– Por supuesto que lo comprendo -dije con toda la paciencia que pude-. Pero no puedo permitir que Paul Radbuka se presente ante el señor Loewenthal como caído del cielo convencido de que son parientes. De hecho, no creo que el señor Loewenthal sea parte de la familia Radbuka. Si antes yo pudiese hacerle algunas preguntas a Paul se podría evitar que todos nos pusiéramos nerviosos.
Negó con la cabeza con determinación: no entregaría a Paul a alguien como yo, una extraña sin cualificación alguna.
– Ya sea el señor Loewenthal o su amigo músico el que forme parte de su familia, le puedo asegurar que lo trataré con la mayor simpatía. Y lo primero es hablar con Paul para que me dé permiso para hablar con ellos. ¿Cuánto tiempo estará en Chicago su amigo músico?
A esas alturas yo ya no quería decirle nada más sobre ningún conocido mío, pero Don contestó:
– Creo que dijo que se marcharía el lunes a la costa Oeste.
Después me quedé callada y enfurruñada mientras Don le pedía a Rhea Wiell que le explicara en detalle cómo funcionaba la hipnosis y cómo la utilizaba ella (con moderación y sólo después de que sus pacientes se sienten capaces de confiar en ella). Luego Don le habló del tipo de controversia que probablemente despertaría el libro.
– A nosotros nos viene muy bien la controversia -dijo Don, sonriendo con aire cómplice-, porque permite que el libro tenga una difusión en los medios de comunicación que, de otra forma, no podríamos pagar. Pero a ti… es posible que no te interese atraer ese tipo de atención hacia tu persona y tu trabajo.
Ella le devolvió la sonrisa.
– Al igual que vosotros, a mí también me viene bien la publicidad, aunque por razones diferentes. Quiero que el mayor número posible de gente comprenda cómo bloqueamos los recuerdos, cómo los recuperamos y cómo podemos lograr liberarnos gracias a ese proceso. La Fundación Memoria Inducida ha hecho muchísimo daño a personas que sufren traumas. Yo carecía de los medios para aclarar la verdad ante el gran público. Este libro sería para mí una enorme ayuda.
Una campanita cristalina, como la de un templo japonés, tintineó sobre su mesa.
– Bueno, tendremos que dejarlo por ahora. Tengo otro paciente y necesito tiempo para prepararme para la sesión.
Le entregué una tarjeta mía y le recordé que quería un encuentro previo con Paul Radbuka. Me estrechó la mano con frialdad, aunque apretándola levemente como para demostrarme su buena voluntad. A Don, además, le dijo que, si quería, podía ayudarle a dejar de fumar.
– La mayor parte de mi trabajo con hipnosis se desarrolla en el terreno de la autoexploración, pero también trabajo a veces en el dominio de los hábitos.
Don se rió.
– Espero que trabajemos juntos durante el próximo año. Si decido que ya estoy preparado para abandonar el cigarrillo, dejaremos el manuscrito a un lado y me tumbaré en ese diván.
En la rampa de salida
Mientras pasábamos junto a los especialistas en liposucciones rumbo a los ascensores, Don se felicitaba por lo bien que habían salido las cosas.
– Estoy seguro de que va a ser un gran proyecto. Los ojos que tiene esa mujer podrían convencerme de cualquier cosa.
– Eso parece -contesté con tono seco-. Me habría gustado que no hubieses mencionado el nombre de Max.
– Por Dios bendito, Vic. Fue pura casualidad que adivinase que se trataba de Max Loewenthal -las puertas del ascensor se abrieron y Don se apartó para dejar bajar a una pareja de ancianos-. Éste va a ser el libro que va a salvar mi carrera. Apuesto a que puedo convencer a mi agente para que me consiga un contrato de seis cifras y eso sin mencionar los derechos para una película. ¿Te imaginas a Dustin Hoffman haciendo el papel de un malogrado Radbuka que recuerda su pasado?
Me vino a la cabeza con toda su contundencia el amargo comentario de Lotty sobre los morbosos que intentan sacar provecho de los despojos de los cadáveres.
