El rostro de Paul UlrichRadbuka se iluminó.
– Entonces, tal vez yo naciera en Lodz.
– Creí que usted sabía que había nacido en Berlín -le espeté.
– Los documentos de aquella época no son demasiado fiables -dijo-. Puede que me dieran los papeles de otro niño muerto en el campo. Todo es posible.
Hablar con él era como caminar por un territorio pantanoso: justo cuando creías que pisabas sobre terreno firme, el suelo cedía.
Max lo miró con una expresión grave en la cara.
– Ninguno de los Radbuka de Viena tenía ninguna relevancia, ni social ni artística, como era típico de las personas que fueron enviadas a Theresien…, a Terezin. Por supuesto que siempre hay excepciones, pero dudo mucho que las vaya a encontrar en este caso.
– Así que trata usted de decirme que mi familia ya no existe, pero yo sé que lo único que intenta es ocultarlos de mí. Exijo verlos en persona. Sé que me reconocerán cuando nos encontremos.
– La solución más fácil es someterse a una prueba de ADN -sugerí yo-. Max, Cari y su amigo inglés podrían proporcionar muestras de sangre a un laboratorio que acordásemos, en Inglaterra o aquí en Estados Unidos y el señor…, el señor Radbuka también. Eso resolvería la cuestión de si está emparentado con alguno de ellos o con' el amigo de Max en Inglaterra.
– Yo no tengo ninguna duda -exclamó Paul con el rostro arrebolado-. Usted puede tenerla, usted es una detective que se gana la vida a base de sospechas, pero yo no voy a tolerar que se me trate como si fuera un espécimen de laboratorio, como hacían con mi gente en el laboratorio médico de Auschwitz, como hicieron con la madre de mi pequeña Miriam. Mirar muestras de sangre, eso es lo que hacían los nazis. Herencia, raza y todo eso. Yo no voy a participar en ello.
– Eso nos retrotrae al punto de partida -le dije-. Con un documento que sólo usted conoce y cuyo contenido no puede verificar una detective suspicaz como yo. Y, por cierto, ¿quién es Sofie Radbuka?
Paul se enfadó.
– Estaba en la Red. Alguien, en un foro sobre desaparecidos, pedía información sobre Sofie Radbuka, alguien que había vivido en Inglaterra durante los años cuarenta. Así que le escribí diciendo que debía de ser mi madre, pero no me contestó.
– Bueno, ahora estamos todos agotados -dijo Max-. Señor Radbuka, ¿por qué no pone por escrito todo lo que sabe sobre su familia? Haré que mi amigo haga lo mismo. Usted me da su informe y yo le doy el de mi amigo y, luego, podemos reunimos para comparar las notas.
Radbuka estaba sentado adelantando el labio inferior sin ni siquiera darse por enterado de la propuesta. Cuando Morrell, tras echar un vistazo al reloj, le dijo que iba a acercarle a su casa, Radbuka se negó a levantarse.
Max le dirigió una mirada muy dura.
– Ahora tiene que irse, señor Radbuka, a menos que desee crear una situación que le impida volver más a esta casa.
Con el rostro de payaso convertido en una máscara trágica, Radbuka se puso en pie. Con Morrell y Don tomándole del brazo, como celadores de una residencia de lujo para enfermos mentales, se dirigió, arrastrando los pies y con gesto hosco, hacia la puerta.
Viejos amantes
La fiesta había terminado en la planta baja. Los camareros estaban recogiendo las sobras, limpiando con la aspiradora los restos de comida caídos en la alfombra y fregando los últimos platos. En el salón Cari y Michael discutían el tempo adecuado de un soneto de Brahms, tocando al piano un pasaje, mientras Agnes los observaba sentada con las piernas recogidas sobre el sofá.
Levantó la mirada cuando aparecí por la puerta, y se puso apresuradamente en pie para venir corriendo a mi encuentro, antes de que yo pudiera salir de la casa, tras Morrell y Don.
– Vic, pero ¿quién era ese hombre tan raro? Su irrupción ha puesto a Cari fuera de sí. Fue a la terraza y se puso a gritarle a Lotty hasta que Michael fue a pararle. ¿Qué es lo que está ocurriendo?
