Dada la actitud displicente de Howard Fepple con respecto a su trabajo, sólo había una remota posibilidad de encontrarle todavía en su oficina a las cuatro y media de la tarde de un viernes. De todos modos, cuando una es una bolita de pinball, lo normal es que vaya dando botes de acá para allá con la esperanza de obtener el premio. Y en aquella ocasión tuve suerte o como quiera llamarse a la oportunidad de volver a hablar con Fepple. No sólo se encontraba en su oficina sino que había colocado bombillas nuevas, con lo cual, cuando abrí la puerta, pude ver perfectamente el suelo de linóleo levantado, la mugre y también su expresión de incredulidad.
– Señor Fepple -dije con tono animado-. Me alegra ver que todavía sigue en el negocio.
Miró hacia otro lado y su expresión de incredulidad desapareció para dar paso al enfurruñamiento. Era obvio que no se había puesto un traje y una corbata para recibirme a mí.
– ¿Sabe una cosa? Esta tarde cuando volvía en mi coche después de haber estado visitando a Isaiah Sommers se me ocurrió una idea increíble. Bull Durham sabía de mi existencia. Sabía cosas sobre los Birnbaum. Sabía cosas sobre Ajax. Pero, aunque lleva días hablando de la injusticia cometida con la familia Sommers, parece que no sabe nada sobre usted.
– No le he dado una cita para verme -farfulló, sin mirarme a la cara-. Haga el favor de marcharse.
– En esta oficina no hay que pedir hora -dije alegremente-. Así que tiene que recibirme. Hablemos de esa póliza que le vendió a Aaron Sommers.
– Ya le dije que no fui yo, que fue Rick Hoffman.
– Da igual. Fue su agencia, que es la que tiene la responsabilidad legal en caso de que haya algún problema. Mi cliente no tiene ningún interés en que esto pase años en los tribunales, pero podría demandarle por un dineral puesto que, según la ley, usted tiene una responsabilidad fiduciaria frente a su tío, responsabilidad que no ha cumplido. Se conformaría con que le entregase un cheque por los diez mil dólares a los que ascendía la póliza.
– El no es su… -empezó a decir, pero se detuvo.
– Huy, huy, huy, Howard. ¿Con quién ha estado hablando? ¿Fue con el señor Sommers en persona? No, eso no puede ser. Si no sabría que ha vuelto a contratarme para que finalice la investigación. Así que tiene que haber sido con el concejal Durham. Si es así, va a recibir tanta publicidad que va a tener que empezar a rechazar trabajos. Dentro de un rato tengo una entrevista con el Canal 13 y se les va a hacer la boca agua cuando se enteren de que su agencia ha estado pasando información a Bull Durham sobre los asuntos de sus propios clientes.
– Usted ha bebido -dijo, torciendo el gesto-. Yo no he podido hablar con Durham: ha dejado bien claro que no se trata con blancos.
– Pero hay algo que despierta mi curiosidad -dije y me senté en la desvencijada silla que había frente a su mesa de despacho-. Me muero por saber por qué se ha emperifollado usted tanto.
– Tengo una cita. Yo tengo una vida social independiente del mundo de los seguros. Estoy esperando que se marche para poder cerrar la oficina.
– Enseguida me iré. En cuanto me conteste algunas preguntas. Quiero ver el expediente de Aaron Sommers.
Su rostro pecoso se volvió de un naranja intenso.
– Usted es una caradura. Ésos son documentos privados y no son asunto suyo.
– Son asunto de mi cliente. Da igual, puede cooperar conmigo ahora o puede esperar a que traiga una orden judicial, pero tarde o temprano tendrá que enseñarme ese expediente. Así que más vale que lo haga ahora mismo.
– Vaya y pida la orden judicial, si es que puede. Mi padre puso este negocio en mis manos y no voy a defraudarlo.
Era una forma de reaccionar extraña y hasta patética, a esas alturas.
– Muy bien. Conseguiré la orden judicial. Y otra cosa más: quiero la agenda de Rick Hoffman. Ese cuaderno negro que solía llevar consigo y en el que apuntaba los pagos de sus clientes. Quiero verlo.
