– Yo también oigo cosas, concejal -le contesté, haciendo girar dentro del vaso el último sorbito de whisky que me quedaba-. Y una de las cosas más interesantes que he oído se refiere a usted y a las indemnizaciones a los descendientes de los esclavos. Un asunto muy importante. Un asunto como para poner al alcalde en un verdadero aprieto, porque no puede permitirse apoyarlo poniendo a la comunidad financiera internacional en su contra, pero tampoco puede ignorarlo y dar una mala imagen ante sus votantes, sobre todo, después de haber respaldado la condena de la esclavitud que aprobó el Ayuntamiento.
– Así que usted entiende de política local, detective. Entonces, tal vez me vote, si alguna vez me presento a un puesto en el distinguido distrito en que usted vive.
Estaba intentando provocarme. Puse una sonrisa irónica para que viera que entendía su esfuerzo, aunque no la intención.
– Claro que entiendo de política local. Entiendo que a la gente no le parecería demasiado bien si se enterara de que usted no empezó su campaña hasta que Bertrand Rossy llegó a esta ciudad. Cuando él… le convenció para que armase jaleo con lo de las indemnizaciones para los descendientes de los esclavos y lograr así desviar la atención centrada hasta ese momento en la protesta de Joseph Posner y en el proyecto de ley sobre los bienes de las víctimas del Holocausto.
– Ésas son unas palabras muy feas, detective, y, como usted sabe, no soy un hombre paciente cuando personas como usted me calumnian.
– ¿Calumnia? Eso quiere decir acusar sin fundamento. Y, si yo quisiera tomarme la molestia o pedir, por ejemplo, a Murray Ryerson, el periodista del Herald Star, que se la tomase, apuesto a que podríamos encontrar una cantidad de pasta bastante interesante que ha pasado de Rossy a usted. De su cuenta personal o a través de un cheque de la corporación Ajax, aunque yo me inclino más por su cuenta personal. Y puede que haya sido lo suficientemente listo como para entregársela en efectivo, pero alguien sabrá algo. Es sólo cuestión de indagar a fondo.
Ni pestañeó.
– Bertrand Rossy es un importante hombre de negocios de esta ciudad, a pesar de ser suizo. Y, tal como usted ha dicho, puede que algún día me presente a la alcaldía de Chicago. No puede hacerme daño tener apoyos en el sector empresarial, pero a mí lo que más me importa es mi propio distrito, donde me crié y donde conozco a la mayoría de la gente por su nombre de pila. Esa es la gente de Chicago que me necesita. Es para quienes trabajo, así que creo que lo mejor será que me vaya a una reunión que tengo con ellos.
Se bebió lo que quedaba en el vaso e hizo una señal para que le cobrasen, pero yo levanté la mano para indicarle a Jacqueline que Sal me lo apuntara en mi cuenta. No quería deberle nada al concejal Durham, ni siquiera un trago de whisky escocés.
Culturismo
Al final de la jornada financiera, la zona centro se vacía con rapidez. Las calles del Loop adquieren el aspecto melancólico y descuidado que se apodera de los espacios humanos después de haber sido abandonados. En las calles vacías destaca cualquier resto de basura, cualquier lata o botella. El metro, chirriando a su paso por los puentes elevados, sonaba tan remoto y salvaje como los coyotes en la llanura.
Caminé muy deprisa las tres manzanas que me separaban de mi coche, mirando todo el tiempo a mi alrededor, dentro de los portales, en los callejones y cruzando de una acera a la otra. ¿Quién vendría a por mí primero, Fillida Rossy o la pandilla de los OJO de Durham?
Durham no sólo se había librado de mí con rudeza sino que lo había hecho de un modo calculadamente ofensivo, con el fin de cabrearme. Como si tuviera la esperanza de que, al hacer hincapié en las injusticias raciales, iba a conseguir desviar mi atención de los detalles de los crímenes en los que estaba implicado Colby Sommers.
