Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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Se la pasé a Max, que la leyó con el ceño fruncido.

– No soy muy bueno con este alemán anticuado, pero está dedicada a alguien llamado Martin, un mensaje de amor de… creo que pone Lingerl, escrito en 1928. Más tarde se la dedicó a Lotty: «Piensa en mí, mi pequeña y amada Charlotte Anna, y recuerda que yo siempre estaré pensando en ti».

– ¿Quién es? ¿Será la madre de la doctora Herschel? -preguntó la señora Coltrain sujetando la foto cuidadosamente por los bordes-. ¡Qué joven tan guapa era! La doctora Herschel debería tenerla enmarcada sobre su escritorio.

– Tal vez le resulte demasiado doloroso ver ese rostro todos los días -dijo Max con tono grave.

Volví a los boletines. Eran igual que todas las publicaciones de su clase: estaban llenos de cotilleos sobre licenciados, logros increíbles de la facultad, el buen nivel de atención del hospital, a pesar de sufrir la reducción de gastos a la que le obligaba el menguante presupuesto destinado a la Sanidad Pública. Cuando hojeé el tercer boletín, el nombre de Claire Tallmadge me saltó a la vista:

La doctora Claire Tallmadge se ha jubilado, ha dejado la consulta y se ha trasladado a un piso en Highgate, donde recibe con agrado la visita de antiguos alumnos y colegas. La inquebrantable ética de la doctora Tallmadge le ha valido el respeto de generaciones de colegas y alumnos del Real Hospital de la Beneficencia. Todos echaremos de menos su paso erguido, enfundada en sus trajes de tweed, por las salas del hospital. Pero la beca de estudios creada en su honor mantendrá viva su memoria entre nosotros. La doctora Tallmadge continuará con su labor escribiendo la historia de la aportación femenina en la medicina del siglo XX.

La historia de Lotty Herschel

El largo camino de regreso

Cuando llegué al montículo desde el que se divisaba todo el lugar ya no pude continuar. No podía dar un solo paso más. De repente se me aflojaron las rodillas y tuve que sentarme para no caerme. Después me quedé allí, donde había aterrizado, con las rodillas apretadas contra mi pecho y observando la tierra gris que se iba apagando poco a poco.

Cuando me di cuenta de que me había dejado la foto de mi madre en algún lado casi me vuelvo loca. Revisé mi maleta por lo menos una docena de veces y después llamé a todos los hoteles donde me había hospedado. Varias veces. «No, doctora Herschel, no la hemos encontrado. Sí, claro que entendemos la importancia que tiene.» Aun así, no podía resignarme a haberla perdido. Quería tenerla conmigo. Quería que me protegiese durante mi viaje hacia el este ya que no lo había hecho durante mi viaje al oeste y, al no poder encontrar su foto, casi me doy la vuelta en el aeropuerto de WienSchwechat Aunque a esas alturas ya no sabía adonde volver.

Deambulé durante dos días por la ciudad, intentando descubrir tras su rostro moderno las calles de mi infancia. El piso de la Renngasse fue el único lugar que reconocí, pero, cuando llamé al timbre, la señora que ahora vive allí me recibió con una hostilidad despectiva. Se negó a dejarme pasar: cualquiera podría decir que había vivido en aquel piso de niño; no era ninguna tonta como para tragarse el cuento de alguien que busca aprovecharse de la confianza de la gente. Ésa debía de haber sido la pesadilla de aquella familia de ocupas: que apareciera alguien como yo de entre los muertos a reclamarles la casa.

Me obligué a ir hasta la Leopoldsgasse, pero muchos de los edificios viejos y cochambrosos ya habían desaparecido y, aunque conocía perfectamente la esquina que estaba buscando, nada me resultaba familiar. Una mañana mi Zeyde, mi abuelo ortodoxo, se había abierto paso conmigo por aquel laberinto de calles hasta llegar a un puesto en el que vendían jamón. Mi Zeyde cambió su abrigo por un papel encerado lleno de rodajas muy finas de carne grasienta. Él no se atrevía a probarla, pero sus nietos necesitaban proteínas; no podíamos morirnos de hambre sólo por respetar las leyes del kashruth. Mis primas y yo nos comimos aquellas rodajas rosáceas con un placer teñido de culpabilidad. El abrigo de mi abuelo nos alimentó durante tres días.

