No recuerdo mucho la travesía marítima. Creo que la mar estaba en calma, pero yo estaba tan nerviosa que tenía un nudo en el estómago a pesar de que no había grandes olas. Cuando llegamos a puerto, buscamos ansiosos a Minna entre la multitud de adultos que había ido a esperar el barco, pero recogieron a todos los niños y nosotros nos quedamos solos, de pie, en el muelle. Al final llegó una señora del comité de refugiados. Minna había dado instrucciones de que nos enviasen a Londres en tren, pero no se lo había comunicado al comité hasta aquella misma mañana. Así que pasamos la noche en el campamento de Hove junto a los niños que no tenían a nadie que los acogiese y a la mañana siguiente continuamos nuestro viaje a Londres. Llegamos a la estación de Liverpool Street. Era gigantesca y nos aferramos el uno al otro mientras las locomotoras escupían humo y los altavoces vociferaban sílabas incomprensibles y la gente pasaba a toda velocidad junto a nosotros ocupada en asuntos importantes. Agarré la mano de Hugo con fuerza.
La prima Minna había enviado a un empleado suyo a buscarnos y le había dado una fotografía que él comparaba con nuestras caras con aire preocupado. Hablaba inglés, idioma del que no entendíamos nada, o yídish, del que no entendíamos casi nada, pero fue muy amable, nos metió en un taxi, nos enseñó el Támesis cuando lo cruzamos, también las Casas del Parlamento y el Big Ben y nos dio a cada uno un trocito de sandwich relleno de una pasta rara por si teníamos hambre después de un viaje tan largo.
Hasta que llegamos a la casa angosta y vieja en el norte de Londres, no nos enteramos de que Minna se quedaría conmigo, pero no con Hugo. El trabajador de la fábrica nos instaló en un salón de aspecto imponente, donde nos quedamos sentados, sin movernos, temerosos de hacer ruido o de molestar. Después de un rato muy largo, Minna apareció furiosa y con mucha prisa, porque tenía que volver al trabajo, y nos comunicó que Hugo no se quedaría allí, que el capataz de la fábrica de guantes pasaría a buscarlo en una hora.
– Un niño y nada más que un niño. Eso fue lo que le dije a su alteza Madame Butterfly cuando me escribió implorándome por caridad. Si le gusta, es muy libre de revolcarse en la paja con un gitano, pero eso no significa que los demás tengamos que ocuparnos de sus hijos.
Intenté protestar, pero me contestó que podía ponerme de patitas en la calle.
– Más vale que demostréis agradecimiento, pequeños mestizos. Me ha llevado todo el día convencer al capataz para que se quedara con Hugo, en lugar de enviarlo a una institución de caridad.
El capataz, que se llamaba señor Nussbaum, acabaría siendo al final un buen padre adoptivo para Hugo e incluso habría de ponerle un negocio muchos años después. Pero ya te imaginarás cómo nos sentimos los dos aquel día cuando llegó para llevarse a Hugo con él: aquélla sería la última visión que tuvimos de nuestra infancia compartida.
Al igual que los guardias nazis, Minna me registró la ropa en busca de objetos de valor. Se resistía a creer que la familia se hubiese visto reducida a una penuria semejante. Por suerte, mi Orna había sido lo suficientemente lista como para burlar tanto a los nazis como a Minna. Aquellas monedas de oro me ayudarían a pagar mis estudios en la facultad de medicina, pero eso quedaba todavía muy lejos, en un futuro que no podía imaginar mientras lloraba y lloraba por mis padres y mi hermano.
En la guarida de la adivinadora del pensamiento
A la mañana siguiente, cuando por fin logré despertarme, me pesaba la cabeza porque había dormido mal y por la sensación que me habían dejado los sueños. En una ocasión leí que al año o año y medio después de perder a un ser querido, ya sólo soñamos con él como si estuviera en la flor de la vida. Supongo que de vez en cuando soñaré con mi madre tal y como era durante mi infancia, llena de vida y energía, pero anoche la vi en su lecho de muerte, con los párpados hinchados por la morfina y el rostro irreconocible porque la enfermedad la había dejado en los huesos. Lotty y mi madre están entremezcladas de tal modo en mi cabeza que era casi inevitable que la angustia de mi amiga invadiera mi sueño.