– Dijiste que querías demostrarle a Lotty Herschel que no eres uno de esos periodistas sensacionalistas. Pero ella no va a quedar muy convencida si te ve regodeándote con las posibilidades de convertir las miserias de sus amigos en una película comercial.
– Venga, Vic, cálmate ya -dijo Don-. ¿Es que no me puedes dejar disfrutar de mi minuto de gloria? Por supuesto que no voy a violar unos sentimientos que son sagrados para la doctora Herschel. Al principio no estaba muy convencido con Rhea, pero al cabo de una hora me tenía totalmente de su lado. Lo siento mucho si el entusiasmo se me ha subido a la cabeza.
– Pues a mí no me ha caído bien del todo -dije.
– Eso es porque no te ha dado el teléfono de su paciente. Cosa que no debe hacer nunca. Y tú lo sabes.
– Sí, lo sé -tuve que admitir-. Pero supongo que lo que me saca de quicio es que quiera dominar la situación: primero quiere conocer a Max, a Lotty y a Cari, luego decidirá si le son de utilidad, pero se opone a que yo conozca a su paciente. ¿No te parece raro que Radbuka haya dado como dirección la consulta de Rhea, como si su identidad se hallara arropada dentro de la de ella?
– Estás sacando las cosas de quicio, Vic, porque te gusta ser tú la que controla todo. Has leído los artículos que me imprimiste sobre los ataques a los que ha sido sometida por parte de Memoria Inducida, ¿no es así? Es lógico que tome precauciones.
Hizo una pausa cuando el ascensor se detuvo y salimos abriéndonos paso entre el grupo que quería subir. Los miré a todos rápidamente con la esperanza de detectar a Paul Radbuka mientras me preguntaba adonde se dirigirían aquellas personas. ¿Irían a que les succionaran la grasa? ¿Tendrían piorrea? ¿Cuál de ellos sería el próximo paciente de Rhea Wiell?
Don continuó con la idea que más le preocupaba.
– ¿Quién crees que pueda ser el pariente de Radbuka, Lotty, Max o Cari? Parecen bastante quisquillosos para ser gente que sólo se preocupa por los intereses de sus amigos.
Me detuve detrás del quiosco de revistas y me quedé mirándole.
– No creo que ninguno de ellos sea pariente de Radbuka. Por eso me molesta tanto que la señorita Wiell tenga ahora el nombre de Max. Ya sé, ya sé, -añadí al ver que iba a interrumpirme-, que tú no se lo diste. Pero ella está tan obsesionada con el bienestar de su caballo ganador que no puede pensar en las necesidades de nadie más.
– ¿Y por qué habría de hacerlo? -me preguntó Don-. Es decir, comprendo que quieras que ella sienta tanta empatía por Max o por la doctora Herschel como la que siente por Paul Radbuka, pero ¿cómo va a sentir la misma preocupación por un grupo de extraños? Además, ella está tan entusiasmada con todo lo que está pasando, gracias a su labor con ese tipo, que la verdad es que no me sorprende. Pero ¿por qué están tus amigos tan a la defensiva si no se trata de alguien de su propia familia?
– Por favor, Don, tienes tanta experiencia como Morrell en escribir sobre refugiados desplazados por la guerra. Estoy segura de que puedes imaginarte cómo debe de haberse sentido alguien que estuvo en Londres formando parte de un grupo de niños con los que compartió los mismos traumas: primero tener que abandonar a sus familias para ir a un país extraño, con un idioma extraño, y después el trauma aún mayor de la horrible muerte de sus familias. Supongo que debe desarrollarse entre ellos una relación que va más allá de la amistad. Que deben sentir las experiencias de los demás como si fuesen propias.
– Supongo que tienes razón. Claro que la tienes. Pero lo único que yo quiero es poder continuar con Rhea y con la que será la historia de esta década -volvió a sonreír de oreja o oreja y me desarmó. Volvió a sacar el cigarrillo a medio fumar-. Mientras me decido a que Rhea me cure, necesito meterme un poco de esto en el cuerpo. ¿Tienes tiempo para acompañarme al Ritz y bebemos una copa de champán? ¿Puedo disfrutar de mi euforia por el proyecto, aunque sólo sea durante un minuto?
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