Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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Las lágrimas le surcaban el rostro.

– Aunque así fuese… Si me deja sus datos, me ocuparé de que lleguen a manos del señor Loewenthal. El organizará una cita con usted lo antes posible, pero esto…, enfrentarse a él en medio de una reunión en su casa, ¿qué tipo de recibimiento puede usted esperar? -le dije intentando ocultar mi ansiedad y mi consternación bajo una sonrisa beatífica, copiada de la de Rhea Wiell.

– El mismo recibimiento que yo le daría a él, el sincero abrazo de un superviviente de las cenizas del Holocausto a otro. Es algo que usted no puede entender.

– ¿Qué hay que entender? -preguntó el propio Max que, de improviso, hizo su aparición del brazo del oboe del grupo Cellini-. Victoria, ¿es algún invitado al que me quieras presentar?

– ¿Es usted Max? -dijo Radbuka abriéndose paso hacia él y asiendo su mano con una expresión de placer en el rostro-. Quisiera encontrar las palabras adecuadas para expresar lo mucho que esta noche significa para mí. Haber conseguido saludar a mi auténtico primo. Oh, Max, Max.

Max nos miraba a Radbuka y a mí, una y otra vez, con un desconcierto tan grande como el mío.

– Perdone, no sé… Ah, usted…, usted es… Victoria, ¿es esto cosa suya?

– No, es todo cosa mía -respondió pavoneándose-. Victoria mencionó tu nombre cuando estuvo con Rhea y yo comprendí que tenías que ser primo mío, bueno, tú o tu amigo. ¿Qué otra razón podía tener Victoria para proteger tanto tu intimidad?

Radbuka se adaptaba con gran rapidez al entorno: cuando llegó no sabía mi nombre y ya era Victoria para él. Y además suponía, como hacen los niños, que todo aquel a quien se dirigía sabía quiénes eran las personas de su entorno, como Rhea.

– Pero ¿por qué ha hablado de mí con esa psicóloga? -preguntó Max.

Entre la gente que había empezado a reunirse tras él se hallaba Don Strzepek, que en aquel momento se adelantó.

– Lo lamento, señor Loewenthal, pero yo soy el culpable. Sólo mencioné su nombre de pila, pero Rhea Wiell se imaginó de inmediato que se trataba de usted, porque su nombre figuraba en el programa de conferencias de la Birnbaum.

Yo hice un gesto de impotencia.

– Le estaba sugiriendo al señor Radbuka que subiera conmigo para hablar tranquilamente de su situación.

– Excelente idea. ¿Por qué no deja que la señora Warshawski le consiga algo de comer y suben a mi estudio? Yo me reuniré con ustedes dentro de una hora más o menos -Max se hallaba por completo desconcertado, pero intentaba manejar aquella situación con diplomacia.

Paul se rió, moviendo la cabeza arriba y abajo.

– Ya sé, ya sé. Rhea ya me sugirió que, tal vez, no quisieras hacer público nuestro parentesco. Pero no tienes nada que temer, de verdad. No te voy a pedir dinero ni nada parecido. El hombre que decía ser mi padre me dejó en buena posición. Aunque, dado que su dinero procedía de hechos monstruosos, tal vez no debería tocarlo. Pero, ya que no se preocupó de mí afectivamente, por lo menos, intentó compensarlo con el dinero.

– Ha acudido usted a mi casa con unas expectativas falsas. Le aseguro, señor Radbuka, que yo no estoy emparentado con su familia.

– ¿Te sientes avergonzado? -le espetó Radbuka-. Yo no he venido aquí para ponerte en una situación embarazosa sino simplemente a encontrar a mi familia, para ver qué puedo saber sobre mi pasado, sobre mi vida antes de estar en Terezin.

– Lo poco que yo pueda saber se lo diré en otro momento. Cuando disponga de tiempo para atenderle con la debida corrección -dijo Max tomándole por el brazo e intentando sin resultado llevarlo hacia la puerta-. Y, entonces, podrá contarme lo que usted sepa. Dele su número de teléfono a la señora Warshawski y yo me pondré en comunicación con usted. Mañana mismo, se lo prometo.

