Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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La directora del Instituto Camden para niñas, la señorita Skeffing, estaba en el consejo de dirección del Real Hospital de la Beneficencia. Ella fue quien me animó a hacer el curso de ciencias que me serviría para ingresar en la facultad de medicina. No quería marcharme, no quería abandonarla ni renunciar a mi oportunidad de estudiar medicina. Tampoco quería dejar a Claire, aunque por aquel entonces no la veía mucho, puesto que había empezado a hacer turnos como interna en el hospital. Después de todo, Claire me había servido de ejemplo para poder hacerle frente a la prima Minna e insistir hasta lograr matricularme en el Instituto Camden. Minna estaba hecha una furia. Ella quería que dejase de estudiar a los catorce años para ayudarla a ganar algún dinero trabajando en la fábrica de guantes. Pero yo le reproché que, ya que en 1939 no había querido recomendar a mi padre para un puesto de trabajo, tenía mucha cara al pedirme que dejase el instituto para ponerme a trabajar.

Ella y Victor también intentaron poner fin a mis salidas para ver a mis amigas y acudir a las veladas musicales de la señorita Herbst, Durante los años de la guerra aquellas veladas fueron una especie de salvavidas. Incluso para alguien como yo, que no tenía ninguna educación musical, siempre había algo que hacer: montábamos óperas y hasta improvisaciones para varias voces sin acompañamiento musical. Incluso durante los bombardeos alemanes sobre Londres, cuando había que moverse por la ciudad a tientas, yo salía de la casa de Minna dando un portazo y recorría las calles totalmente a oscuras hasta el apartamento de la señorita Herbst, a veces iba en autobús, lo que suponía toda una aventura porque los vehículos también tenían que respetar el apagón obligatorio, de modo que no sabías si venía un autobús hasta que lo tenías encima, y después tenías que adivinar dónde bajarte. Una vez, de regreso a casa, calculé mal y me bajé a muchas millas de casa de Minna. Me encontraron unos vigilantes nocturnos y me dejaron dormir en su refugio. Fue muy divertido tomar chocolate aguado con los guardias mientras ellos hablaban de fútbol, pero mi pequeña aventura dejó a Minna más avinagrada que nunca.

A pesar de lo preocupados que estábamos por nuestras familias, ninguno de nosotros -no sólo Hugo y yo, sino ninguno de los del grupo que íbamos a casa de la señorita Herbst- quería reanudar su vida en alemán. Lo veíamos como el idioma de la humillación. Alemania, Austria o Checoslovaquia eran los lugares donde habíamos visto cómo obligaban a nuestros adorados abuelos a arrastrarse en cuatro patas para fregar los adoquines de la calle mientras una multitud los abucheaba y les tiraba de todo. Incluso escribíamos nuestros nombres de otra forma: yo cambié Lotte por Lotty y Cari cambió la K de su nombre por la C.

La noche de la celebración de la Victoria en Europa, después del discurso del rey, acompañé a Hugo hasta el metro para que regresase a Golders Green, donde vivían los Nussbaum, y me fui a Covent Garden para encontrarme con Max y algunos del grupo y para esperar a Cari, que había conseguido trabajo en la orquesta Sadlers Wells y tocaba aquella noche. En Covent Garden había miles de personas, pues era el único lugar en Londres donde se podía conseguir alcohol en mitad de la noche.

Alguien estaba pasando botellas de champán entre la multitud. Max y el resto de nuestro grupo dejamos nuestras preocupaciones a un lado y nos sumamos al desenfreno de los demás juerguistas. Se acabaron las bombas, se acabaron los apagones, se acabaron los diminutos trozos de mantequilla una vez por semana. Aunque aquello era, por supuesto, un optimismo fruto de la ignorancia, porque el racionamiento continuó durante años.

