Sara Paretsky
Sin previo Aviso
Nº 3 V. I. Warshawski
Para Sara Krupnik y Hannah Paretsky, cuyos nombres llevo.
Que aquél que instaura la paz en las alturas nos conceda a todos la paz.
La historia de Lotty Herschel
La ética del trabajo
El frío de aquel invierno nos traspasaba los huesos. Alguien que viva en un lugar donde, al girar un termostato, los radiadores proporcionan todo el calor que se desee, no podrá ni imaginárselo, pero, por aquel entonces, en Inglaterra todo funcionaba a base de carbón y en aquel segundo invierno después de la guerra había una escasez terrible de ese combustible. Como todo el mundo, yo tenía montoncitos de monedas de seis peniques para encender la estufa eléctrica de mi habitación, pero, aunque hubiera podido permitirme tenerla funcionando toda la noche, no daba mucho calor.
Una de las mujeres con las que compartía el alojamiento consiguió un trozo de seda de un paracaídas gracias a su hermano, que había servido en la RAF. Todas nos hicimos camisolas y bragas. Por aquel entonces todas las chicas sabíamos hacer punto y yo deshacía los jerséis viejos para tejer bufandas y chalecos, porque la lana nueva costaba una fortuna.
En los noticiarios cinematográficos veíamos barcos y aviones estadounidenses que llevaban a los alemanes todo cuanto necesitaran. Mientras nos envolvíamos en jerséis y mantas, y comíamos un pan grisáceo con algún sucedáneo de mantequilla, bromeábamos sarcásticamente sobre el error de haber recurrido a los americanos para ganar la guerra. La chica que había conseguido la seda del paracaídas decía que nos habrían tratado mejor si la hubiésemos perdido.
Yo había empezado las prácticas de medicina, así que no podía pasar demasiado tiempo arropada en la cama. De todos modos, estaba contenta de tener un hospital donde acudir, aunque sus salas tampoco estuvieran bien caldeadas. Los pacientes y las hermanas solían apiñarse alrededor de la gran estufa que había en el centro de una de las alas del hospital a tomar té y contarse historias con una camaradería que los estudiantes envidiábamos. Las hermanas esperaban que los alumnos nos comportáramos como profesionales y, francamente, disfrutaban dándonos órdenes. Hacíamos la ronda de consultas con dos pares de leotardos puestos y con la esperanza de que los internistas no se dieran cuenta de que llevábamos guantes mientras íbamos en fila, tras ellos, de cama en cama, escuchando a los pacientes explicar unos síntomas que solían ser más bien el producto de las privaciones que de cualquier otra cosa.
Trabajar dieciséis o dieciocho horas al día sin la adecuada alimentación nos pasó factura a todos. Muchos de mis compañeros sucumbieron a la tuberculosis y se les concedió una excedencia temporal. La verdad es que ésa era la única razón por la que el hospital nos permitía interrumpir las prácticas y reincorporarnos más adelante, aunque a algunos les llevó más de un año recuperarse. Los nuevos antibióticos empezaban a llegar, pero costaban muchísimo y su uso todavía era limitado. Cuando me tocó a mí, me dirigí a la jefa de servicios para explicarle que una amiga de la familia tenía una casita de campo en Somerset donde tal vez podría recuperarme. Ella movió la cabeza con gesto sombrío. Ya habíamos caído cinco de mi grupo, pero me firmó el impreso de excedencia, me pidió que escribiera todos los meses y recalcó que esperaba verme de nuevo por allí antes de un año.
La verdad es que estuve ausente ocho meses. Hubiese querido reincorporarme antes, pero Claire -Claire Tallmadge, que por aquel entonces tenía una plaza de médico residente adjunto, aunque bastante precaria- me persuadió de que no estaba lo bastante fuerte, aunque yo me moría de ganas por volver.
Cuando volví al Real Hospital de la Beneficencia me sentí… ¡Qué bien me sentí! La rutina del hospital y mis estudios constituían para mí como un bálsamo salutífero. De hecho, la jefa de servicio me llamó a su despacho para advertirme que debía bajar el ritmo; no querían que sufriese una recaída.
Ella no comprendía que el trabajo era mi única salvación. Supongo que se había convertido en mi segunda piel. El exceso de trabajo es un narcótico que te ayuda a olvidar. Lo de Arbeit machi freí era una burla indecente que habían inventado los nazis, pero sí que podría ser cierto que Arbeit macht betáubt ¿Cómo dices? Ay, perdón, me había olvidado de que no hablas alemán. Los nazis colocaban frases dignas del 1984 de Orwell sobre las puertas de entrada de los campos de concentración y ésa es la que pusieron en Auschwitz el trabajo os hará libres. Ese lema era una burla macabra, pero lo cierto es que el trabajo puede llegar a aturdir. Si dejas de trabajar, aunque sólo sea un momento, todo lo que tienes en tu interior comienza a desvanecerse y acabas encontrándote tan amorfa que no puedes moverte en absoluto. Por lo menos ése era mi temor.
Cuando, por fin, llegaron noticias de mi familia, me quedé como si el suelo se hubiera hundido bajo mis pies. Se suponía que yo debía estar preparándome para el examen de estado, un examen que entonces se hacía al acabar el bachillerato y de cuyo resultado dependía la entrada en la universidad. Pero los exámenes habían perdido para mí el significado que habían tenido durante la guerra Cada vez que me sentaba a estudiar me parecía como si una aspiradora gigante me estuviese succionando las tripas.
Aunque de un modo perverso, fue la prima Minna quien acabó por ayudarme. Desde el momento en que llegué ante su puerta, no cesó de criticar a mi madre. Ni siquiera la noticia de su muerte la movió a guardar un silencio respetuoso, sino que sirvió para que redoblara su bombardeo. Hoy, a la luz de la experiencia, comprendo que su reacción se debía, sobre todo, a un sentimiento de culpabilidad: se había pasado tantos años odiando a mi madre y sintiendo celos de ella, que no podía admitir que había sido insensible y hasta cruel con ella. Además, es probable que también se sintiera acongojada puesto que su madre estaba entre los que habían perecido. Toda aquella familia que solía pasar los veranos charlando y nadando en Kleinsee había desaparecido. Pero…, bueno, dejemos eso; ahora ya es agua pasada.
Después de deambular por las calles, de andar y andar hasta estar tan agotada que ya no podía sentir nada, solía volver a casa de Minna, que me decía: ¿Piensas que eres la única persona que sufre, la única que se ha quedado huérfana y abandonada en un país extraño? ¿Y no se suponía que tenías que prepararle el té a Víctor? Dice que se ha pasado más de una hora esperándote y que, al final, se lo ha tenido que hacer él porque tú, meine gnádige Dame (en casa Minna sólo hablaba en alemán; nunca llegó a dominar el inglés, lo cual le hacía enrojecer de vergüenza), eres demasiado señoritinga (entonces me hacía una reverencia) como para andar manchándote las manos en las tareas domésticas o en un trabajo de verdad. Eres igual que Lingerl. Me pregunto cómo una princesa de su alcurnia pudo sobrevivir tanto tiempo en un sitio como ése sin nadie que la mimase. ¿Les haría ojitos, ladeando la cabeza, a los guardias o a los demás prisioneros para que le cedieran su ración de pan? Pues ahora Madame Butterfly ha muerto y ya es hora de que aprendas lo que es trabajar de verdad.
Me entró la rabia más grande que recuerdo desde entonces. Le di una bofetada en la boca y le grité: Si la gente se preocupaba por mi madre, es porque ella les daba cariño. Y si nadie se ocupa de ti, es porque tú eres absolutamente odiosa.
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