Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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– ¿Y se apellidaba Radbuka alguien de ese grupo? ¿Por qué le importa tanto a Cari? ¿Era alguna chica de la que estuvo enamorado?

Sonrió con tristeza.

– Eso tendrás que preguntárselo a él. Radbuka era el nombre… de otra persona. Max tenía grandes dotes como organizador ya desde jovencito. Cuando acabó la guerra, se recorrió las diferentes asociaciones que había en Londres para ayudar a la gente a encontrar a sus familias. Y, luego, se fue a Europa Central para emprender su propia búsqueda. Eso fue en el…, creo que fue en el cuarenta y siete, pero ha pasado tanto tiempo que no estoy segura. Fue entonces cuando surgió el nombre de Radbuka. No era el apellido propiamente dicho de nadie de aquel grupo, pero podíamos pedirle a Max que buscara por eso, porque teníamos una relación muy estrecha… No como si fuésemos una familia. De otro modo. Tal vez, como un pelotón de soldados que han luchado juntos durante años. Para casi todos nosotros los informes que consiguió Max resultaron devastadores. No había sobrevivientes ni de los Herschel, ni de los Tisov, ni de los Loewenthal… Max se enteró de que su padre y dos de sus primos, y eso fue otro horrible… -se detuvo a mitad de frase-. Yo estaba entonces comenzando mis prácticas de medicina. Eso me hacía renunciar a tantas cosas… Cari siempre me reprochaba que… Bueno, digamos que surgió algo muy desagradable alrededor de aquella persona de la familia Radbuka. Cari siempre pensaba que la medicina me absorbía tanto que me comportaba de un modo que a él le parecía cruel… ¡Como si su pasión por la música no fuese igual de absorbente!

La última frase la masculló entre dientes, casi como si hablara para sus adentros. Luego, se quedó en silencio. Nunca me había hablado de los seres queridos que había perdido de una forma así, tan emotiva. No entendía qué era lo que estaba tratando de decirme -o de no decirme- sobre aquel amigo de la familia Radbuka, pero cuando comprendí que no se iba a extender más sobre el asunto, decidí no seguir presionándola.

– Y sabes… -dudaba de cómo hacerle la pregunta del modo menos doloroso-. ¿Sabes lo que averiguó Max sobre la familia Radbuka?

Se le crispó el rostro.

– Ellos… No encontró ninguna pista de ellos. Aunque es verdad que las pistas no eran fáciles de encontrar y él no tenía mucho dinero. Todos le habíamos dado un poco, pero ninguno de nosotros tenía mucho.

– Así que ha debido de producirte una gran impresión oír a ese hombre diciendo que se llamaba Radbuka.

Se estremeció y me miró.

– Toda la semana he ido de impresión en impresión. Créeme. ¡Cómo envidio a Cari, que es capaz de dejar el mundo entero a un lado cuando empieza a tocar! O puede que se meta el mundo entero en su interior y lo expulse al soplar por su instrumento -hizo una pausa y luego volvió a hacerme la misma pregunta que cuando vio a Paul en el vídeo unos días atrás-. ¿Qué edad crees que tiene?

– Ha dicho que llegó aquí después de la guerra y que tenía alrededor de cuatro años, o sea que debe de haber nacido en el cuarenta y dos o en el cuarenta y tres.

– Así que no puede ser… ¿Y cree que nació en Theresienstadt?

Yo levanté las manos.

– Todo lo que sé de él es lo que dijo en la entrevista del jueves por la noche. ¿Theresienstadt es lo mismo que Terezin?

– Terezin es en checo; es una vieja fortaleza a las afueras de Praga. Lo de utilizar el nombre alemán es puro esnobismo austríaco -comentó, con un inesperado sentido del humor-, reminiscencia de cuando Praga era parte del imperio de los Habsburgo y todos hablaban alemán. Al insistir en llamarlo Terezin, este hombre quiere decirnos que es checo y no alemán.

Volvimos a quedarnos en silencio. Lotty estaba sumida en sus pensamientos, pero parecía más relajada, menos torturada de lo que había estado los últimos días, así que le dije que iba a subir a ver qué podía averiguar de Radbuka.

Asintió.

