– Pues yo sí he hablado con ella -dije con aire de suficiencia-. Y apostaría todo mi dinero a que no ha sido ella. Tiene que ser otra persona de dentro de Ajax. O tal vez algún trabajador resentido dentro de la compañía de Birnbaum. ¿Habéis hablado con Bertrand Rossy? Supongo que debe de estar que echa chispas. Seguro que los suizos no están acostumbrados a las manifestaciones callejeras. Si Durham no me hubiese difamado, probablemente estaría muerta de risa con este asunto.
– ¿Te acuerdas de esa entrevista a Paul Radbuka que emitimos el miércoles? -dijo Beth, cambiando de tema hacia otro que a ella le interesaba personalmente-. Hemos recibido alrededor de ciento treinta correos electrónicos de gente que afirma conocer a su amiguita Miriam. Mi ayudante se está poniendo en contacto con ellos. La mayoría son desequilibrados que buscan su minuto de gloria, pero sería un golpe maestro si una de esas personas dijese la verdad. ¡Imagínate si llegamos a reunirlos y los sacamos al aire en directo!
– Espero que no saques todo eso al aire antes de tiempo -dije con tono cortante-. Porque puede acabar siendo sólo eso: aire.
– ¿Qué? -Beth me clavó los ojos-. ¿Crees que se ha inventado a su amiga? No, Vic, en eso te equivocas.
Murray, que había mantenido su metro noventa de altura recostado contra un mueble archivador, se irguió de golpe y empezó a acribillarme a preguntas: ¿Qué información secreta tenía sobre Paul Kadbuka? ¿Qué sabía de su amiguita Miriam? ¿Qué sabía sobre Rhea Wiell?
– No sé nada de todo eso -le dije-. No he hablado con ese tipo. Pero esta mañana conocí a Rhea Wiell.
– Pero ella no es una impostora, Vic -dijo Beth con tono cortante.
– Ya sé que no. No es una impostora ni una estafadora. Pero tiene una confianza tan ciega en sí misma que, no sé, no puedo explicarlo -acabé haciendo un esfuerzo inútil para explicar por qué aquel aire extasiado que tenía cuando hablaba de Paul Radbuka me había hecho sentirme tan incómoda-. Estoy de acuerdo en que parece imposible que puedan engatusar a alguien tan experimentado como Rhea Wiell. Pero…, bueno, supongo que no podré formarme una opinión hasta que no conozca a Radbuka -acabé por decir de manera poco convincente.
– Cuando lo hagas, creerás realmente en él -me prometió Beth.
Un minuto más tarde se marchó a montar en vídeo mis palabras para las noticias de las diez de la noche. Murray intentó convencerme de que fuéramos a tomarnos una copa.
– ¿Sabes una cosa, Warshawski? Trabajamos tan bien juntos que es una pena que no retomemos nuestras viejas costumbres.
– Ay, Murray, qué zalamero eres. Me doy cuenta de lo desesperado que estás por conseguir tu propia versión de este asunto. Pero esta noche no puedo quedarme, es vital que dentro de media hora esté en la casa de Lotty Herschel.
Me siguió por el pasillo hasta la cabina del guardia de seguridad, donde entregué mi pase.
– Pero ¿en cuál de las historias estás tú en realidad, Warshawski? ¿En la de Radbuka y Rhea Wiell? ¿O en la de Durham y la familia Sommers?
Levanté la mirada, con el ceño fruncido.
– En las dos. Ése es el problema. Que no puedo concentrarme totalmente en ninguna de ellas.
– Hoy por hoy Durham es el político más hábil de la ciudad junto con el alcalde. Ten cuidado cuando te metas con él. Saluda a la doctora de mi parte, ¿de acuerdo? -me apretó el hombro con cariño y se alejó por el pasillo.
