Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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– Demostrar que podemos confiar en nuestros recuerdos. Exponer la diferencia entre los recuerdos inducidos y los auténticos. Anoche, cuando acabé de trabajar, estuve revisando las fichas de mis pacientes y encontré muchos cuyas historias serían ejemplos decisivos. Tres padecían una amnesia total sobre su infancia cuando comenzaron la terapia. Uno tenía memoria parcial y otros dos tenían lo que consideraban una memoria continuada, aunque la terapia les desveló aspectos nuevos. En cierto modo, es más apasionante desvelar recuerdos para alguien que tiene amnesia total, pero es mucho más difícil llenar los espacios vacíos y verificar lo que recuerdan aquellas personas que todavía conservan algunas cosas en la memoria.

Don la interrumpió para preguntarle si existía algún modo de verificar la autenticidad de los recuerdos desvelados durante el tratamiento. Pensé que Rhea Wiell se pondría a la defensiva, pero respondió con mucha calma.

– Por eso he seleccionado estos casos en particular. Porque todos cuentan con, al menos, otra persona, algún testigo de esas infancias, que puede corroborar aquello que ha aflorado durante la terapia. En algunos casos se trata de un hermano o una hermana. En otro, de una asistente social; y en los otros dos contamos con sus maestras de la escuela primaria.

– Tendríamos que conseguir autorizaciones por escrito -Don estaba tomando notas-. De los pacientes y de los que corroboran las historias. Los testigos.

Ella volvió a asentir con la cabeza y añadió:

– Por supuesto que se ocultarían sus nombres reales, no sólo para protegerlos a ellos sino también para proteger a sus familiares y colegas que podrían verse perjudicados por sus relatos. Pero sí, conseguiremos las autorizaciones por escrito.

– ¿Esos otros pacientes son también sobrevivientes del Holocausto? -me aventuré a preguntar.

– Ayudar a Paul ha sido un privilegio increíble -una sonrisa le iluminó el rostro con una especie de éxtasis gozoso, tan intenso, tan íntimo, que instintivamente me eché para atrás en mi asiento para alejarme de ella-. No cabe duda de que la mayoría de mis pacientes se enfrentan a traumas terribles, pero todos dentro del contexto de nuestra cultura. Conseguir que Paul llegase a ese punto, al punto de ser un niño pequeño que hablaba un alemán entrecortado con sus pobres compañeritos de juego en un campo de concentración, fue la experiencia más impresionante de mi vida. Ni siquiera sé cómo vamos a hacer para poder reflejarlo por escrito -se miró las manos y añadió con voz quebrada-. Creo que hace poco recuperó un fragmento de sus recuerdos en el que era testigo de la muerte de su madre.

– Intentaré hacerlo lo mejor posible -dijo Don en voz baja. También él se había apartado de Rhea Wiell.

– Ha dicho que pensaba ocultar la identidad real de las personas -dije-. Entonces, ¿Paul Radbuka no es un nombre real?

El éxtasis se borró del rostro de Rhea Wíell y fue reemplazado otra vez por su pátina de calma profesional.

– Él es el único que parece que no tiene ningún familiar vivo que pueda verse afectado por sus revelaciones. Además, está tan orgulloso de su identidad recientemente recuperada que sería imposible persuadirles para que usase un nombre falso.

– Así que ¿ya se lo has consultado? -preguntó Don con cierta ansiedad-. ¿Está dispuesto a participar en nuestro proyecto?

– No he tenido tiempo de hablarlo con ninguno de mis pacientes -contestó sonriendo levemente-. Después de todo, me comunicaste la idea ayer. Pero sé lo entusiasmado que está Paul. Ésa es la razón por la que insistió en intervenir en la conferencia de la Birnbaum a principios de esta semana. Además, creo que haría cualquier cosa para apoyar mi trabajo, puesto que le ha cambiado su vida tan | radicalmente.

– ¿Cómo fue como recordó el nombre de Radbuka? -pregunté-. Si fue criado por un padre adoptivo desde la edad de cuatro años y arrancado desde la tierna infancia de su familia… ¿Tengo I bien los datos?

