Estaba agarrando el volante con tal fuerza que tenía los nudillos blancos. ¿Qué habría pasado? ¿Qué diría aquella casete? ¿Lotty estaría muerta? ¿Habían secuestrado a Lotty y la señora Coltrain no se atrevía a decírmelo por teléfono?
La luz roja del semáforo de Damen no cambiaba nunca. Tranquilo, viejo cacharro, me reprendí a mí misma. No es necesario salir disparada y quemar los neumáticos para dejar clavados a los BMW que me rodeaban y demostrar que yo tenía la preferencia en el cruce. Cuando por fin llegué a la clínica, dejé el coche mal aparcado en una esquina y bajé corriendo.
El Eldorado plateado de la señora Coltrain era el único coche que estaba en el minúsculo aparcamiento que Lotty había construido en el lado norte de la clínica. Toda la calle tenía el aspecto somnoliento de una tarde de sábado. La única persona que vi fue una mujer con tres niños pequeños y un carrito con ropa para la lavandería.
Fui corriendo hacia la entrada principal y empujé la puerta, pero estaba cerrada con llave. Llamé al timbre de urgencias del portero automático. Después de un rato, contestó la señora Coltrain con una vocéenla temblorosa. Cuando le dije que era yo, pasó otro rato antes de que apretase el botón para dejarme entrar.
Las luces de la sala de espera estaban apagadas. Creí que sería para evitar que los posibles pacientes pensaran que había gente dentro. Por el pavés se filtraba una luz verdosa que me hacía sentir como si estuviese debajo del agua. La señora Coltrain no estaba en su mesa, detrás del mostrador de recepción. La clínica parecía desierta, lo cual era absurdo, ya que ella acababa de abrirme la puerta desde dentro.
Abrí la puerta que daba a las salas de exploraciones y la llamé:
– ¡Señora Coltrain!
– Estoy aquí al fondo, querida -su voz me llegó muy lejana, procedente del despacho de Lotty.
Nunca me había llamado «querida», a pesar de conocerme hacía quince años. Siempre me había dicho «señorita Warshawski». Saqué mi Smith & Wesson y corrí pasillo abajo. Estaba sentada a la mesa de Lotty, con las mejillas pálidas bajo su base de maquillaje y colorete. Al principio no me di cuenta de lo que pasaba, me llevó un segundo ver a Ralph. Estaba en el rincón más lejano, apretujado en una de las butacas que Lotty tiene para sus pacientes, con las manos atadas a los brazos de la butaca, un esparadrapo cubriéndole la boca y sus ojos grises, que parecían negros en aquel rostro tan blanco. Estaba intentando comprender qué estaba pasando allí cuando Ralph contrajo la cara e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta.
Me giré y levanté la pistola, pero Bertrand Rossy estaba justo detrás de mí. Agarró mi pistola y el tiro salió hacia un lado. Me estaba sujetando la muñeca derecha con las dos manos. Le di una patada bien fuerte en la espinilla. Aflojó la presión sobre mi muñeca. Volví a darle otra patada, más fuerte, y logré soltar la mano donde tenía la pistola.
– Contra la pared -dije, jadeando.
– Arréstate -dijo de repente Fillida Rossy detrás de mí-. Deténgase o le disparo a esta mujer.
Había salido de algún sitio donde estaba escondida y se había colocado detrás de la silla de la señora Coltrain. Estaba apuntándola con una pistola en el cuello. Fillida tenía algo raro. Después de un momento me di cuenta de que llevaba una peluca morena sobre su pelo rubio.
La señora Coltrain temblaba y movía la boca sin emitir palabra. Apreté los labios con furia y dejé que Rossy me quitara la Smith & Wesson. Me ató los brazos a la espalda con esparadrapo.
– Habla en inglés, Fillida. Tus últimas víctimas no entienden italiano. Acaba de decir que me detenga o que si no le disparará a la señora Coltrain -dije mirando a Ralph-. Así que me he detenido. ¿Esa pistola es otra SIG, Fillida? ¿Tus amigos del consulado te las traen clandestinamente de Suiza? Porque la policía no ha podido dar con la que usaste para matar a Howard Fepple.