Conozco a Lotty Herschel desde mi época de estudiante en la Universidad de Chicago. Yo era entonces una chica de familia obrera rodeada de universitarios de un nivel social más alto y me sentía un poco fuera de lugar. Ella estaba de consejera médica en una clínica clandestina donde se hacían abortos y en la que yo trabajaba como voluntaria. Me acogió bajo su manto y me proporcionó las pautas sociales que había perdido cuando me quedé sin madre, ayudándome a no apartarme del buen camino en aquella época de drogas y protestas violentas, sacando tiempo de una agenda apretadísima para aplaudir mis triunfos y consolarme en mis fracasos. Incluso hasta fue a verme jugar algún partido de baloncesto en la universidad, lo cual demostraba lo buena amiga que era, ya que todos los deportes la aburrían sobremanera. Pero, como yo pude estudiar gracias a una beca deportiva, ella me daba ánimos para que me esforzase todo lo posible en ese campo. Y si ahora era Lotty la que se estaba derrumbando, si le estaba ocurriendo algo horrible… No podía ni siquiera pensarlo de tanto miedo como me daba.
Hacía poco se había mudado a una torre de apartamentos frente al lago, a uno de esos preciosos edificios antiguos desde donde se puede ver salir el sol desde el agua, sin más interferencia que la avenida que rodea el lago y una franja del parque. Antes vivía en un edificio de apartamentos de dos plantas que quedaba cerca de su consulta, situada en un local comercial. Su única concesión a la vejez fue vender su apartamento en un barrio lleno de delincuentes y drogadictos. Max y yo sentimos un gran alivio al verla mudarse a un edificio con garaje.
Eran apenas las ocho cuando le entregué mi coche al portero de su edificio para que me lo aparcara. La jornada se había estirado tanto que me parecía que ya habíamos cruzado al otro lado de la oscuridad y estábamos a punto de empezar un nuevo día.
Cuando salí del ascensor, Lotty me estaba esperando en el vestíbulo, haciendo un gran esfuerzo por mantener la compostura. Estiré el brazo para entregarle el sobre con las fotos y el vídeo y, en lugar de arrancármelos de las manos, me invitó a pasar al salón y me ofreció una copa. Cuando dije que sólo quería agua, siguió sin prestarle atención al sobre e intentó hacer una broma, diciéndome que debía de estar enferma si prefería agua en lugar de whisky. Sonreí, pero me preocuparon los cercos oscuros debajo de sus ojos. No hice ningún comentario sobre su aspecto sino que, cuando se volvió para dirigirse a la cocina, le pedí si podía traerme un pedazo de queso o una fruta.
Entonces pareció fijarse en mí por primera vez.
– ¿No has comido? Estás agotada, lo noto por las arrugas de tu cara. Quédate aquí. Te prepararé algo.
Aquella actitud se parecía más a su forma intempestiva de ser. Sintiéndome ya un poco más tranquila, me hundí en el sofá y me quedé adormilada hasta que regresó con una bandeja. Pollo frío, zanahoria cortada en palitos, una pequeña ensalada y unas rebanadas del contundente pan ucraniano que le preparaba una enfermera del hospital. Me contuve para no saltar sobre la comida como uno de mis perros.
Lotty me observó mientras comía, como si estuviera haciendo un ejercicio de voluntad para mantener los ojos apartados del sobre. Su conversación era bastante dispersa: me preguntó si al final me iría de fin de semana con Morrell, si nos daría tiempo a volver para el concierto del domingo por la tarde, dijo que Max esperaba que después fuesen a su casa unas cuarenta o cincuenta personas, pero que él -y especialmente Calia- me echarían de menos si no iba.
Interrumpí aquella cháchara de repente.
– Lotty, ¿te da miedo mirar las fotos por lo que puedas encontrar en ellas o por lo que no vayas a encontrar?
Apenas si me sonrió.
– Muy sagaz, querida. Supongo que un poco de las dos cosas. Pero creo que estoy lista para verlo si pones el vídeo. Max ya me advirtió que el hombre no es nada atractivo.
Fuimos al cuarto del fondo, que ella usa para ver la televisión, y puse el vídeo en el aparato. Me fijé en Lotty, pero tenía tanto miedo reflejado en su rostro que casi no podía soportar mirarla. Clavé la mirada en Paul Radbuka mientras contaba sus pesadillas y lloraba de un modo desgarrador por su amiga de la infancia. Cuando lo vimos todo, incluyendo el trozo de Explorando Chicago en el que aparecían Rhea Wiell y Arnold Praeger, Lotty me pidió, con un hilo de voz, que volviese a poner la entrevista de Radbuka.
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