¿Y a qué detalles se suponía que yo no debía prestar atención? Para entonces ya me había formado una idea bastante clara de por qué tenían tanta importancia los cuadernos de Ulrich. Y también de cómo habían matado a Howard Fepple. Y estaba empezando a vislumbrar la relación entre Durham y Rossy. Tenían un juego de intereses que encajaban a la perfección: Rossy le había proporcionado a Durham un importante asunto alrededor del cual podía construir su campaña, más el dinero para financiarla, y había conseguido manipular a la Asamblea Legislativa para que, al vincular el Holocausto con las indemnizaciones a los descendientes de los esclavos, todo aquello se convirtiera en algo demasiado complejo como para que los legisladores pudieran afrontarlo. Durham, a cambio, había desviado la atención pública de Ajax, de Edelweiss y del asunto de la recuperación de los bienes de las víctimas del Holocausto. Era algo maravillosamente perverso.
Lo que no entendía era qué había visto Howard Fepple en el expediente de Sommers para pensar que tenía entre manos algo que valía mucho dinero. Supuse que podría tener algo que ver con el cuaderno de Ulrich sobre las pólizas de los seguros de vida europeos. Y que Fepple, como yo, y como cualquiera que trabaje en el sector de seguros, sabía que Edelweiss no podría afrontar un riesgo tan importante como el derivado de las pólizas de las víctimas del Holocausto.
Pero eso no explicaba cómo había hecho Ulrich tanto dinero. Treinta años atrás no podía haberse dedicado a chantajear a sus jefes suizos, porque hace treinta años las cuentas bancarias y las pólizas de los seguros de vida de las víctimas del Holocausto no reclamaban el interés de las Asambleas Legislativas ni del Congreso de Estados Unidos. Ulrich tenía que haber estado haciendo algo a un nivel más de andar por casa. No tenía pinta de ser el cerebro de una organización criminal sino, simplemente, un hombre horrible que maltrataba de un modo atroz a su hijo y que había dado con una discreta fórmula para convertir una moneda de cinco centavos en un dólar de plata.
Delante de mí, un hombre salió de entre las sombras dando tumbos. Me sorprendió la velocidad con la que fui capaz de llevar la mano a mi cartuchera colgada del hombro. Me pidió dinero para comer, llenando el aire de un apestoso olor a whisky barato, mientras me corría un sudor frío por la nuca. Guardé la pistola en el bolsillo de la chaqueta y hurgué en mi bolso a la búsqueda de un dólar, pero el hombre ya había visto el arma y se fue corriendo por una calle lateral, con las piernas temblando.
Volví a mi oficina en el coche, mirando inquieta por el espejo retrovisor para ver si me seguía alguien. Cuando llegué al almacén que comparto con Tessa, aparqué lejos del edificio. Sostuve la pistola en la mano mientras abría la puerta. Antes de acomodarme ante mi mesa de trabajo, registré el estudio de Tessa, la entrada, el cuarto de baño y todas las subdivisiones de mi oficina. Es difícil entrar en nuestro edificio, pero no imposible.
Llamé por teléfono a Terry Finchley a la comisaría. Había sido el jefe de Mary Louise durante los tres últimos años que ella estuvo en la policía y siempre recurría a él para conseguir información reservada sobre las investigaciones que se estaban llevando a cabo. Yo sabía que Terry no llevaba directamente el caso de Sommers, pero lo conocía lo suficiente, ya que le había estado pasando información a Mary Louise. Bueno, daba igual, porque no estaba. Tras dudarlo un poco, le dejé un recado al sargento de guardia: «Colby Sommers anda liado con los OJO. Sabe algo sobre el asesinato de Howard Fepple y también está involucrado en el robo de Hyde Park, donde mandaste a los agentes de la científica el miércoles». El sargento me prometió que se lo daría.
Cuando encendí el ordenador, me sentí decepcionada porque Morrell no había contestado a mi correo electrónico. Aunque, claro, en Kabul era ya de madrugada. Quién sabe por dónde andaría… Y si ya se había adentrado por el país estaría en cualquier sitio, lejos de un teléfono al que conectar el ordenador. Lotty estaría en algún lugar desolado al que yo no podía acceder y Morrell, en el fin del mundo. Me sentí terriblemente sola y me puse a compadecerme de mí misma.
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