oír lo que tenga que decir sobre sus movimientos y paradero el miércoles por la noche. Hasta el momento, tenemos una historia incompleta. En cuanto la complete, sabremos qué camino tomar. ¿Podemos proceder, o quiere seguir discutiendo?

Friskin apoyó la mano sobre el pomo para bloquear la puerta.

– Dígame, inspector. ¿Es responsable también del escándalo de esta mañana? No me mire como si no entendiera nada. Los periodistas persiguieron mi coche como tiburones hambrientos. Alguien les avisó de que veníamos hacia aquí. ¿Quién corrió la voz?

Lynley sacó el reloj de bolsillo y lo abrió.

– No publicarán nada que pueda causarles problemas.

Friskin apuntó un dedo a la cara de Lynley.

– No crea que soy idiota, inspector Lynley. Siga así, y yo me encargaré de que no arranque otra palabra al chico. Puede intimidar a un adolescente, pero a mí no me va a intimidar. ¿Me ha entendido?

– Perfectamente, señor Friskin. ¿Podemos empezar?

– Como quiera.

Friskin abrió la puerta y caminó hacia su cliente.

Jinimy estaba repantigado en el mismo sitio del día anterior. Tiraba del borde descosido de la camiseta que había llevado entonces. Todo era igual, a excepción de los zapatos. Llevaba un par de bambas desabrochadas en lugar de los Doc Martens.

Lynley le ofreció una bebida. Café, té, leche, zumo.

Jimmy inclinó la cabeza a la izquierda a modo de negativa. Lynley conectó la grabadora, dijo la hora, la fecha y el nombre de los presentes. Se sentó.

– Hablemos claro -dijo el señor Friskin, aprovechando la ventaja con habilidad-. Jim, no hace falta que digas nada más. La policía te ha hecho creer que estás bajo cargos, porque te ha traído aquí. Quiere asustarte. Quiere hacerte creer que tiene las de ganar. La verdad es que no has sido detenido, no se han presentado cargos, soló se te han leído los derechos. Existe una diferencia legal entre cada una de esas situaciones. Hemos venido para ayudar a la policía y colaborar hasta el grado que nos parezca apropiado, pero no estamos a su disposición. ¿Lo has entendido? Si no quieres hablar, no hace falta que hables. No tienes que decirles nada.

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