– ¿Sabes a qué se refiere el panfleto de Durham cuando habla de Birnbaum? -me preguntó Mary Louise.
– Parece ser que Ajax asegura a los Birnbaum desde 1850. Parte de las grandes propiedades de Birnbaum provienen de negocios en el sur. Los ejecutivos de Ajax están indignados intentando averiguar cómo ha obtenido Durham esa información.
Mientras entraba lentamente en la autopista me alegré de haber comprado el agua. Hoy en día parece que el tráfico sólo fluye sin problemas entre las diez de la noche y las seis de la mañana. A las dos y media de la tarde los camiones que se dirigían al sur por la autopista Ryan formaban una compacta muralla. Le dije a Mary Louise que esperase al otro lado de la línea mientras deslizaba mi Mustang entre un camión de dieciocho ruedas de la UPS y otro largo, de plataforma, que transportaba algo parecido a la bobina de un reactor.
Antes de colgar, le pedí que me averiguase la dirección y número de teléfono de Amy Blount.
– Envíamelos al teléfono de mi coche, pero no la llames. Todavía no sé si quiero hablar con ella.
El camión de plataforma que tenía detrás dio un bocinazo que me hizo saltar del asiento: me había distraído y había dejado un hueco como de unos tres coches por delante de mí. Avancé a toda prisa.
Mary Louise añadió:
– Antes de que cuelgues: he localizado a los hombres que trabajaban con Aaron Sommers en los desguaces South Branch. Los que, al igual que el señor Sommers, compraron seguros de vida a Rick Hoffman.
El ataque personal de Durham me había borrado de la cabeza todos los asuntos del día anterior. Me había olvidado de decirle a Mary Louise que mi cliente me había despedido, por lo que ella había continuado con la investigación y había encontrado a tres de los cuatro hombres que todavía estaban vivos. Les dijo que estaba realizando una investigación independiente para la compañía con el fin de verificar la calidad de los servicios y convenció a los asegurados de que llamasen a la Agencia Midway. Los hombres le confirmaron que sus pólizas no presentaban ningún problema; Mary Louise también lo había comprobado con la agencia. El tercer hombre había muerto hacía ocho años. Ajax había pagado su entierro sin ningún inconveniente. Fuera cual fuese el fraude cometido, no se trataba de un saqueo sistemático de aquellas pólizas en particular por parte de la Midway o de Hoffman. Aunque a esas alturas, era algo que a mí ya no me interesaba. De todas formas le agradecí a Mary Louise su gran esfuerzo, puesto que había hecho muchísimas cosas en tan sólo una mañana, y después concentré toda mi atención en el tráfico.
Cuando me metí por Stevenson, mi velocidad se parecía más a la de una tortuga después de tomarse un Valium que a la de una bola de pinball. La mitad de los carriles estaban cerrados por culpa de una obra que lleva así tres años. La autopista Stevenson es el acceso a la zona industrial por el sudoeste de la ciudad y siempre tiene un tráfico de camiones muy denso. Entre las obras y la hora punta, acabamos todos avanzando a duras penas a quince kilómetros por hora.
Cuando llegué a Kedzie me alegré de abandonar la autopista y de meterme en el laberinto de fábricas y de solares de desguace que se levanta junto a ella. A pesar de que hacía un día claro, allí abajo, entre las fábricas, el aire se tornaba gris azulado a causa del humo. Pasé junto a descampados llenos de coches oxidados, solares en los que se hacían motores fueraborda, una fábrica de encofrados y una montaña de sal amarillenta, un mal presagio del invierno que se avecinaba. Las calles estaban llenas de baches. Conduje con cuidado porque mi coche era demasiado bajo como para que el eje pudiese sobrevivir a un agujero profundo. Los camiones me adelantaban dando saltos e ignorando alegremente toda señal de tráfico.
