– Ah, con que pepaiola… ¡Pues ahora sí que vas a estornudar! -le dije tirándole un puñado de arena y echando a correr por la playa.
Morrell se puso a correr detrás de mí para agarrarme, algo que no hace normalmente porque no le gusta correr y, además, porque yo soy más rápida. Así que aminoré la velocidad para que me alcanzara. Pasamos el resto del día evitando los temas espinosos, entre ellos el de su inminente partida. El aire era frío, pero el agua del lago aún estaba tibia. Nadamos desnudos en medio de la oscuridad y, luego, abrazados bajo una manta sobre la arena, hicimos el amor con Andrómeda sobre nuestras cabezas y Orion, el cazador, mi talismán, asomando por el este con su cinturón tan cercano que parecía que podíamos arrancarlo del cielo. El domingo a mediodía, de bastante mala gana, nos pusimos ropa elegante y nos metimos en el coche para volver a tiempo de asistir al último concierto del Cellini Ensamble en Chicago.
Cuando paramos a echar gasolina cerca de la entrada de la autopista, dimos por finalizado oficialmente el fin de semana, así que compré los periódicos dominicales. La manifestación de Durham encabezaba tanto la sección de noticias locales como la página de opinión del Herald Star. Me alegré de comprobar que mi entrevista con Beth Blacksin y con Murray había logrado que Durham echase marcha atrás en sus ataques contra mí.
El señor Durham ha retirado una de sus acusaciones, la de que la investigadora privada V. I. Warshawski se había enfrentado a una mujer que acababa de perder a su marido durante la celebración del funeral. «Los que me informaron estaban comprensiblemente afectados ante la terrible falta de humanidad de una compañía de seguros que se negó a cumplir el compromiso adquirido de pagar el entierro de un ser querido; con el nerviosismo pueden haber malinterpretado el papel de la señora Warshawski en este caso.»
– ¿Pueden haber malinterpretado? ¿Es que no puede admitir simple y llanamente que estaba equivocado? -pregunté a Morrell con un gruñido.
Murray había añadido algunas frases más en las que explicaba que mis investigaciones estaban suscitando algunas dudas sobre el papel que habían representado en todo aquello la Agencia de Seguros Midway y la Compañía de Seguros Ajax; que el propietario de Midway, Howard Fepple, no había contestado a los mensajes que se le dejaban en su contestador automático; que un portavoz de Ajax había dicho que la compañía había descubierto una solicitud de pago por defunción fraudulenta que se había presentado hacía diez años y que estaban intentando aclarar cómo había podido ocurrir aquello.
En la página de opinión había un artículo del presidente de la Asociación de Compañías de Seguros de Illinois. Se lo leí a Morrell en voz alta.
Imagínense que van a Berlín, la capital de Alemania, y que se encuentran con un enorme museo dedicado a los horrores de tres siglos de esclavitud de los negros en Estados Unidos. Después, imagínense que Frankfurt, Munich, Colonia y Bonn tienen también ese mismo tipo de museos, pero más pequeños. Eso sería exactamente igual que si en Estados Unidos se erigieran museos sobre el Holocausto e ignorasen totalmente las atrocidades que se cometieron aquí contra los negros o contra los indios.
Y, ahora, supongan que en Alemania se aprobase una ley que impidiera a toda compañía estadounidense que hubiera obtenido algún beneficio a costa de la esclavitud ejercer su actividad en Europa. Eso es lo que Illinois pretende hacer con las compañías alemanas. El pasado es un asunto complicado. Nadie tiene las manos limpias, pero si tuviéramos que detenernos cada diez minutos a lavárnoslas, antes de poder vender automóviles, productos químicos o seguros, el comercio acabaría estancándose.
– Etcétera, etcétera, Lotty no es la única en querer enterrar el pasado. Demasiado fácil, en cierto modo. Morrell hizo una mueca.
