– Ya te estás haciendo mayor para escalar edificios tan altos, Warshawski.
– En eso tienes razón -le dije, guardando mi arma-. Sin la ayuda de Ralph y de la señora Coltrain, ahora estaría bajo una losa.
– Y no te olvides de Durham -me dijo.
– ¿Durham? -pregunté-. Ya sé que ahora va por ahí de Don Limpio, pero ese pedazo de político mentiroso sabe muy bien que se ha librado por poco de que lo acusen de asesinato.
– Tal vez, tal vez. Pero esta tarde he tenido algunas palabras con el concejal. Por desgracia, con los micrófonos apagados. Pero dijo que anoche te miró a ti y miró a Rossy y decidió apostar por el talento local. Dijo que había estudiado tu ficha y que había visto que siempre te llevabas muchas patadas en el culo pero que solías caer de pie. ¿Quién sabe, Warshawski? Si llega a alcalde tal vez acabe nombrándote comisario de policía.
– Y tú dirigirás su oficina de prensa -le contesté con tono seco-. Ese tipo ha hecho un montón de cosas horribles, entre las que se incluye delatar a Isaiah Sommers achacándole el asesinato de Howard Fepple.
– No sabía que se trataba de Isaiah Sommers, o al menos eso es lo que me han dicho mis contactos en el Departamento de Policía. O sea, él no sabía que Isaiah era pariente de la misma familia Sommers a la que había ayudado en la década de los noventa -Murray seguía rodeándome con el brazo-. Cuando se enteró, obligó a Rossy a pagarle el seguro a Gertrude Sommers. E intentó hacer que la policía no trabajase a partir de ideas preconcebidas en la investigación del asesinato. Por eso no acusaron a Isaiah Sommers. Ahora te toca a ti. Quiero ver esos misteriosos cuadernos o libretas de contabilidad o lo que fuesen y que los Rossy habían estado buscando por toda la ciudad con tanta desesperación.
– Yo también querría -me desembaracé de su brazo y me giré para quedar de frente a él-. Lotty se ha esfumado con ellos.
Cuando le conté a Murray que Lotty había desaparecido después de su altercado con Rhea junto a la cama de Paul HoffmanRadbuka, me miró con tristeza.
– La vas a encontrar, ¿verdad? ¿Por qué se llevó los libros?
Sacudí la cabeza.
– No lo sé. Ella veía algo en ellos… Algo que los demás no podíamos ver.
Saqué mi maletín del coche y busqué las fotocopias que había hecho del cuaderno.
– Puedes quedarte con esto y puedes reproducirlas si quieres.
Entrecerró los ojos, intentando leer lo que ponía con aquella luz tan débil.
– Pero ¿esto qué quiere decir?
Me recosté con aire cansado contra mi coche y señalé el renglón que ponía «Omschutz, K 30 Nestroy (2h.f) N13426ÓL».
– Según mi entender, estamos viendo un registro de K. Omschutz, que vivía en el número 30 de la calle Nestroy, en Viena. El «2h.f» significa que vivía en el apartamento 2 f, interior. Las cifras corresponden al número de póliza y luego hay una seña que le servía para recordar que era una póliza de vida austríaca: la O de Osterreich, que significa Austria en alemán. ¿Vale?
Tras observar el papel durante un minuto, asintió con la cabeza .
– En esta otra página sólo vienen los valores nominales de las pólizas en miles de chelines austríacos y el pago semanal acordado. No era ningún código. Significa algo muy claro para Ulrich Hoffman: sabía que le había vendido una póliza a K. Omschutz por un valor nominal de cincuenta y cuatro mil chelines contra una iguala semanal de veinte chelines. En cuanto Ralph Devereux, el de Ajax, se dio cuenta de que aquello se refería a pagos de seguros de vida anteriores a la guerra, lo asoció enseguida con el material que encontró en los archivos de mesa de la empleada del Departamento de Reclamaciones que había sido asesinada. Aquello fue lo que le hizo abandonar toda precaución y salir como un vendaval hacia el despacho de Bertrand Rossy.
