Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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– Coser -recordé por fin-. Muy bien coser mi madre. Cose.

– ¿Tal vez Ted? -sugirió Claire.

– Prueba -dijo secamente su madre, volviendo a entrar en la casa.

Ted era Edward Marmaduke, el futuro marido de Vanessa. Yo le había visto en el jardín: un inglés pálido con un pelo muy rubio que, con el sol del verano, se le volvía de un rosa rojizo muy feo. Más adelante lucharía en África e Italia y volvería a casa ileso en 1945, aunque con el rostro de un color ladrillo tan curtido que nunca recuperaría su color natural.

Aquel verano del treinta y nueve Ted no quiso tener una pareja de inmigrantes pobres que anduviera por medio al iniciar su vida matrimonial con Vanessa: oí la discusión sobre el asunto agazapada tras el muro que separaba el jardín de la casa de Minna del de Claire. Sabía que hablaban de mí y de mi familia, pero sólo entendí su no rotundo y, por el tono de Vanessa, supuse que deseaba complacer tanto a Claire como a su prometido.

Claire me dijo que no perdiera la esperanza.

– Pero tienes que aprender inglés, macaco. Tienes que ir al colegio dentro de unas semanas.

– En Viena -le respondí-. Voy a casa. Allí voy al colegio.

Claire negó con la cabeza.

– Quizás estalle la guerra. Tal vez no puedas volver a casa durante una temporada. No, no, tenemos que hacer que aprendas inglés.

Así que, de un día para otro, mi vida cambió. Por supuesto, seguía viviendo con Minna, seguía haciendo los recados y aguantaba su amargura, pero mi heroína me llevaba con ella a su pérgola. Todas las tardes me hacía hablar en inglés con ella. Cuando comenzó el curso escolar, me llevó a un colegio de enseñanza secundaria, me presentó a la directora y, de vez en cuando, me ayudaba a aprenderme las lecciones,

Yo le correspondía con una adoración sin límites. Para miera la chica más guapa de Londres, el ejemplo a seguir de la buena educación inglesa: «Claire dice que eso no se hace», empecé a decirle fríamente a Minna; «Claire dice que esto hay que hacerlo siempre así». Imitaba su acento y su forma de hacer las cosas, desde cómo se columpiaba en el balancín hasta cómo se ponía el sombrero.

Cuando me enteré de que Claire iba a estudiar medicina si conseguía una plaza en el Real Hospital de la Beneficencia, decidí que aquello era también lo que yo ambicionaba.

Capítulo 15

Un intruso en la fiesta

El breve descanso que Morrell y yo nos tomamos en Michigan me sirvió para olvidarme de mis problemas del viernes, gracias sobre todo al buen juicio de Morrell. Puesto que iba conduciendo por la carretera de circunvalación, había empezado a desviarme hacia Hyde Park, pensando que podría hacer una rápida incursión en la oficina de Fepple para echar un vistazo a la carpeta de la familia Sommers. Morrell me lo prohibió rotundamente, recordándome que habíamos acordado pasar cuarenta y ocho horas sin ocuparnos del trabajo.

– Yo no me he traído el ordenador portátil para no caer en la tentación de mandar correos electrónicos a Médicos para la Humanidad. Así que tú también podrás mantenerte alejada durante este tiempo de un agente de seguros que parece ser un tipo repugnante, Vic -dijo Morrell, sacándome del bolso mi juego de ganzúas y metiéndoselas en un bolsillo de sus vaqueros-. Y, además, no quiero ser cómplice de esos métodos tuyos nada ortodoxos para obtener información.

A pesar de mi enfado momentáneo, no tuve más remedio que soltar una carcajada. Después de todo, por qué iba a estropear los pocos días que me quedaban con Morrell preocupándome por un gusano como Fepple. Decidí que tampoco me preocuparía por los periódicos de la mañana que había metido en el bolso sin hojearlos siquiera: no necesitaba para nada que me subiera la tensión arterial viendo cómo se metía conmigo Bull Durham en la prensa.

