Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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Reprimí los sollozos que se acumulaban en mi garganta. Victoria me alcanzó una botella de agua sin decir nada. Si me hubiese tocado le hubiese pegado, pero acepté el agua y bebí.

Así que diez años más tarde, cuando me di cuenta de que estaba embarazada, cuando aquel caluroso verano me di cuenta de que llevaba un hijo de Cari en mis entrañas, mi cabeza se llenó de oscuros pensamientos. Mi madre. Mi Oma, mi abuela Herschel. Mi Bobe, mi abuela Radbuka. Pensé que podía desagraviar a mi Bobe. Pensé que ella me perdonaría si usaba su apellido. El problema era que no recordaba su nombre. No sabía cómo se llamaba mi propia abuela. Noche tras noche podía ver sus bracitos delgados extendidos para abrazarme, para darme un beso de buenas noches. Noche tras noche me veía haciéndole una reverencia, avergonzada y consciente de que mi Oma me estaba observando. No importa cuántas noches repasé aquella escena, no pude recordar cómo se llamaba mi Bobe. Así que usé el nombre de mi madre.

No quería abortar, que fue lo que me aconsejó Claire al principio. En 1944, cuando yo me pasaba el tiempo pegada a Claire e intentaba estudiar toda la ciencia posible y ser como ella, ser médico, toda mi familia ya estaba muerta. Aquí mismo, delante de donde estamos, le afeitaron la cabeza a mi Orna. Puedo ver su cabellera plateada cayendo al suelo, rodeándola como si fuese una cascada. Mi abuela estaba tan orgullosa de ella, no se la cortaba nunca. Sin embargo mi Bobe ya estaba calva bajo su peluca ortodoxa. Las primas con las que compartía la cama, y que me molestaban porque yo estaba acostumbrada a tener una cama con dosel para mí sola, ya estaban muertas para entonces. A mí me habían salvado, por ninguna otra razón que no fuese el amor de mi Opa, que consiguió el dinero para comprar los pasajes a la libertad para Hugo y para mí.

Todos ellos, también mi madre, que cantaba y bailaba conmigo las tardes de domingos, estuvieron aquí, aquí en esta tierra y fueron reducidos a cenizas, las cenizas que ahora se elevan ante tus ojos. Quizá no queden siquiera sus cenizas, tal vez se las haya llevado gente extraña, pegadas a sus cuerpos, cubriéndoles los ojos y, después, al lavárselos, las cenizas de mi madre se habrán ido por el lavabo.

No podía abortar. No podía añadir una muerte más a todas aquellas muertes. Pero no me quedaba amor suficiente para criar a un niño. Lo único que me mantuvo viva durante la guerra, cuando vivía con Minna, era la esperanza de que mi madre viniera a buscarme. Estamos tan orgullosos de ti, Lottchen, me dirían ella y mi Orna, no lloraste, te portaste como una niña buena, estudiaste tus lecciones, seguiste siendo la primera de la clase incluso en un idioma extranjero, soportaste el odio de esa zorra de primera categoría que es Minna. Yo me imaginaba que acababa la guerra y que ellas me abrazaban mientras me decían todas esas cosas.

Es cierto que en 1944 ya corrían rumores en los círculos de inmigrantes sobre lo que estaba pasando, aquí y en todos los demás sitios como éste. Pero nadie sabía que eran tantos los muertos, por eso todos manteníamos la esperanza de que los nuestros se salvasen. Pero bastó el gesto de una mano y desaparecieron todos. Max los buscó. Vino a Europa, pero yo… Yo no podía afrontarlo, no he vuelto a Europa Central desde que me marché en 1939, hasta ahora. Pero él los buscó y dijo que estaban todos muertos.

Así que me sentí atrapada de un modo terrible: no abortaría pero tampoco podía quedarme con el bebé. No criaría otro rehén y se lo entregaría al destino para que pudieran arrebatármelo en cualquier momento.

No podía decírselo a Cari. Si Cari decía «Vamos a casarnos», «Vamos a criar ese bebé», él nunca hubiese entendido por qué yo no podía hacerlo. No era por mi carrera, que se hubiese hecho añicos si tenía un bebé. Ahora…, ahora las jóvenes no tienen ningún problema. No es fácil ser estudiante de medicina y madre al mismo tiempo, pero por lo menos nadie dice, «Pues, ya está, se acabó mi carrera». Créeme, en 1949 tener un hijo significaba que tu carrera de medicina se había acabado para siempre.