A Radbuka se le contrajo el rostro como a un niño que está a punto de ponerse a llorar. Reiteró su explicación de que no podía esperar ni un minuto más.

– Mañana tu amigo el músico ya se habrá ido. ¿Y si es él mi primo? ¿Cómo voy a encontrarlo después?

– Pero ¿no ve usted -empezó a decir Max inútilmente- que todo este darle vueltas y vueltas al mismo asunto sin tener suficiente información sólo pone las cosas más difíciles para usted y para mí? Por favor, permita que la señora Warshawski le acompañe arriba para hablar con tranquilidad o dele su número de teléfono y vayase a casa.

– Pero es que he venido aquí en un taxi. Yo no sé conducir. No tengo forma de volver a casa -gritó Radbuka con una especie de desconcierto infantil-. ¿Por qué no soy bienvenido?

Como la gente iba acabando de cenar, cada vez había más personas que pasaban por el recibidor para dirigirse a la sala. Aquel altercado al pie de la escalera era como un pararrayos que atraía su atención. La muchedumbre empezó a apiñarse en torno a Max.

Yo volví a tomar del brazo a Paul.

– Sí que es usted bienvenido, pero no puede organizar una discusión en el recibidor en medio de una fiesta. A Rhea no le gustaría que usted se alterara tanto, ¿no es cierto? Vamos a sentarnos en algún sitio donde estemos cómodos.

– No me iré hasta que haya conocido al músico amigo de Max -dijo en plan testarudo-. No hasta que no me haya dicho que me conoce y que recuerda a mi madre, a la que vi cómo arrojaban viva a una fosa de cal.

Lotty, que acababa de aparecer por la puerta que conectaba la sala con el recibidor, se abrió paso entre el grupo de gente, hasta llegar a mi lado.

– ¿Qué está pasando, Victoria?

– Es ese tipo que dice llamarse Radbuka -musité bajito-. Ha llegado hasta aquí gracias a un cúmulo de desafortunadas coincidencias y averiguaciones.

Por detrás de nosotras oímos que una señora repetía la misma pregunta de Lotty. Y también oímos la respuesta: «No estoy seguro, pero me parece que ese hombre está diciendo que Cari Tisov es su padre o algo así».

Radbuka también lo había oído.

– ¿Cari Tisov? ¿Es ése el nombre del músico? ¿Está aquí?

A Lotty se le abrieron los ojos como platos del espanto. Yo me giré dispuesta a negar el rumor antes de que se extendiera, pero el gentío iba aumentando y el rumor se propagaba por toda la habitación como el fuego en un pajar. La aparición de Cari al fondo provocó un súbito silencio.

– ¿Qué es esto? -preguntó tan contento-. ¿Estás haciendo una vigilia de oración, Loewenthal?

– ¿Ése es Cari? -preguntó Paul con el rostro iluminado de nuevo-. ¿Eres tú mi primo? Oh, Cari, estoy aquí, soy tu pariente perdido hace tiempo. ¿O tal vez somos hermanos? Por favor, ¿quieren apartarse? Necesito llegar hasta él.

– Esto es horrible -me susurró Lotty al oído-. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Cómo ha llegado a la conclusión de que es pariente de Cari?

La gente se había quedado helada, con esa vergüenza ajena que uno siente cuando se está ante un adulto que es incapaz de controlar sus emociones. Mientras Paul intentaba abrirse camino entre aquella multitud, Calia apareció de pronto gritando desde lo alto de la escalera. Los demás niños la seguían, chillando a pleno pulmón, mientras bajaban por la escalera a todo correr. Lindsey iba corriendo tras ellos, intentando restablecer el orden. Algún juego se le debía de haber ido de las manos, Calia se detuvo en el descansillo inferior al darse cuenta de la numerosa audiencia con que contaba. Luego, soltó un chillido riéndose y señaló a Paul.

– Mirad, es el lobo malo que quiere comerse a mi abuelo y, luego, va a venir por nosotros.

Todos los niños siguieron la consigna.

– Es el lobo, es el lobo. Es el lobo grande y malo.

Cuando Paul se dio cuenta de que era el objeto de sus burlas, empezó a temblar y pensé que se iba a poner a llorar de nuevo.

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