Morrell me dirigió una mirada interrogante cuando me incorporé en la cama. Había regresado a casa cuando yo ya me había ido a acostar, pero cuando entró en el cuarto no estaba dormida, sino dando vueltas en la cama. La proximidad de su partida le provocaba un nerviosismo casi febril. Hicimos el amor con una especie de energía frenética e insaciable, pero nos quedamos dormidos sin decir palabra. Al amanecer, Morrell recorrió la línea de mis pómulos con un dedo y me preguntó si era su partida lo que había perturbado mi sueño.
Esbocé una media sonrisa.
– Esta vez ha sido por cosas mías -le hice un breve resumen del día anterior.
– ¿Por qué no nos vamos a Michigan el fin de semana? -dijo él-. Los dos necesitamos un descanso. De todos modos, el sábado no puedes hacer nada y vamos a estar mejor el uno con el otro, lejos de toda esta gente. Quiero a Don como si fuese un hermano, pero es un poco demasiado tenerlo aquí justo ahora. Regresaremos el domingo a tiempo para ir al concierto de Michael y de Cari.
Los músculos se me relajaron de solo pensarlo y aquello hizo que empezara el día con energía redoblada, lejos de la que me había augurado mi atormentada noche. Después de pasar por casa y llevar a los perros a nadar al lago, me dirigí hacia la parte oeste del Loop, a La Mirada Fija, la tienda de cámaras y vídeos a la que recurro cuando necesito lo mejor de lo mejor. Le expliqué lo que quería a Maurice Redken, el técnico con el que suelo trabajar.
Vimos la cinta del programa del Canal 13 en uno de sus aparatos y observamos el rostro de Radbuka mientras relataba los tormentos de su vida. Cuando dijo: «Miriam, ¿dónde está Miriam? Quiero que venga Miriam», la cámara estaba enfocándole directamente a la cara. Congelé la imagen y le pedí a Maurice que me imprimiese esa toma y un par de primeros planos más. Esperaba que Rhea Wiell me presentase a Radbuka pero, si no lo hacía, aquellas fotos nos ayudarían a Mary Louise y a mí a encontrarlo.
Maurice prometió que me tendría las fotos de las imágenes seleccionadas y las tres copias del vídeo para última hora del día. Todavía no eran las diez y media cuando acabamos. Ya no tenía tiempo de pasarme por mi oficina antes de la entrevista de Don con Rhea Wiell pero, si no me entretenía, podía andar los tres kilómetros que había entre La Mirada Fija y Water Tower. Odiaba pagar las tarifas de aparcamiento de la zona de Gold Coast.
El centro comercial de Water Tower es la meca de las compras en la avenida Michigan norte. Un lugar en el que les gusta parar a los autobuses de turistas provenientes de los pueblos del Medioeste, al tiempo que es un oasis para los adolescentes. Después de abrirme paso entre chicas que llevaban camisetas muy cortas y piercings en el ombligo y entre mujeres que empujaban cochecitos de bebé caros llenos de paquetes, encontré a Don recostado junto a la entrada trasera. Estaba tan inmerso en su libro que no levantó la mirada cuantío me detuve junto a él. Incliné la cabeza para leer el título escrito | en el lomo: Manual básico de la inducción y sugestión por hipnosis.
– ¿Este manual explica cómo lo hace la señora Wiell? -le pregunté.
Parpadeó un par de veces y cerró el libro.
– Explica que sí es cierto que se puede acceder a los recuerdos bloqueados a través de la hipnosis. O por lo menos eso es lo que sostienen estos autores. Afortunadamente, yo sólo tengo que averiguar si podemos hacer un libro con Rhea Wiell que se pueda vender bien y no comprobar si su terapia es un timo. A ti te voy a presentar como a una investigadora que me va a ayudar a obtener datos históricos en caso de que la Wiell y el editor lleguen a un acuerdo. Puedes | preguntarle lo que quieras.
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