– Si me encuentro mejor, subiré dentro de un rato. Ahora, pienso que lo mejor es que siga tumbada.

Antes de apagar la luz, comprobé que estaba bien tapada con la manta afgana que le había puesto Max. Cuando cerré las puertas de cristal después de salir, vi que en la sala, al otro lado del recibidor, había una docena de personas que aún seguían de sobremesa tomando brandy. Michael Loewenthal estaba sentado en la banqueta del piano, con Agnes sobre sus rodillas. Todo el mundo estaba contento. Subí la escalera.

El estudio de Max era una habitación grande desde la que se divisaba el lago, llena de jarrones Ming y caballos T'ang. Estaba en la segunda planta, pero en el extremo opuesto a donde los niños estaban viendo vídeos. Max había elegido aquella habitación para él cuando sus hijos todavía eran pequeños porque estaba aislada del cuerpo central de la casa. Cuando cerré la puerta después de entrar, ya no había ningún ruido exterior que pudiese distraer la tensión interior. Morrell y Don me sonrieron, pero Paul Ulrich Radbuka dirigió la mirada hacia otra parte, decepcionado al ver que era yo y no Max o Cari.

– No entiendo lo que está sucediendo -dijo con tono lastimero-. ¿Es que se avergüenzan de que los vean conmigo? Necesito hablar con Max y Cari. Necesito saber qué tipo de parentesco nos une. Estoy seguro de que querrán saber que tienen un familiar que ha sobrevivido.

Cerré los ojos con fuerza, como si con aquello pudiese borrar de mi mente su estado de hiperemotívidad.

– Intente tranquilizarse. El… El señor Loewenthal estará con usted en cuanto pueda dejar a sus invitados y, a lo mejor, también el señor Tisov. ¿Le apetece una copa de vino o algún refresco?

Dirigió la mirada, cargada de ansiedad, a la puerta, pero pareció darse cuenta de que no podría encontrar a Cari sin ayuda. Se dejó caer en una butaca y musitó que suponía que un vaso de agua le ayudaría a calmar los nervios. Don se puso de pie de un salto para ir a buscarlo.

Llegué a la conclusión de que el único modo de conseguir sacar alguna información de aquel hombre sería actuando como si creyera todo lo que decía. Era un ser tan inestable que recorría toda la escala entre la amargura y el éxtasis saltando de octava en octava y haciéndose un mundo a partir de una insignificancia. No estaba segura de poder fiarme de nada de lo que dijera; pero, si lo cuestionaba, lo único que lograría es que se replegara refugiándose en las lágrimas.

– ¿Tiene alguna idea de dónde nació? -le pregunté-. Parece que Radbuka es un apellido checo.

– El certificado de nacimiento que mandaron conmigo a Terezin dice que en Berlín, que es una de las razones por la que estoy tan impaciente por conocer a mis familiares. Puede que los Radbuka fueran checos que se habían escondido en Berlín. Algunos judíos huyeron al oeste, intentando huir de los Einsatzgruppen, en vez de ir al este. Puede que fueran checos que emigraron incluso antes de estallar la guerra. ¡Ay, cómo me gustaría saber algo! -dijo retorciéndose las manos angustiado.

Elegí con sumo cuidado mis siguientes palabras.

– Tuvo que producirle una impresión muy fuerte encontrar ese certificado de nacimiento cuando murió su…, su padre adoptivo. Ver que usted era Paul Radbuka de Berlín en vez de… ¿Dónde le había dicho Ulrich que había nacido?

– En Viena. Pero yo nunca he visto mi certificado de nacimiento de Terezin, tan sólo leí algo acerca de él en otra parte, después de saber quién era yo realmente.

– ¡Qué crueldad la de Ulrich mencionarlo por escrito, pero no dejarle el documento! -exclamé.

– No, no. Tuve que deducirlo de un informe externo. Fue…, fue por pura casualidad que lo averigüé.

– ¡Qué trabajo de investigación más extraordinario ha tenido usted que hacer! -dije poniendo un tono de tanta admiración que Morrell frunció el ceño para advertirme que me estaba pasando, pero el rostro de Paul se iluminó de un modo perceptible-. Me encantaría ver el informe que hablaba de su certificado de nacimiento.

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