A pesar de tener un buen plano me perdí un par de veces. Cuando entré dando tumbos en el aparcamiento de Ingeniería Docherty eran las tres y cuarto, es decir, quince minutos después de que terminase el turno de Isaiah Sommers. El acceso estaba cubierto de grava y tenía tantos baches, por culpa de los camiones pesados, como las demás calles circundantes. Cuando me bajé del Mustang, un camión de catorce ruedas rugía en un muelle de carga.
Era mi tarde de suerte, parecía que los del turno de siete a tres estaban marchándose justo en ese momento. Me recosté en mi coche y observé a los hombres que iban saliendo poco a poco por una puerta lateral. Isaiah Sommers apareció en medio de aquel éxodo. Iba hablando y riendo con otros dos hombres con una despreocupación que me cogió por sorpresa. Cuando le conocí me pareció una persona retraída y hosca. Esperé a que se despidiera de un compañero de trabajo, dándole unos golpecitos en la espalda, y a que se encaminase a su camión, antes de enderezarme y seguirle.
– ¿Señor Sommers?
La sonrisa se esfumó y su rostro recuperó la misma expresión cautelosa que yo le había visto la otra noche.
– Ah, es usted. ¿Qué es lo que quiere?
Saqué el panfleto de mi bolso y se lo di.
– Ya veo que el camino que tomó le ha llevado directamente hasta el concejal Durham. Aunque hay varios errores de hecho, está teniendo un gran impacto en la ciudad. Estará usted contento.
Leyó el panfleto con la misma concentración y lentitud con la que había leído mi contrato.
– ¿Y bien?
– Sabe a la perfección que yo no estaba presente en el funeral de su tío. ¿Le dijo a Durham que yo estaba allí?
– Quizá se equivocó al unir las piezas de la historia pero, sí, sí que hablé con él. Le dije que usted había acusado a mi tía -avanzó el mentón con gesto amenazador.
– No he venido hasta aquí a jugar a «él dijo» y «ella dijo», sino para saber por qué ha hecho algo tan insólito como ponerme en la picota, en lugar de intentar resolver las cosas entre nosotros en privado.
– Mi tía no tiene dinero ni contactos ni ninguna otra forma de desquitarse cuando viene alguien como usted y la acusa injustamente.
Varios hombres pasaron junto a nosotros y nos miraron con curiosidad. Uno de ellos saludó a Sommers. Él le devolvió el saludo con la mano, pero siguió mirándome con gesto enfadado.
– Su tía se siente estafada y necesita echarle la culpa a alguien, así que me la está echando a mí. Hace unos diez años alguien cobró el cheque de la póliza utilizando el nombre de su tía y con un certificado de defunción que declaraba que su tío estaba muerto. Una de dos: o lo hizo su tía o lo hizo otra persona. Pero era su nombre el que aparecía en el cheque. Tenía que preguntárselo. Usted me ha despedido, así que ya no haré más preguntas, pero ¿no le intriga saber cómo ha llegado ese nombre hasta ese cheque?
– Fue la compañía. Fue la compañía la que lo hizo y después la contrató a usted para tendernos una trampa e incriminarnos, como dice aquí -señaló el panfleto, pero su voz no sonaba muy convencida.
– Es una posibilidad -admití-. Es una posibilidad que la compañía lo haya hecho. Pero, claro, eso nunca lo sabremos.
– ¿Y por qué no?
Sonreí.
– Yo no tengo ninguna razón para investigarlo. Puede contratar a otra persona para que lo haga, pero le costará una fortuna. Claro que es más fácil andar lanzando acusaciones a diestro y siniestro que investigar los hechos. Últimamente parece ser la forma en que los estadounidenses lo resolvemos todo: buscando un chivo expiatorio en lugar de investigar los hechos.
Su rostro contraído era un fiel reflejo de su confusión. Le saqué el panfleto de las manos y me encaminé hacia mi coche. El teléfono, que había dejado conectado al cargador, estaba sonando. Era Mary Louise para darme los datos de Amy Blount. Los apunté rápidamente y arranqué el coche.
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