Ralph me había estado contando todo aquello esa misma noche cuando llegué al hospital, torciendo la boca con una mueca burlona ante su imprudencia. Yo ya estaba cansada de todo aquel asunto, pero Murray estaba tan entusiasmado por haber conseguido en primicia unas cuantas páginas de los libros de Hoffman que casi no podía contenerse.
– Gracias por darme la exclusiva, Warshawski. Sabía que no podías estar enfadada conmigo para siempre. ¿Y qué va a pasar con Rhea Wiell y Paul Hoffman o Radbuka? Esta tarde Beth Blacksin estaba muy contrariada después de haber estado en la clínica y enterarse de que todo el asunto podía acabar siendo un fraude.
Beth Blacksin había estado revoloteando alrededor de los polis en la clínica con sus omnipresentes cámaras. En aquel momento les respondí la mayor cantidad de preguntas que pude, para no tener que someterme a ellas más tarde. Les hablé de los Rossy, de los cobros de las pólizas del Holocausto y de los cuadernos de Ulrich.
No sabía lo que Don pensaba hacer con su libro, pero no sentía ninguna gana de protegerlo. Hablé ante las cámaras de Paul Hoffman, del material relacionado con Ana Freud, del cuarto secreto de Paul. Cuando a Beth se le iluminaron los ojos de sólo pensar en la posibilidad de filmar aquel escenario, me acordé de lo furiosa que se había puesto Lotty por el modo en que los libros y las películas se ceban con los horrores del pasado. Y Don, que quería incluirlo todo en un libro para Envision Press. Y Beth, consciente de que su contrato estaba a punto de vencer, ya preveía un aumento de los niveles de audiencia para su programa si conseguía filmar los horrores íntimos de Paul. Le dije a Murray que, cuando empezaron a contarme todo aquello, me marché y les dejé con la palabra en la boca.
– No me extraña. Que nos ocupemos de la noticia no significa que tengamos que comportarnos como chacales en plena cena.
Me abrió la puerta del coche para que subiera, lo cual era una galantería inusual en él.
– ¿Por qué no vamos al Glow, Vic? Tú y yo tenemos que ponernos al día en un montón de asuntos relacionados con la vida, no sólo con los seguros de vida.
Negué con la cabeza.
– Tengo que ir a Evanston a ver a Max Loewenthal. Pero te acepto la invitación para otro momento.
Murray se inclinó y me dio un beso en los labios, después cerró la puerta del coche rápidamente. Por el espejo retrovisor, lo vi quedarse allí, mirándome, hasta que mi coche desapareció por la rampa de salida.
El rostro de la fotografía
El Beth Israel queda bastante cerca de la autopista que tomo para ir a Evanston. Ya eran las diez, pero Max había querido que nos viésemos para hablar de todo aquel asunto. Se sentía profundamente solo puesto que Calia y Agnes ya se habían marchado a Londres, y Michael y Cari a San Francisco, para volver a reunirse con el conjunto Cellini.
Max me dio de cenar pollo asado frío y una copa de St. Emilion, un tinto que me devolvió el calor y el alma al cuerpo. Le conté todo lo que sabía, lo que sospechaba y el desenlace que preveía. Se tomó el asunto del concejal Durham con más filosofía que yo, pero estaba desilusionado de que Posner no se hubiese visto implicado en ninguno de los escándalos.
– ¿Estás segura de que no ha representado ningún papel en todo esto? ¿Algo que tú puedas contar y que lo obligue a alejarse del hospital?
– Sólo es un fanático -dije, aceptando otra copa de vino-. Aunque, al final, acaban siendo más peligrosos que las personas como Durham, que siguen las reglas del juego, bueno, tomándoselas como un juego, para acceder al poder, a un alto cargo o al dinero. Pero, si damos con Lotty y encontramos los cuadernos de Ulrich, podremos hacer públicos esos seguros de vida que Edelweiss o Nesthorn contrataron durante la década de 1930. Podremos forzar a la Asamblea Legislativa de Illinois a revisar la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto. Y Posner y sus macabeos volverán al centro, a manifestarse delante de Ajax o del edificio del estado de Illinois y así te lo quitarás de encima.
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