Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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Me enervaba ver a Lotty tan vulnerable. Intentaba tener presente el buen consejo de Morrell: que no metiera las narices en la vida de Lotty; que si ella no quería contarme sus secretos, era debido a sus propios demonios internos y no por mi culpa.

De todos modos, yo tenía que preocuparme de mis asuntos y concentrarme en desenmarañar el ovillo financiero que Isaiah Sommers me había contratado para investigar. Tampoco es que yo hubiese hecho mucho al respecto, aparte de convencerle de que le dijese a Bull Durham que dejase de denunciarme en público.

Sólo eran las seis menos cuarto de la mañana. Podía hacer una cosita más por Isaiah Sommers. Algo que haría que Morrell pusiera el grito en el cielo si se enteraba. Me incorporé. El suspiró, pero no se movió. Me puse los vaqueros y la camiseta que tenía en mi bolsa de fin de semana, agarré mis zapatillas de deporte y salí del cuarto de puntillas. Morrell me había secuestrado el teléfono móvil y las ganzúas. Volví a entrar en el cuarto, salí con su mochila y me fui a su estudio. No quería que se despertase con el ruido de las llaves. Le dejé una nota sobre su ordenador portátil: Me marcho al centro porque tengo una cita muy temprano. ¿Nos vemos para cenar? Te quiero, V.

La casa de Morrell quedaba a sólo seis manzanas de la estación de metro de Davis. Me dirigí en esa dirección junto con otros madrugadores que iban a trabajar, a correr o a pasear a sus perros. Era increíble la cantidad de gente que había por la calle y el aspecto tan fresco y saludable que tenían. La imagen de mis ojos enrojecidos en el espejo del cuarto de baño me había hecho estremecerme: la Loca de Chaillot andaba suelta por la ciudad.

Ya circulaban los trenes rápidos que cubrían la hora punta de la mañana. A los veinte minutos me estaba bajando en mi parada, Belmont, que se encontraba a unas pocas manzanas de mi apartamento. Tenía el coche aparcado justo enfrente, pero necesitaba darme una ducha y cambiarme para parecerme un poco menos al espectro de mis propias pesadillas. Entré sin hacer ruido, con la esperanza de que los perros no me oyesen. Traje de chaqueta, zapatos de suela de goma de crepé. Peppy soltó un ladrido agudo en el momento en que volvía a salir de casa de puntillas, pero no aminoré el paso.

Camino a Lake Shore Drive me detuve en una cafetería y me tomé un zumo de naranja grande y un capuchino todavía más grande. Ya eran casi las siete. Había empezado la hora punta de verdad pero, aun así, logré llegar a Hyde Park antes de las siete y media.

Saludé inclinando la cabeza con un gesto mecánico al guardia de seguridad apostado a la entrada del edificio de Hyde Park Bank. No era el mismo al que Fepple le había advertido que no me dejase pasar la noche del viernes. El hombre me dirigió una mirada rápida por encima de su periódico pero no hizo ningún ademán de pararme. Yo iba vestida como una ejecutiva y tenía el aire de saber adónde iba. Al sexto piso, donde saqué unos guantes de goma y me puse a trabajar en las cerraduras de Fepple. Estaba tan tensa, atenta a si llegaba el ascensor, que me llevó un rato darme cuenta de que la puerta no estaba cerrada con llave.

Me deslicé dentro de la oficina, refunfuñando al tropezar, otra vez, con la loseta de linóleo levantada. Fepple estaba sentado en su escritorio. A la pálida luz que entraba por la ventana me pareció que se había quedado dormido. Me detuve junto a la puerta, dudando, pero decidí echarle cara al asunto, despertarlo y obligarle a que me entregase el archivo de Sommers. Encendí la luz del techo y me di cuenta de que Fepple no hablaría nunca con nadie más. No tenía boca. Una parte de la cara, de aquella cara cubierta de pecas, había desaparecido y sólo quedaban restos de hueso, de masa encefálica y de sangre.

Me senté de golpe en el suelo, con la cabeza entre las rodillas. Podía oler la sangre hasta con la nariz tapada. Sentí cómo me subía la náusea por la garganta. Me obligué a pensar en otra cosa: no podía añadir mi vómito a la escena del crimen.