Rossy me golpeó en la boca. Su encanto y su sonrisa habían desaparecido.
– No tenemos nada que decirte, ni en un idioma ni en otro, pero tú sí que tienes mucho que decirnos. ¿Dónde están los cuadernos de Herr Hoffman?
– Pues yo creo que vosotros también tenéis mucho que decirme -respondí-. Por ejemplo, ¿por qué está aquí Ralph?
Rossy hizo un gesto de impaciencia.
– Era más fácil traerlo.
– Pero ¿por qué? Ay…, ay, Ralph, encontraste el archivo de Connie y se lo llevaste a Rossy. Mira que te rogué que no lo hicieses.
Ralph cerró los ojos con fuerza para no tener que mirarme, pero Rossy contestó, con impaciencia.
– Sí, me enseñó las notas de esa tonta. Esa tontita aplicada que conservaba todos los archivos en su mesa. Nunca se me había ocurrido y ella jamás me dijo ni una sola palabra.
– Claro que no -asentí-. Ella daba por sentado que debía seguir los procedimientos burocráticos habituales y tú no tienes ni idea de cómo se trabaja a ese nivel.
Aquellos dos habían matado a tanta gente que no se me ocurría nada para convencerlos de que no mataran a tres más. Entretenlos, entretenlos hasta que se te ocurra algo. Sobre todo, mantén un tono de voz calmado, coloquial. Que no se den cuenta de que estás aterrada.
– ¿Así que Fepple os amenazó con revelar que Edelweiss tenía un enorme riesgo derivado de las pólizas del Holocausto? Hasta Connie Ingram se dio cuenta de las implicaciones que conllevaba, ¿no?
– Claro que no -dijo Rossy con impaciencia-. Durante los años sesenta y setenta, Herr Hoffman empezó a presentar a Edelweiss certificados de defunción de sus clientes europeos, de aquellos a los que les había vendido seguros de vida en Viena antes de la guerra.
– ¡Es increíble! -Fillida estaba indignada con la desfachatez de Hoffman-. Se quedó el dinero de los seguros de vida de muchos judíos de Viena. No sabía siquiera si estaban vivos o muertos, ¿para qué iba a seguir los procedimientos habituales?, él mismo extendía los certificados de defunción. Es un escándalo cómo nos ha robado el dinero a mí y a mi familia.
– Pero Aaron Sommers no era un judío vienes -objeté, desviando el asunto durante un momento hacia un problema menor.
Bertrand Rossy respondió, con tono impaciente:
– Ah, es que ese Hoffman se debió de volver loco. Perdió la cabeza o perdió la memoria. Resulta que había asegurado a un judío austríaco llamado Aaron Sommers en 1935 y a un negro estadounidense que se llamaba igual, en 1971. Así que mandó el certificado de defunción del negro en vez de mandar el del judío. Fue una estupidez, un disparate… y, sin embargo, para nosotros fue un golpe de suerte. Era el único agente que había vendido un gran número de pólizas a judíos antes de la guerra a quien no habíamos podido encontrar. Y resultó que al final estaba aquí, en Chicago. Aquel día en la oficina de Devereux, cuando me puse a hojear los papeles de Sommers y vi la firma de Ulrich Hoffman en el parte de trabajo de su agencia, no podía creer en mi suerte. El hombre que habíamos estado buscando durante cinco años estaba aquí, en Chicago. Todavía no salgo de mi asombro de que ni tú ni Devereux notaseis mi entusiasmo -hizo una pausa para regodearse de su buena actuación-. Pero Fepple era un imbécil total. Encontró una de las viejas listas de Hoffman en la carpeta de Sommers, junto con algunos certificados de defunción firmados en blanco. Pensó que podía chantajearnos con aquellos certificados de defunción falsos y ni siquiera se dio cuenta de que las demandas de indemnización derivadas de las pólizas del Holocausto eran más importantes. Mucho más importantes.
– Bertrand, ya basta de toda esa historia -dijo Filuda en italiano-. Que te diga dónde está la doctora.
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