Si le hubiese dicho a Cari, si le hubiese dicho que no me podía quedar con el niño, me hubiese echado en cara que ponía mi carrera en primer lugar. Nunca hubiera entendido mis verdaderas razones. No podía decirle nada. Yo no quería ninguna familia. Sabía que era muy cruel por mi parte marcharme sin darle ninguna explicación, pero no podía decirle la verdad ni tampoco podía mentirle. Así que me fui sin decirle nada.

Más adelante me dedicaría a salvar la vida a las mujeres que tenían partos difíciles. En esas situaciones, cada vez que salía del quirófano no pensaba que había salvado alguna pequeña parte de misino de mi madre, que no llegó a vivir mucho tiempo después de dar a luz a mi hermanita.

Y mi vida continuó. No era desdichada. No vivía en el pasado. Vivía en el presente y en el futuro. Tenía mi trabajo, que me daba enormes satisfacciones. Me gustaba la música. Max y yo… Nunca pensé que volvería a amar a alguien pero, para mi sorpresa y también mi felicidad, sucedió entre nosotros. Tuve otros amigos y… a ti, Victoria. Te convertiste en una amiga muy querida sin siquiera darme cuenta. Dejé que te acercases a mí, dejé que fueses otro rehén del destino y una y otra vez me has hecho sufrir por ser tan inconsciente y tan poco cuidadosa de tu propia vida.

Victoria masculló algo por lo bajo a modo de disculpa. Yo seguía sin mirarla.

– Y después apareció ese extraño ser en Chicago. Ese hombre perturbado y torpe, diciendo que era un Radbuka, cuando yo sabía que ninguno de ellos había sobrevivido. Excepto mi propio hijo. La primera vez que me hablaste de ese hombre, de Paul, se me paralizó el corazón: pensé que tal vez era mi hijo, criado por un Einsatzgruppenführer, como él afirmaba. Después lo vi en casa de Max y me di cuenta de que era demasiado mayor para ser mi hijo.

Pero entonces me invadió un temor aún mayor: la idea de que mi hijo pudiera haber crecido con el deseo de atormentarme. Pienso… No pensaba… No sé qué pensaba, pero imaginé que mi hijo, no sé cómo, aparecía y se aliaba para conspirar con ese tal Paul, sea cual sea su apellido, para torturarme. Así que me subí a un avión y fui a ver a Claire para exigirle que me dijera dónde estaba mi hijo.

Cuando Claire acudió en mi ayuda aquel verano, dijo que ella personalmente colocaría a mi hijo en una familia. Pero no me dijo que se lo daría a Ted Marmaduke, A su hermana y a su cuñado, que querían hijos y no podían tenerlos. Querer, tener, querer, tener. Es la historia de esa clase de gente. Todo lo que quieren, tienen que conseguirlo. Y consiguieron a mi hijo.

Claire cortó su relación conmigo para que no supiese jamás que mi hijo vivía con su hermana y su cuñado. Hizo como que la razón de nuestra ruptura era que estaba disgustada con la poca atención que yo prestaba a mis estudios de medicina, hasta el punto de haberme quedado embarazada, pero en realidad lo hizo para que no volviese a ver a mi hijo.

Para mí fue tan raro verla la semana pasada. Ella…, ella fue siempre un modelo para mí, de comportamiento, de cómo hacer las cosas correctamente, ya fuese a la hora del té o en el quirófano. No podía soportar que yo me diera cuenta de que se había comportado por debajo de aquel ideal que yo tenía forjado de ella. Todos aquellos años de frialdad, de distanciamiento, se debieron sólo al pecado inglés: la vergüenza. ¡Ah! La semana pasada nos reímos y lloramos juntas, del modo que sólo pueden hacerlo dos mujeres ya mayores. Pero una tarde de lágrimas y abrazos no alcanza para ponerte al día, después de cincuenta años sin vernos.

Ted y Vanessa le pusieron Wallace a mi hijo. Wallace Marmaduke, por el hermano de Ted que había muerto en El Alamein. Nunca le dijeron que era adoptado. Y, sin duda, nunca le dijeron que tenía sangre judía. Por supuesto que creció oyendo todos aquellos comentarios, llenos de un gratuito desdén, que yo acostumbraba a escuchar cuando me agazapaba detrás del muro del jardín de la señora Tallmadge.

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