– ¿Qué le ha dicho Rhea a la policía? -pregunté.
– Les dijo que tú habías estado en casa de Paul el jueves, así que es posible que recibas una visita de los investigadores del caso.
– Ay, qué simpática. Es que no para de darnos alegrías.
Entonces recordé el mensaje que con tanto cuidado había redactado para Ralph la tarde anterior… Que yo no tenía los cuadernos de Ulrich, que otra persona se los había llevado. Había estado intentando proteger a Lotty pero, con ello, sólo había conseguido poner a Rhea Wiell en peligro. Naturalmente, los Rossy -o quien estuviera tras los cuadernos- habían buscado primero a la persona más cercana a Hoffman. Tampoco podía quejarme mucho de que ella me hubiese echado a los perros.
– ¡Caray, Don! Lo siento -dije, interrumpiendo sus objeciones-. Mira, quien ande detrás de esos cuadernos es alguien muy peligroso. Estoy encantada, agradecida de que no le hayan disparado a Rhea, pero, si van a casa de Lotty y no los encuentran, pueden pensar que Rhea les ha mentido. Pueden volver y entonces serán mucho más violentos. O, tal vez, piensen que te los ha dado a ti. ¿Puedes marcharte fuera este fin de semana? ¿No puedes irte a Nueva York o a Londres o donde puedas sentirte razonablemente seguro?
Don se asustó. Hablamos de las diferentes posibilidades durante unos minutos y, antes de colgar, le dije:
– Mira, Don, tengo más malas noticias para el proyecto de tu libro sobre la memoria recuperada. Ya sé que al ver los cuadernos de Ulrich tuviste algunas dudas, pero esa historia de Paul de que fue un niño que estuvo en Terezin al que luego llevaron a Inglaterra, donde Hoffman lo raptó, me temo que sea una historia de otro y que él la haya adaptado para sí.
Le hablé del artículo de Anna Freud.
– Si pudieras descubrir qué fue de los auténticos Paul y Miriam… Bueno, no me gustaría nada que publicases la historia de Paul y que luego muchos lectores reconocieran el artículo de la hija de Freud y se dieran cuenta de que Paul se había apropiado de la historia de esos niños.
– Tal vez eso pruebe que tiene razón -dijo Don no demasiado convencido-. Esos niños no pueden haberse quedado en la guardería de Anna Freud toda la vida, tienen que haberse criado en algún sitio. Uno de ellos bien podría haber venido a los Estados Unidos con Ulrich, que le llamó Paul creyendo que era su verdadero nombre -siguió diciendo, mientras intentaba aferrarse a su ya maltrecha confianza en el futuro de su libro y… en Rhea.
– Puede ser -contesté dubitativa-. Te mandaré una copia del artículo. A los niños los dieron en adopción a través de un organismo que supervisaba Anna Freud. Tengo la sensación de que se preocuparían de que Paul tuviera un hogar estable, con un padre y una madre, y no que lo custodiara un emigrante viudo, aun cuando no se tratase de un Einsatzgruppenführer.
– Estás intentando fastidiarme el libro, simplemente porque no te cae bien Rhea -dijo con un gruñido.
Me contuve haciendo un gran esfuerzo.
– Eres un escritor respetado y yo estoy intentando evitar que hagas el ridículo con un libro al que, en el momento en que salga a la calle, le van a encontrar un montón de puntos débiles.
– Pues a mí me parece que eso es asunto mío…, mío y de Rhea.
– Venga, Don, ¡vete a freír espárragos! -le dije, ya sin el menor miramiento-. Tengo que ocuparme de dos asesinatos. No tengo tiempo para escuchar gilipolleces.
Colgué y busqué el número de la casa de Ralph Devereux. Se había mudado y ya no vivía en el apartamento de Gold Coast donde estaba cuando lo conocí, pero seguía viviendo en la ciudad, en un barrio nuevo que estaba de moda en la zona de South Dearborn. Tenía puesto el contestador automático. Como era sábado, podía estar haciendo recados o jugando al golf. Pero habían asesinado a alguien de su equipo. Aposté a que lo encontraría en su despacho.
Y, de hecho, cuando llamé al teléfono de Ajax, contestó su secretaria.
