Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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Miró el reloj y hurgó en el bolsillo superior de su chaqueta en busca de un cigarrillo. Aunque se había cambiado de atuendo y llevaba una camisa planchada y sin corbata y una chaqueta de tweed, seguía teniendo aspecto de estar medio dormido. Agarré el libro sobre inducción hipnótica mientras Don encendía su cigarrillo. En términos generales, parecía ser que la hipnosis se usaba principalmente de dos maneras: la hipnosis sugestiva ayudaba a la gente a abandonar malos hábitos y la hipnosis interior o exploratoria les ayudaba a comprenderse mejor a sí mismos. La recuperación de los recuerdos representaba una parte muy pequeña de la utilización de la hipnosis en una terapia.

Don apagó el extremo encendido de su cigarrillo y se guardó la colilla en el bolsillo.

– Es hora de irnos, señorita Warshawski.

Le seguí al interior del edificio.

– Este libro podría ayudarte a acabar con ese vicio tuyo tan caro.

– Si dejo de fumar no sabría qué hacer con las manos -me dijo, sacándome la lengua.

Nos metimos por detrás de un quiosco de revistas que había en la planta baja y entramos en una zona oscura donde estaban los ascensores que llevaban a la planta de oficinas. No es que la zona estuviese escondida, pero sí estaba lo suficientemente apartada del paso como para que las hordas consumistas no se colasen allí por equivocación. Me fijé en la lista de oficinas que figuraban en el tablero junto a los ascensores. Había cirujanos plásticos, endodoncistas, salones de belleza e incluso una sinagoga. ¡Vaya combinación tan rara!

– Llamé a la escuela Jane Addams como tú me sugeriste -dijo Don de repente en cuanto nos quedamos solos dentro del ascensor-. Al principio no pude dar con nadie que conociese a Rhea Wiell porque se licenció hace quince años. Pero cuando empecé a hablar de la hipnoterapia, la secretaria del Departamento se acordó de ella. En esa época estaba casada y usaba el apellido de su marido.

Salimos del ascensor y nos encontramos en un vestíbulo en el que confluían cuatro pasillos.

– ¿Y qué opinión tenían de ella en la Universidad de Illinois? -le pregunté.

Echó una hojeada a su agenda.

– Creo que es aquí. Noté ciertos celos, me dieron a entender que era una charlatana, pero cuando seguí hurgando me pareció que era debido a que había ganado muchísimo dinero como asistenta social, lo cual supongo que no les sucede a muchos.

Nos detuvimos frente a una puerta de madera clara en la que había una placa con el nombre de Rhea Wiell y su profesión. La idea de que aquella mujer pudiese leerme el pensamiento me hizo estremecer. Tal vez fuera capaz de saber más de mí que yo misma. ¿Sería así como empezaba la sugestión hipnótica? ¿Por el apremiante deseo de ser comprendido en profundidad?

Don empujó la puerta y entramos en un vestíbulo diminuto en el que había dos puertas cerradas y una abierta. Ésta conducía a una sala de espera en la que un cartel nos invitaba a sentarnos y a ponernos cómodos. También decía que apagásemos los teléfonos móviles y los buscas. Don y yo sacamos obedientemente nuestros móviles. Él apagó el suyo, pero el mío se había quedado otra vez sin batería sin haberme dado cuenta.

La sala de espera estaba decorada con tanto detalle que incluso había un termo con agua caliente y una selección de diversas infusiones. Una música New Age tintineaba a un volumen muy bajo y unas mullidas sillas se encontraban colocadas delante de una pecera de un metro y medio de altura que estaba empotrada en la pared de enfrente. Los peces parecían subir y bajar al ritmo de la música.

– ¿Cuánto crees que habrá costado toda esta decoración? -preguntó Don mientras investigaba adonde conducían las otras dos puertas. Una resultó ser la del cuarto de baño y la otra estaba cerrada con llave.