– Sí -dijo-, todo eso que dice hace que parezca un liberal de buen corazón preocupado por los afroamericanos y por los indios, cuando, en realidad, lo único que pretende es impedir que se inspeccionen los archivos de los seguros de vida para ver cuántas pólizas se niegan a pagar las compañías aseguradoras de Illinois.
– Claro, y la familia Sommers suscribió una póliza que no puede cobrar. Aunque, no creo que fuese la compañía de seguros la que cometió el fraude, sino el agente. Me gustaría ver los ficheros de Fepple.
– Hoy no, señorita Warshawski. No te voy a devolver tus ganzúas hasta que esté a punto de subir al 777 el martes.
Me reí y me zambullí en la sección de deportes. Los Cubs habían descendido tanto en su caída libre que tendrían que enviarles la lanzadera espacial para que pudieran volver a la Liga Nacional. Por otra parte, a los Sox les iba muy bien. Habían alcanzado los mejores resultados de la Liga, que ya entraba en la última semana de la temporada. Aunque los expertos decían que quedarían eliminados en la primera ronda de las finales, aquello seguía siendo un hecho sorprendente en el panorama deportivo de Chicago.
Llegamos al Orchestra Hall unos segundos antes de que los acomodadores cerraran las puertas. Michael Loewenthal había dejado las entradas para Morrell y para mí en la taquilla. En el palco nos reunimos con Agnes y Calia Loewenthal. Calia tenía un aire angelical con su vestido de nido de abeja blanco bordado con rosas doradas. Su muñeca y su perrito de peluche, con unas cintas doradas a juego, estaban en la silla que había a su lado.
– ¿Dónde están Lotty y Max? -pregunté en un susurro mientras los músicos salían al escenario.
– Max se está preparando para la fiesta. Lotty fue a ayudarle y acabó discutiendo terriblemente con él y con Cari. No tiene buen aspecto. Ni siquiera sé si va a quedarse a la fiesta.
– ¡Chisst!, ¡mami, tía Vicory! No se puede hablar cuando papá toca en público -nos dijo Calia mirándonos muy seria.
En su corta vida había oído cientos de veces que aquello era un pecado. Agnes y yo obedecimos, pero la preocupación por Lotty volvió a adueñarse de mi mente. Además, si había tenido una bronca monumental con Max, no me apetecía nada ir a la fiesta.
Cuando los músicos se instalaron ante sus atriles, con aquellos atuendos formales que les otorgaban un aire tan distante, me parecieron unos extraños en vez de unos amigos. Durante unos momentos deseé no haber asistido al concierto, pero una vez que comenzó a sonar la música, con aquel lirismo controlado que definía el estilo de Cari, se me aflojaron los nudos de tensión. En un trío de Schubert la riqueza interpretativa de Michael Loewenthal y la intimidad que parecía sentir -con su violonchelo y sus compañeros- hizo que me invadiera el dolor de la nostalgia. Morrell me sujetó los dedos y me los apretó con suavidad: la lejanía no iba a separarnos.
Durante el intermedio le pregunté a Agnes si sabía por qué se habían estado peleando Lotty y Max.
Negó con la cabeza.
– Michael dice que se han pasado todo el verano discutiendo por esa conferencia sobre los judíos en la que ha participado Max. Ahora parece que se pelean sobre un hombre al que Max conoció allí el viernes o al que oyó hablar o algo así, pero la verdad es que yo estaba intentando que Calia se estuviera quieta mientras le ponía las cintas del pelo y no presté mucha atención.
Después del concierto, Agnes nos pidió si podíamos llevarnos a Calia en el coche con nosotros hasta Evanston.
– Se ha portado tan bien, ahí sentadita como una princesa durante tres horas que, cuanto antes pueda desahogarse y ponerse a jugar, mejor. A mí me gustaría quedarme hasta que Michael esté listo para salir.
El comportamiento angelical de Calia se esfumó tan pronto salimos del Orchestra Hall. Se puso a correr gritando calle abajo, quitándose las cintas del pelo e incluso tirando a Ninshubur, su perrito de peluche. Antes de que pudiera cruzar la calle en su alocada carrera, la agarré y me la subí en brazos.
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