– Póngase a la cola -me espetó-. Medio Chicago quiere ver esa agenda, pero yo no la tengo. Todas las noches se la llevaba consigo a casa como si se tratase de la fórmula secreta de la bomba atómica. Y estaba en su casa cuando murió. Si supiese dónde se encuentra su hijo tal vez sabría el paradero de esa maldita agenda. Pero es probable que ese tipejo asqueroso esté en algún manicomio perdido. Sea como sea, no está en Chicago.
Sonó el teléfono y Fepple se abalanzó sobre él tan deprisa como si fuese un billete de cien dólares tirado sobre la acera.
– Ahora mismo no estoy solo -masculló sobre el auricular-. Exacto, la detective -escuchó durante un minuto-. Vale, vale -dijo garabateando algo que parecían números sobre un pedazo de papel y colgó.
Apagó la lámpara de su mesa de trabajo y empezó a cerrar todos los archivadores con llave haciendo grandes aspavientos. Cuando se dirigió a abrir la puerta no tuve más remedio que ponerme de pie. Bajamos en el ascensor hasta el vestíbulo y allí me sorprendió, dirigiéndose hasta donde estaba el guardia de seguridad.
– ¿Ve a esta dama, Collins? Ha venido a mi oficina a amenazarme. ¿Puede encargarse de que esta noche no vuelva a entrar en el edificio?
El guardia me miró de arriba abajo antes de decir, sin demasiado entusiasmo: «Claro, señor Fepple».
Fepple salió conmigo a la calle. Cuando le felicité por su buena táctica, me sonrió con aire de suficiencia y se alejó calle abajo. Lo observé entrar en la pizzería de la esquina. Había un teléfono en la entrada y se detuvo para hacer una llamada.
Me metí a un bar al otro lado de la calle, donde había dos borrachos. Estos discutían sobre un hombre llamado Clive y sobre lo que había dicho la hermana de Clive acerca de uno de ellos, pero después cambiaron de tema para intentar que yo les diera dinero para comprarse una botella. Me alejé de ellos sin quitarle los ojos de encima a Fepple.
Después de unos cinco minutos, salió, miró atentamente a su alrededor, me vio y se dirigió a toda prisa hacia un centro comercial que había en aquella misma calle, en dirección norte. Me disponía a seguirlo cuando uno de los borrachos me agarró del brazo y empezó a decirme que no me portase como una zorra estirada. Le di un rodillazo en el estómago y me soltó. Mientras me gritaba todo tipo de obscenidades, salí corriendo en dirección norte, pero llevaba zapatos de tacón. El tacón izquierdo se me rompió y caí sobre el asfalto. Para cuando estuve en condiciones de reanudar la marcha, Fepple ya había desaparecido.
Me despaché soltando maldiciones contra mí misma, contra Fepple y contra los borrachos con igual furia. Por suerte, los desperfectos se limitaron a unos agujeros en las medias, un rasguño en la pierna izquierda y otro en el muslo. Con la luz del atardecer no pude ver bien si me había estropeado la falda, que era de seda negra y que me gustaba mucho. Regresé a mi coche cojeando y me limpié la sangre de la pierna con un poco de agua de la botella. La falda estaba sucia de tierra y parecía que la tela se había raspado. Le quité el polvo con aire desconsolado. Tal vez después de enviarla a la tintorería no se notase el raspón.
Recostada en el respaldo de mi asiento y con los ojos cerrados, me pregunté si valdría la pena intentar entrar en el edificio de Hyde
Park Bank. Incluso aunque pudiese embaucar al guardia con mi aspecto actual, no podría quedarme con ningún documento porque Fepple sabría que habría sido yo. Eso podía esperar hasta el lunes.
Todavía me quedaba casi una hora antes de mi cita con Beth Blacksin. Debería ir a casa y arreglarme para la entrevista. Pero, por otro lado, Amy Blount, la joven que había escrito la historia de Ajax, vivía a sólo tres manzanas de donde yo estaba. Llamé al número que Mary Louise me había dado.
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