– No lo sé. El montaje habrá costado una pasta, pero mantenerlo no puede costar mucho. A no ser por el alquiler, claro. A ti te mantendrá despierto la nicotina, pero a mí estos peces me están dando sueño.

– Ahora sentirás mucho sueño, Vic, y cuando abras los ojos… -dijo Don, riéndose.

– En realidad no es así, aunque la gente al principio siempre se pone nerviosa y se imagina que es como lo hacen en la televisión -la puerta que estaba cerrada con llave se había abierto y Khea Wiell había aparecido por detrás de nosotros.

– Ustedes vienen de la editorial, ¿verdad?

Parecía más pequeña en persona que en la televisión, pero su rostro transmitía la misma serenidad que a través de la pantalla. Estaba vestida igual que en la tele, con una ropa suave que flotaba como la de un místico hindú.

Don asintió con la cabeza, de un modo desenvuelto, y nos presentó.

– Vic puede ayudarnos a recabar información en caso de que usted y yo decidamos trabajar juntos.

Rhea Wiell se hizo a un lado para dejarnos entrar en su despacho. También éste estaba pensado para hacer que nos sintiéramos cómodos, con un sillón de respaldo abatible, un diván y la silla de su escritorio, todos tapizados de un color verde suave. Detrás del escritorio estaban colgados sus diplomas: el título de la Escuela de Asistencia Social Jane Addams, un certificado del Instituto Americano de Hipnosis Clínica y su licencia del estado de Illinois que la acreditaba como asistenta social especializada en psiquiatría.

Yo me senté en el borde del sillón abatible mientras que Don se instaló en el diván. Rhea Wiell se sentó en su silla y cruzó suavemente las manos sobre su regazo. Parecía Jean Simmons en Elmer Gantry.

– Cuando la vi la otra noche en el Canal 13, me di cuenta de inmediato de que usted tenía una importante historia que contar, usted y Paul Radbuka -dijo Don-. Con seguridad usted también habrá pensado en escribir un libro, ¿verdad?

Rhea Wiell esbozó una leve sonrisa.

– Por supuesto que me gustaría. Si vio usted el programa completo, se habrá dado cuenta de que en algunos círculos no se comprende mi trabajo. Sería muy útil un libro que valorara de manera favorecedora la recuperación de los traumas bloqueados. Y la historia de Paul Radbuka es suficientemente inusual y suficientemente importante como para hacer que la gente considere el tema con la seriedad que se merece.

Don se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla sobre los dedos de sus manos entrelazados.

– Yo soy un neófito en el tema. La primera vez que oí hablar del asunto fue anteanoche. He estado estudiando como un loco, me he leído un manual sobre sugestión hipnótica y unos cuantos artículos sobre usted, pero no cabe la menor duda de que sigo sin tener ni idea.

Ella asintió con la cabeza.

– La hipnosis no es más que una parte de un enfoque terapéutico global y despierta una gran controversia porque es algo que la gente no entiende demasiado bien. El terreno que abarca la memoria, lo que recordamos, cómo lo recordamos y por qué lo recordamos, que tal vez sea lo más interesante, es algo que todavía continúa siendo un enigma. La investigación me parece apasionante pero no soy una científica y no tengo ninguna intención de dedicar mi tiempo a un trabajo experimental más profundo.

– ¿Su libro se centraría exclusivamente en Paul Radbuka? -pregunté.

– Desde, que Don (espero que no te importe que te llame por tu nombre de pila) me llamó ayer, he estado dándole vueltas al tema y creo que también debería referirme a otros casos para demostrar que mi trabajo con Paul no ha sido, ¿cómo decirlo?, ese tipo de tratamiento pirata que les gusta denunciar a los psicólogos de la Fundación Memoria Inducida.

– ¿Cuál te parece que debía ser el tema central del libro? -preguntó Don tanteándose el bolsillo de la chaqueta con gesto pensativo, para acabar sacando un bolígrafo en lugar del cigarrillo a medio fumar.

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