No sé cuánto tiempo estuve sentada así, hasta que unas voces en el pasillo me hicieron percatarme de la delicada situación en la que me encontraba: estaba en una oficina con un muerto, ganzúas en el bolsillo y guantes de goma en las manos. Me puse de pie tan rápidamente que me volví a marear, pero me recuperé y cerré la puerta por dentro.

Intenté enfocarlo como un análisis forense y pasé al otro lado de la mesa para observar a Fepple. Había una pistola en el suelo, justo debajo del lugar donde colgaba su brazo derecho. Entrecerré los ojos y miré el arma: una veintidós SIG Trailside. Así que ¿se había suicidado? ¿Habría visto algo en el expediente de Sommers que le había desquiciado? Su ordenador estaba todavía encendido, aunque se había desactivado la pantalla. Intentando controlar las náuseas, extendí un brazo con mucho cuidado por encima de su lado izquierdo y utilicé una ganzúa para volver a activar la pantalla sin cambiar nada de lugar. Un texto volvió a cobrar vida en el recuadro.

Ésta era una agencia floreciente cuando mi padre murió, pero yo soy un fracaso como agente. He visto caer en picado las ventas y los beneficios durante cinco años. Creí que podría hacer algún chanchullo para cubrir las deudas pero, ahora que esa detective me vigila, tengo miedo de fracasar también en esto. Nunca me he casado, nunca he sabido cómo conquistar a las mujeres, ya no aguanto más. No sé cómo pagar mis deudas. Si a alguien hago daño, quizás a mi madre, lo siento. Howard

Lo imprimí y me metí el papel en el bolsillo. Tenía las manos húmedas dentro de los guantes de goma. Unas manchitas negras me flotaban delante de los ojos. Era perfectamente consciente de que tenía la cabeza destrozada de Fepple junto a mí, pero no podía mirarla. Quería huir de aquel espantoso lugar, pero con probabilidad no contaría con otra oportunidad para hacerme con el expediente de Sommers.

Los archivadores estaban abiertos, cosa que me sorprendió. Cuando estuve allí la semana pasada, Fepple había hecho bastantes aspavientos abriéndolos cada vez que quería guardar un papel y volviéndolos a cerrar de inmediato con llave. El tercer cajón, donde había metido la carpeta de Sommers, tenía una etiqueta que ponía: Clientes de Rick Hoffman.

Las carpetas estaban metidas de cualquier manera dentro del cajón, algunas boca abajo, sin orden ni concierto. Cuando saqué la primera carpeta, Barney Williams, creí que había empezado por atrás, pero a continuación venía Larry Jenks. Sin dejar de mirar el reloj, muy nerviosa, vacié el cajón y volví a meter las carpetas una a una. La de Sommers no estaba.

Hojeé los papeles en busca de algo que estuviese relacionado con Sommers, pero no encontré más que copias de pólizas y anotaciones de vencimientos de pagos. Casi las tres cuartas partes eran casos cerrados y las pólizas tenían un sello que ponía Pagado y la fecha o Suspendido por falta de pago y la fecha. Busqué en los demás cajones, pero no encontré nada. Me llevé una media docena de pólizas pagadas para que Mary Louise comprobase si el beneficiario había recibido el dinero.

Cada vez que oía voces por el pasillo me ponía muy nerviosa, pero no me podía ir sin antes buscar los papeles de Sommers entre aquel caos que había sobre el escritorio. Los papeles estaban salpicados de sangre y de pedacitos de masa encefálica. No quería tocar nada, porque cualquier perito experimentado podría deducir, nada más verlo, que alguien había estado revolviendo. Pero quería conseguir aquella carpeta.

Saqué fuerzas de flaqueza y me forcé a mirar sólo hacia delante, intentando convencerme de que no había nadie en la silla, me incliné sobre el escritorio y revisé los documentos que había delante de Fepple. Busqué en círculo, desde el centro de la mesa hacia los bordes. Al no encontrar nada, di la vuelta al otro lado de Fepple, procurando no pisar ninguna cosa y miré en los cajones del escritorio. No encontré más que detalles de su deprimente vida. Bolsas empezadas de patatas fritas, una caja de condones sin abrir cubierta de migas de galleta, agendas que se remontaban a la década de 1980, cuando su padre se citaba con los clientes, libros sobre cómo jugar mejor al pingpong. ¿Quién hubiera pensado que tenía la suficiente constancia como para practicar algún deporte?

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