Me resultaba más difícil dejar de lado mi preocupación por Lotty, pero la prohibición de preocuparnos del trabajo no incluía los problemas de los amigos. Intenté explicarle a Morrell lo angustiada que estaba Lotty. Me escuchó mientras yo iba conduciendo, pero no pudo ofrecerme mucha ayuda para descifrar lo que había detrás de sus atormentadas palabras.

– Lotty perdió a su familia en la guerra, ¿verdad?

– A todos menos a Hugo, su hermano menor, que fue a Inglaterra con ella. Ahora vive en Montreal. Tiene una pequeña cadena de elegantes boutiques en Montreal y Toronto. Y a su tío Stephan, que creo que era hermano de su abuelo y que se vino a Chicago en los años veinte. Se pasó la mayor parte de la guerra como huésped del gobierno federal en la penitenciaría de Fort Leavenworth. Por falsificación -añadí adelantándome a la pregunta que iba a formularme Morrell-. Era un grabador que se enamoró de la cara de Andrew Jackson que sale en los billetes, pero que pasó por alto algún detallito, así que no formó parte de la infancia de Lotty.

– Entonces, no tendría más de nueve o diez años cuando vio a su madre por última vez. No es de extrañar que los recuerdos de esa época sean tan dolorosos para ella. ¿No me habías dicho que ese tal Radbuka había muerto?

– Ese o ésa, Lotty no me ha dicho si era un hombre o una mujer, pero lo que sí me dijo fue que esa persona ya no existe -me quedé pensando en aquello-. ¡Qué frase tan rara! «Esa persona ya no existe.» Puede significar varias cosas: que la persona ha muerto, que la persona ha cambiado de identidad o, tal vez, que una persona a quien amaba o que pensaba que la amaba la había traicionado y, por tanto, ese ser a quien amaba no había existido nunca en realidad.

– Entonces su dolor estaría causado porque le recuerda una segunda pérdida. Deja de andar haciendo averiguaciones, Vic. Que te lo cuente ella cuando se sienta lo suficientemente fuerte para hacerlo.

Mantuve la mirada fija en la carretera.

– ¿Y si no me lo cuenta nunca?

Morrell se inclinó para secarme una lágrima de la mejilla.

– Eso no querría decir que tú le hubieras fallado como amiga. De lo que se trata aquí es de sus demonios internos, no de tu culpa.

No hablé mucho durante el resto del viaje. íbamos a un lugar a unos ciento sesenta kilómetros de Chicago, rodeando la parte inferior de la U que forma el lago Michigan. Dejé que el runrún del coche y la carretera ocuparan mi mente.

Morrell había reservado habitación en un agradable hostal de piedra con vistas al lago. Después de registrarnos, dimos un largo paseo por la playa. Era difícil de creer que aquél fuese el mismo lago que bordeaba Chicago. Las largas franjas de dunas, vacías de todo lo que no fueran pájaros y matas de hierba, conformaban un mundo muy diferente al del ruido incesante y la mugre de la ciudad.

Tres semanas después del Día del Trabajo teníamos toda la vista del lago para nosotros solos. Sentir el viento en el pelo y hacer que la arena cristalina de la playa cantase al rozar contra ella mis pies desnudos me proporcionaba un refugio de paz. Noté cómo se me iban borrando de la frente y de las mejillas las arrugas provocadas por la tensión.

– Morrell, me va a ser muy difícil vivir sin ti los próximos meses. Ya sé que ese viaje es muy apetecible y que estás ansioso por hacerlo. No te lo reprocho, pero para mí va a ser muy difícil, especialmente ahora, no tenerte conmigo.

– También va a ser difícil para mí, pepaiola -dijo atrayéndome hacia él-. Me vuelves loco y me haces estornudar con tus agudos comentarios.

En una ocasión le había contado a Morrell que mi padre nos llamaba así a mi madre y a mí, con ese término italiano que era una de las pocas palabras que había aprendido de mi madre. Molinillo de pimienta. ¡Ay, mis dos pepaiolel, solía decir, fingiendo que estornudaba cuando le volvíamos loco para que hiciera algo. Me estáis poniendo la nariz roja como un tomate. Vale, vale, haré lo que queráis con tal de que no me estropeéis la nariz. De pequeña, yo me moría de risa con sus falsos estornudos.

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