– Denise, soy V. I. Warshawski. Lamento mucho lo de Connie Ingram. ¿Está Ralph? Llegaré ahí en unos veinte minutos para hablar con él de la situación.
Intentó oponerse. Ralph estaba abajo, en una reunión con el señor Rossy y el presidente. Había convocado a todos los supervisores de reclamaciones de su Departamento, que le estaban esperando en la sala de reuniones. Justo en ese momento estaba allí la policía interrogando al personal y no había manera de que Ralph pudiera atenderme. Le dije que ya estaba de camino.
Cuando llegué al edificio de Ajax tuve buena suerte. En el vestíbulo estaba el detective Finchley hablando con uno de sus subalternos. Finch, un negro delgado de treinta y bastantes años, iba siempre perfectamente trajeado. Incluso un día como aquél, un sábado por la mañana, llevaba la camisa tan bien planchada que no le hacía una sola arruga en el cuello. Nada más verme, me llamó.
– Vic, no he recibido tu recado sobre Colby Sommers hasta esta mañana. El idiota que estaba de guardia anoche pensó que no era tan importante como para llamarme a casa y ahora ese saco de mierda está muerto. Dicen que ha sido de un disparo desde un coche. ¿Qué sabes tú sobre él?
Le repetí lo que me había dicho Gertrud Sommers.
– Todo se basa en lo que le dijo el reverendo en la iglesia. La cosa es que ayer yo hablé con Durham sobre ello.
– No estarás diciendo que Durham es el responsable, ¿verdad? -dijo indignado.
– Ese reverendo de la señora Sommers dice que la mano derecha de la mano derecha de Durham no está siempre tan limpia como debería. Si Durham habló de ello con alguien de los OJO, tal vez pensaran que el fuego se estaba acercando demasiado. Voy a hablar con la señora Sommers para enterarme de quién es ese reverendo. Parece que está bien conectado con los de su barrio.
– Cada vez que estás a menos de tres kilómetros a la redonda de algún caso, todo se acaba complicando -se quejó Terry-. ¿Por qué has venido aquí esta mañana? No me digas que crees que el concejal Durham fue quien mató a Connie Ingram.
– He venido para ver al director del Departamento de Reclamaciones. El valora mis opiniones más que tú -era una mentira, pero Terry se había pasado en su intento de herir mis sentimientos y yo no iba a exponerme a recibir más insultos contándole mis teorías sobre Fepple, Ulrich y los suizos.
Pero la afrenta mereció la pena: cuando lo dejé atrás para dirigirme hacia los ascensores, los de seguridad no me pararon. Creyeron que era alguna de las detectives del equipo de Terry.
Subí al piso sesenta y tres, donde la ordenanza de la planta de los directivos se hallaba en su puesto, a pesar de ser sábado. ¡Pobre Connie Ingram! Cuando estaba viva no había sido más que una minúscula pieza en el engranaje corporativo y, ahora que estaba muerta, conseguía que los ejecutivos de alto rango le dedicasen el fin de semana.
– Soy la detective Warshawski -le dije a la ordenanza-. El señor Devereux me está esperando.
– ¿Policía? Creí que ya habían acabado aquí.
– Los del equipo del detective Finchley, sí, pero yo estoy supervisando el caso completo, incluido el asesinato del agente. No es necesario que lo llame, conozco el camino hasta el despacho del señor Devereux.
No intentó detenerme. Cuando una empleada ha sido asesinada y la policía anda haciendo preguntas, hasta el personal de la planta de los directivos pierde su característico aplomo. La secretaria de Ralph me miró con el ceño fruncido y aire de preocupación, pero tampoco intentó despacharme.
– El señor Devereux sigue con el señor Rossy y con el presidente. Puede esperarlo aquí fuera.
– ¿Está Karen Bigelow en la sala de reuniones? Podría hablar con ella mientras tanto.
Denise frunció el ceño aún más, pero se puso de pie y me acompañó hasta la sala de reuniones. Cuando entré, vi a siete personas sentadas ante la mesa ovalada hablando con gestos entrecortados y con aire aburrido. Levantaron la mirada con ansiedad, pero volvieron a recostarse en sus asientos cuando vieron que era yo y no Ralph. Karen Bigelow, la supervisora de Connie, me reconoció tras unos instantes y apretó los labios con gesto de pocos amigos.
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