Cari nos encontró más tarde sentados sobre una carretilla volcada en St. Martin's Lañe. El dueño, un vendedor de frutas, estaba algo borracho. Cortaba manzanas en rodajas con mucho cuidado y nos las daba a comer a mí y a otra chica de nuestro grupo, que después acabaría siendo tremendamente burguesa, se dedicaría a criar corgis y a votar al partido conservador. En aquella época ella era la más experimentada del grupo, se pintaba los labios, salía con soldados estadounidenses y conseguía a cambio medias de nylon, mientras que yo llevaba calcetines de algodón zurcidos y a su lado me sentía como una colegiala sosa.

Cari hizo una ampulosa reverencia al dueño de la carretilla y le sacó una rodaja de manzana de la mano. «Yo se la daré a la señorita Herschel», dijo, y me alcanzó el trozo. Entonces, de pronto, me fijé en sus dedos y fue como si estuviesen acariciando mi cuerpo. Le sujeté por la muñeca y acerqué su mano con la manzana a mi boca.

Capítulo 19

Caso cerrado

Los sueños me despertaron en medio de la luz grisácea del amanecer. Eran pesadillas en las que Lotty se perdía, mi madre moría y unas figuras sin rostro me perseguían por unos túneles, mientras Paul Radbuka miraba y alternaba el llanto con la risa de un loco. Permanecí acostada, sudando y con el corazón latiéndome a toda prisa. Morrell dormía a mi lado y respiraba expulsando el aire en pequeños ronquidos, como un caballo resoplando. Me cobijé en sus brazos. Me abrazó dormido durante unos minutos y después se dio la vuelta sin despertarse.

Poco a poco, mi corazón recuperó su ritmo normal pero, a pesar de todas las fatigas que había pasado durante el día, no podía volver a dormirme. Las atormentadas confesiones de la noche anterior giraban dentro de mi cabeza como ropa que da vueltas en una lavadora. Las emociones de Paul Radbuka eran tan ambiguas, tan intensas, que no sabía cómo reaccionar ante él. La historia de Lotty y Cari me resultaba igual de abrumadora.

No me sorprendió saber que Max quería casarse con Lotty, a pesar de que ninguno de ellos lo hubiese mencionado jamás delante de mí. Empecé por evaluar el problema pequeño en lugar del grande y me preguntaba si Lotty no estaría tan acostumbrada a su solitaria existencia que preferiría seguir viviendo así. Morrell y yo habíamos hablado de la posibilidad de vivir juntos pero, aunque los dos habíamos estado casados en nuestra juventud, no estábamos del todo decididos a renunciar a nuestra intimidad. Para Lotty, que siempre había vivido sola, sería un cambio mucho más difícil de afrontar.

Estaba claro que Lotty ocultaba algo sobre la familia Radbuka, pero yo no tenía forma de averiguar de qué se trataba. No era acerca de la familia de su madre. Se había sorprendido cuando se lo sugerí, incluso parecía ofendida. ¿Habría sido, tal vez, una pobre familia de emigrantes cuyo destino la había marcado de una forma terrible? A veces las personas sienten vergüenza o culpa por razones de lo más extrañas, pero no lograba imaginarme ninguna que pudiera sorprenderme tan desagradablemente como para alejarme de ella… Algo que Lotty ni siquiera le contaría a Max.

¿Y si Sofie Radbuka hubiese sido una paciente con la que cometió algún error fatal durante sus prácticas como estudiante de medicina? ¿Y si Sofie Radbuka había muerto o estaba en un coma vegetativo? Lotty se habría culpado de ello y por eso había fingido que padecía tuberculosis para poder ir al campo a recuperarse. Había adoptado el nombre de Radbuka en medio de un ataque de culpabilidad que le había hecho identificarse en exceso con aquella paciente. Pero eso no coincidía en absoluto con la Lotty que yo conocía y tampoco era algo que me alejaría de ella.

La idea de que hubiese fingido tener tuberculosis para poder marcharse al campo y continuar un romance con una tal Sofie Radbuka -o con quien fuese- me parecía ridícula. Podía haber tenido cualquier romance en Londres sin arriesgarse a perder sus prácticas de medicina, que eran de muy difícil acceso para las mujeres en los años cuarenta.

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