Rhea Wiell me miró moviendo la cabeza de un lado a otro.

– Espero que su papel no sea el de intentar tenderme trampas, señora Warshawski. Si es así, tendré que descartar a Envision Press y buscarme otra editorial. Paul encontró unos papeles en el escritorio de su padre -de su padre adoptivo, quiero decir- y a partir de ellos logró dar con su verdadero apellido.

– No intentaba tenderle ninguna trampa, señora Wiell. Pero no hay duda de que el libro tendría más fuerza si pudiésemos corroborar la identidad de Radbuka. Y existe una remota posibilidad de que yo pueda encontrar a alguien que la corrobore. Para ser franca, tengo unos amigos que viajaron a Inglaterra desde Europa Central gracias al kindertransport, en los meses previos al comienzo de la guerra. Parece ser que una de las personas de su círculo de amigos íntimos en Londres se apellidaba Radbuka. Si resultase que es familiar de su paciente, sería algo importantísimo, tanto para él como para mis amigos, que perdieron a tantos parientes.

Se le volvió a iluminar el rostro con aquella sonrisa embelesada.

– ¡Ah! Si usted pudiese presentarle a sus parientes, eso sería un regalo del cielo para Paul. ¿Quiénes son esas personas? ¿Viven en Inglaterra? ¿Cómo los ha conocido?

– Conozco a dos de ellos que viven aquí, en Chicago. El tercero es un músico que ha venido de Londres de visita durante unos días. Si pudiese hablar con su paciente…

– Primero tengo que consultárselo -me interrumpió-. Y tendría que saber cuál es el nombre de sus amigos antes de hacerlo. No me gusta parecer desconfiada, pero la Fundación Memoria Inducida ya me ha tendido demasiadas trampas.

Entorné los ojos intentando leer entre líneas. ¿Aquella paranoia era producto de tantas escaramuzas con Arnold Praeger o de una prudencia justificada?

Antes de poder decidirlo, Don dijo:

– Max no tendrá ningún problema en que des su nombre, ¿no te parece, Vic?

– ¿Max? -gritó Rhea Wiell-. ¿Max Loewenthal?

– ¿Lo conoces? -preguntó Don de nuevo antes de que yo pudiera responderle.

– Fue uno de los que hablaron en la mesa redonda sobre los esfuerzos de los sobrevivientes por rastrear los destinos de sus familias y por saber si tenían valores y dinero bloqueados en bancos alemanes o suizos. Paul y yo asistimos a su conferencia: esperábamos conseguir nuevas ideas sobre posibles pistas para dar con su familia. Si Max es amigo suyo estoy segura de que a Paul le encantaría hablar con él. Nos pareció un hombre extraordinario, amable y comprensivo, pero a la vez seguro de sí mismo y con gran preparación intelectual.

– Es una buena descripción de su personalidad -dije-, pero hay que agregar que es muy celoso de su vida privada. Le molestaría muchísimo que Paul Radbuka se pusiera en contacto con él sin que yo hubiese tenido la oportunidad de hablar antes con el señor Radbuka.

– Puede estar segura de que comprendo el valor de la intimidad de las personas. La relación con mis pacientes sería imposible si yo no protegiera su intimidad -Rhea Wiell me sonrió con el mismo tipo de sonrisa dulce y obstinada que le había dirigido a Arnold Praeger en la televisión la otra noche.

– Entonces, ¿podríamos organizar una cita con su paciente en la que pudiese hablar con él antes de presentárselo a mis amigos? -intenté hablar sin que en mi voz se trasluciese ninguna irritación, pero sabía que no podía competir con su tono beatífico.

– Antes de hacer nada, tendré que hablar con Paul. Estoy segura de que comprende que, si actuara de otro modo, estaría violando mi relación con él -escribió el nombre de Max en su agenda junto a la cita de Paul Radbuka. Su escritura cuadrada, como si fuera letra de imprenta, era fácil de leer al revés.

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