– Sinceramente, no lo sé -dije-. Ese tipo cree que pasó su niñez en un campo de concentración. Dice que hasta hace poco no descubrió que su verdadero apellido era Radbuka, y ha venido aquí con la esperanza de que Max o Cari fueran parientes suyos o de que alguien de sus amigos en Inglaterra tuviera familiares con ese apellido.
– Pero eso no tiene ningún sentido -dijo Agnes alzando la voz.
Max bajó por la escalera con un paso de cansancio infinito.
– Ya se ha ido, ¿verdad, Victoria? No, no tiene ningún sentido. Esta noche nada tiene demasiado sentido. Incluso que Lotty se haya desmayado… cuando la he visto extraer una bala sin pestañear. ¿Tú qué piensas de él, Victoria? ¿Te has creído su historia? Es un cuento extraordinario.
Yo estaba tan cansada que veía lucecitas flotando frente a mis ojos.
– No sé qué pensar. Es tan voluble que pasa de las lágrimas al júbilo y vuelta atrás en treinta segundos. Y, cada vez que escucha una nueva información, cambia la historia. ¿Dónde nació? ¿En Lodz? ¿En Berlín? ¿En Viena? Me sorprende que Rhea Wiell hipnotizara a un ser tan inestable… Yo hubiera supuesto que con eso haría añicos su frágil conexión con la realidad. Aunque todos esos síntomas bien podrían ser consecuencia, justamente, de lo que le sucedió. Una infancia en Terezin… No sé cómo puede uno recuperarse de eso.
En el salón, Michael y Cari tocaban al piano el mismo pasaje una y otra vez, con variaciones en el tempo y en el tono, demasiado sutiles para mí. Tanta repetición estaba empezando a crisparme.
La puerta que daba a la terraza se abrió y Lotty apareció en el recibidor, pálida pero ya repuesta.
– Lo siento, Max -musitó-. Siento haberte dejado solo para lidiar con él, pero no podía enfrentarme a la situación. Y, por lo visto, Cari tampoco… Ha venido a reprocharme por no acompañarte al piso de arriba. Pero veo que ahora ha vuelto al mundo de la música dejando este asunto en nuestras manos.
– Lotty -dijo Max levantando una mano-, si Cari y tú queréis seguir peleando, hacedlo en otro sitio. Ninguno de vosotros ha contribuido en nada a lo que ha estado ocurriendo arriba, pero hay una cosa que querría saber…
El timbre de la puerta le interrumpió. Era Morrell que volvía con Don.
– Debe de vivir muy cerca -dije yo-. No hace ni un minuto que os marchasteis.
Morrell vino hacia mí.
– Nos pidió que le acercáramos a algún sitio en el que pudiera tomar un taxi, cosa que, francamente, agradecí. Un rato con ese tipo es más que suficiente para mí, así que le dejé enfrente de Orrington, al lado de una parada de taxis.
– ¿Te has quedado con su dirección?
Morrell negó con la cabeza.
– Se la pregunté cuando nos subimos al coche, pero me contestó que volvería a su casa en un taxi.
– Yo también intenté que me la diera -dijo Don- porque, evidentemente, quiero llegar a entrevistarlo, pero decidió que éramos unas personas que no le inspiraban confianza.
– Está chiflado -dije-. Ahora estoy como al principio, a menos que pueda seguirle la pista al taxi.
– ¿Y qué os ha contado ahí arriba? -preguntó Lotty-. ¿Ha dicho algo acerca de cómo ha llegado a saber que su apellido era Radbuka?
Me apoyé en Morrell porque ya no me tenía en pie de cansancio.
– Sólo unas cuantas paparruchas más sobre los misteriosos documentos de su padre, bueno, de su padre adoptivo, que probaban que había sido miembro de los Einsatzgruppen.
– ¿Qué es eso? -preguntó Agnes con la preocupación reflejada en sus ojos oscuros.
– Unas fuerzas especiales que cometieron atrocidades terribles en la Europa del Este durante la guerra -contestó Max lacónicamente-. Lotty, ya que te encuentras mejor, querría que ahora me dieras una información: ¿quién es Sofie Radbuka? Ese hombre ha dicho esta noche que se trata de un nombre que ha encontrado en la Red, pero creo que nos deberías explicar a Vic y a mí por qué su mención te ha afectado tanto.
Читать дальше