Intenté repetir el mismo camino que había hecho con él, pero acabé en el canal, mirando el agua mugrienta durante tanto tiempo que un policía se me acercó para cerciorarse de que no me iba a tirar.

Alquilé un coche y me fui a las montañas, hasta la vieja granja de Kleinsee. Ni siquiera eso pude reconocer. Ahora toda la zona es un centro turístico. Aquel lugar al que íbamos todos los veranos, con sus días llenos de caminatas, paseos a caballo, lecciones de botánica con mi abuela, y con sus noches llenas de canciones y bailes, en las que mis primos Herschel y yo nos sentábamos en la escalera para fisgar desde allí el salón, donde mi madre era siempre la mariposa dorada que atraía todas las miradas. Ahora las colinas estaban plagadas de mansiones, de tiendas y también había un telesilla. Ni siquiera pude encontrar la casa de mi abuelo. No sé si la habrían tirado abajo o si la habrían transformado en una de esas casonas con grandes sistemas de seguridad, que no pueden verse desde la carretera.

Así que, finalmente, me dirigí hacia el este. Si no podía encontrar ni un solo rastro de las vidas de mi madre y de mis abuelas, tendría que ir a visitar sus tumbas. Fui muy lentamente, tanto que otros conductores me gritaban todo tipo de insultos: creían que era una austríaca rica por la matrícula de mi coche alquilado. A pesar de mi lentitud no pude evitar llegar a la ciudad. Aparqué el coche y continué el camino a pie, siguiendo los carteles en diferentes idiomas.

Sé que mucha gente pasó junto a mí, sentí cómo sus cuerpos pasaban a mi lado. Algunos se detuvieron y me hablaron. Las palabras flotaban a mi alrededor, palabras en muchos idiomas, pero yo no entendía ninguno. Yo observaba los edificios al pie de la colina, las ruinas de la última morada de mi madre. No entendía las palabras, no sentía nada, no me enteraba de nada. Así que no sé cuándo llegó ella y se sentó en el suelo, junto a mí, con las piernas cruzadas. Cuando me tocó la mano, creí que era mi madre que, por fin, venía a buscarme, pero cuando me volví, deseando abrazarla… no hay palabras que puedan expresar mi enorme desilusión.

– ¡Tú! -dije solamente aquella palabra sin preocuparme en disimular mi resentimiento.

– Sí-contestó ella-. No soy quien esperabas, pero aquí estoy, de todos modos -y allí se quedó, negándose a marcharse hasta que yo no lo hiciera. Me había traído una chaqueta y me la colocó por encima de los hombros.

Intenté ser irónica: «Eres la sabueso perfecta, que olfatea mi rastro y me encuentra incluso contra mi voluntad». Pero, como no decía nada, tuve que pincharla y preguntarle cómo había hecho para dar conmigo.

– Los boletines del Real Hospital de la Beneficencia, los dejaste sobre tu mesa de trabajo. Reconocí el nombre de la doctora Tallmadge y me acordé de que tú y Cari habíais discutido a causa de ella en casa de Max. Yo… subí a un vuelo a Londres y fui a verla a su casa de Highgate.

– Ah, sí. Clara. La que me salvó de la fábrica de guantes. Me salvó, me salvó y me salvó, y después se deshizo de mí como si yo fuese un guante viejo. Tantos años…, tantos años pensando que había sido porque desaprobaba mi comportamiento, y ahora comprendía que había sido porque… -no podía pensar en ninguna palabra que definiera aquello-. Por las mentiras, tal vez.

– Cari se ponía siempre furioso. Le había llevado muchas veces a tomar el té a casa de los Tallmadge, pero les odiaba tanto que al final acabó por negarse a ir. Yo estaba tan orgullosa de todos ellos, de Claire, de Vanessa, de la señora Tallmadge y del servicio de té de porcelana Crown Derby que usaban en el jardín, y él pensaba que me trataban con condescendencia, el macaco judío al que le tiraban pedacitos de manzana cuando bailaba para ellos.

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